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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (37 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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Unos gorriones saltaban en las dos rebordes de la fuente y contemplaban nuestra llegada trinando de curiosidad. La dama había ordenado a un muchacho que se encargara de nosotros.

—Soy Gayo. —Con cuidado, dejé nuestra bolsa en el suelo para que no sospechara que su supuesto contenido técnico no era más que chatarra de granja. Saqué un bastón romo y empecé a rascar el liquen para arrancarlo. Petro se quedó en segundo plano, mirando al cielo con el rostro inexpresivo.

—Y él, ¿cómo se llama? —preguntó el muchacho, que seguía comprobando nuestras credenciales.

—También se llama Gayo.

—Entonces, ¿cómo puedo saber quién es cada uno?

—Yo soy el listo.

Cuando Petro intervino en la presentación, dijo que nuestro nombre de familia era «Tito», y añadió:

—Como el hijo del emperador. —Cuando tratábamos con patanes, asumir parentesco imperial le producía un placer infantil.

—Y tú, ¿cómo te llamas?

—Tito —dijo el muchacho.

—¡Como el hijo del emperador! —exclamó Petro con una indolente sonrisa.

Era obvio que el joven Tito ya había oído esa broma.

—Esa Aurelia no sé qué parece una buena mujer —dije, después de pasarme un rato limpiando la gastada piedra—. Y vive aquí, ¿no? Lo pregunto porque la mayor parte de nuestros clientes en esta zona sólo vienen a Tíbur en vacaciones.

—Lleva años viviendo aquí —dijo Tito.

—Pero supongo que, de vez en cuando, va a Roma.

—Pues sí, la verdad es que va muy a menudo.

Petronio se había metido un dedo en la nariz. Tito casi lo imitó y luego se avergonzó.

Yo alcé la cabeza y me dirigí a Petronio.

—Oye, Gayo, mira a ver si encuentras una piedra pequeña o un trozo de teja en alguna parte…

—¿Por qué siempre tengo que ir yo?

—Porque eres el aprendiz, por eso.

Petro puso cara de no saber lo que yo le pedía, y empezó a caminar de un sitio a otro mientras yo tenía a Tito atrapado en una tediosa conversación.

—Para tu señora, ir a Roma es un viaje un poco largo, ¿no? No quiero ser brusco, pero ya no está en la flor de la juventud. —Al chico debía de parecerle una antigualla—. Sin embargo, tiene dinero para moverse de una manera confortable. Si tuviéramos que ir tú y yo, lo haríamos en un carro viejo y destartalado…

—La señora tiene carruaje propio.

—¿La lleva algún carretero?

—Sí, Damonte.

—Un nombre griego muy bonito.

—Damonte la lleva a la ciudad y la trae de vuelta. Allí, la señora se aloja en casa de su hermana. Va a los festivales en familia. Es algo habitual.

—Qué bien.

—¡Es maravilloso! —se burló. Era obvio que su idea de la diversión implicaba muchas más emociones de las que unas damas de sesenta años pudieran inventar. El chico tenía catorce años y anhelaba convertirse en un granuja. —Van a los juegos y se pasan todo el rato charlando. Al final, no saben quiénes han ganado los combates ni las carreras de cuadrigas; lo único que quieren es ver quién hay entre el público.

—Y sin embargo —yo seguía hurgando los grifos con el alambre—, a las señoras debe de gustarles ir de tiendas. En Roma hay muchísimas.

—Sí, trae cosas. El carro siempre vuelve cargado.

—Ese Damonte que hace de conductor tiene un buen trabajo. Apuesto a que te gustaría hacerlo tú.

—¡Imposible, compañero! Damonte nunca se lo cedería a nadie.

—¿Tanto le gusta?

—Vive con la cocinera y aprovecha cualquier oportunidad para alejarse de ella.

Petronio regresó junto a nosotros. Al parecer, había olvidado lo que yo le había pedido que me trajese.

Mientras fingíamos arrancar suciedad y vegetación de la fuente, descubrí lo que buscaba. La villa de Aurelia Maesia tenía una tubería doméstica de agua procedente del acueducto de Tíbur, y la fuente era alimentada por una tubería secundaria cuyo suministro podía interrumpirse mediante un grifo. Aquello era una rareza, ya que casi todo el mundo tenía una reserva de agua para las letrinas. Supuse que alguien había cerrado el grifo y lo había olvidado. El grifo era la habitual pieza de bronce forjado, con un lazo cuadrado en la parte superior que podía accionarse mediante una llave móvil especial.

—Hazme un favor, Tito. Ve y pregunta a quien tenga esa llave si puede prestártela. Entonces te mostraré algo extraordinario.

Mientras el chico se marchaba, Petro dijo en voz baja:

—Hay un establo con un carruaje, un gran carro de cuatro ruedas lleno de ornamentos de destellante bronce. Un tipo que debe de ser el conductor estaba dormido sobre un fardo: pelirrojo, una barba sucia, una pierna torcida y mide la mitad que yo…

—Fácil de distinguir.

—Proverbial.

—Se llama Damonte.

—Suena a pastor griego.

—Un auténtico arcadio. Me pregunto si posee un gran cuchillo para degollar ovejas.

El joven Tito volvió corriendo y dijo que nadie tenía la llave del grifo. Yo me encogí de hombros. En nuestra bolsa llevábamos una barra de hierro que podía utilizar, cuidando de no doblarla. No me gustaba tener que dejarla allí. Además de poder emplearla para abrir cabezas, ¿qué haríamos cuando la necesitásemos para arreglar el grifo de otra casa de la vecindad? El grifo estaba rígido y era muy difícil hacerlo girar, como ya imaginaba que ocurriría. Noté que el ariete hidráulico se ponía en marcha de inmediato, martilleando en dirección a la casa. Probablemente habían cerrado el grifo por eso. Una pena, porque tan pronto como lo abrí, la fuente volvió a la vida. Era bonita y musical aunque no demasiado uniforme.

—¡Vaya! ¿Con que era eso?

—Danos una oportunidad, chico…

—Es un perfeccionista —le dijo Petro al muchacho, al tiempo que asentía con sensatez.

—Mira, el agua se derrama toda hacia un lado. Dame esa piedra que has encontrado, Gayo. —Puse una cuña en el tubo superior para que el agua manase de manera más regular—. Mira, Tito, Gayo y yo somos así: ponemos una piedra y lo arreglamos. Otros meten un palito y eso es deliberado; con el tiempo, se pudre y los tienen que llamar de nuevo. Pero Gayo y yo, si arreglamos una fuente, lo hacemos para siempre.

Tito asintió, impresionado por los trucos de nuestro oficio y supuse que pensaba en aprovechar esos conocimientos él mismo.

—Y a ese Damonte, ¿por qué le gusta tanto ir a Roma? —pregunté mientras recogía la bolsa de herramientas.

El chico miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo oía y dijo:

—Por las mujeres, ¿no? —El muchacho también tenía unos conocimientos muy especiales.

LIII

Pero sabíamos que probablemente no estábamos buscando al cochero de una dama, y mucho menos si estaba casado. Petronio Longo estuvo de acuerdo conmigo: Damonte quería huir de la cocinera porque ella sabía que el hombre tenía asuntos extramatrimoniales y lo regañaba. Miré a Petro fijamente. Para él, la situación era conocida. Aceptó mi mirada soltando una maldición y pusimos fin a nuestra jornada como fontaneros.

Terminamos la jornada en el propio Tíbur porque íbamos escasos de tiempo. A la mañana siguiente, hicimos los equipajes y nos pusimos en marcha hacia Roma. Era como si no hubiésemos avanzado mucho, aunque yo sentía que habíamos mejorado la información básica hasta tal punto que, si el asesino daba un paso, tendría mucha suerte de no delatarse. Y aunque Damonte no era el sospechoso ideal, podía cumplir los requisitos para serlo. Yo, además, compré una granja; sería la ruina de mi vida, pero al menos podía considerarme propietario.

Cuando llegamos al Aventino, la primera persona a la que vimos fue a mi sobrino, el verdadero Gayo.

—Me has decepcionado de veras —gritó enfadado. Gayo podía encolerizarse como un caballo moribundo. Yo no sabía qué le ocurría—. Tú eres un buen amigo, tío Marco…

Helena había entrado en casa para dar de comer a la niña mientras yo seguía descargando el asno que había transportado nuestros equipajes.

—Tranquilízate y deja de chillar. Toma, sujeta esto…

—¡Yo no soy tu esclavo!

—Como gustes.

Al ver que yo no me alteraba, se tranquilizó. Tenía el rasgo familiar de no malgastar esfuerzos, por lo que adoptó el mal humor típico de los Didio. Se parecía a mi padre. Mi corazón se endureció.

—Mira Gayo, aquí tenemos mucho que hacer. Si callas y nos ayudas, escucharé tus quejas. Si no, lárgate y ve a molestar a otro.

Reacio, Gayo se quedó quieto mientras yo lo cargué con equipajes hasta que apenas pudo subir las escaleras del apartamento. Bajo todas sus jactancias y sus rabietas había un buen trabajador. No era la primera vez que pensaba que tendría que hacer algo por él, y hacerlo pronto. Al recordar el ortigal que había comprado en Tíbur, se me ocurrió una posible solución. Lo que Gayo necesitaba era que lo sacasen de esa dura vida callejera que llevaba, tal vez podía mandarlo a la granja de la familia. La tía abuela Foeba tenía mucha práctica en ablandar a jóvenes rebeldes, y podía confiar en que Gayo se enfrentaría con firmeza a las extravagancias de mis peculiares tíos, Fabio y Junio, pero no dije nada. A su madre, mi ridícula hermana Gala, habría que permitírsele que aireara su aversión ante cualquier plan que yo propusiera. Y además, estaba Lolio, claro. Yo esperaba con ganas el momento de superar a Lolio…

Mientras seguía a Gayo hacia el interior de la casa, suspiré. Sólo llevaba cinco minutos en ella y el peso de los asuntos domésticos ya me abrumaba.

—¿Me darás dinero por llevar el asno de vuelta al establo, tío Marco?

—No.

—Sí que te lo dará —intervino Helena—. ¿Por qué estás tan enfadado, Gayo?

—Porque aquí se me había prometido un trabajo —declaró mi sobrino, indignado—. Iba a ganar dinero cuidando a la niña. Pronto me harán volver a la escuela.

—No te preocupes —le dije con displicencia—. Todavía quedan dos semanas de vacaciones. —Gayo nunca tenía noción del tiempo.

—De todas formas, cuando cumpla catorce años ya no iré más.

—Bien, pues dile a tu abuela que no gaste más dinero en matrículas.

—El día de mi cumpleaños dejaré la escuela.

—Lo que tú digas, Gayo.

—¿Cómo es que no me llevas la contraria?

—Porque estoy cansado. Ahora, escucha. Los Juegos de Augusto están a punto de empezar y tendré que hacer muchas guardias nocturnas. A Helena le gustará poder contar con tu ayuda para cuidar a la niña. Me atrevería a decir incluso que agradecerá tu compañía durante el día, pero si yo vengo a dormir, tendrás que estar callado.

—¿Vas a explicarle a la niña que no tiene que llorar porque tú duermes? —Como posible niñero, Gayo tenía una actitud agradable y sarcástica—. ¿Para qué son esas vigilancias nocturnas?

—Para arrestar a ese maníaco que pone trozos de mujeres en el suministro de agua.

—¿Y cómo lo harás? —Como todos mis parientes, Gayo se tomaba mi trabajo con incredulidad, asombrado de que hubiese alguien lo bastante loco para contratarme o de que las tareas que realizaba dieran fruto.

—Tendré que quedarme fuera del Circo Máximo hasta que aparezca y secuestre a una. —Explicándolo de ese modo, las burlas de mi familia estaban justificadas. ¿Cómo podía creer que lo lograría de ese modo?

—Y entonces, ¿qué?

—Entonces lo arrestaré.

—Oh, cómo me gustaría verlo. ¿Puedo ayudarte?

—No, es demasiado peligroso —dijo Helena con firmeza.

—Por favor, tío Marco.

—Si quieres ganar un poco de dinero, harás lo que Helena diga. Aquí, es ella la que guarda las llaves y lleva las cuentas.

—Es una mujer.

—Pero sabe sumar —dije. Dediqué una sonrisa a mi mujer.

—Y sé hacerlo de maneras distintas —comentó—. Venid a comer, par de gamberros.

Con desgana, Gayo aceptó sentarse a la mesa y comer. Seducido por la experiencia inusual de una cena familiar, algo que no se sabía que Gala y Lolio dieran nunca a sus hijos, finalmente recordó que tenía un mensaje para Helena.

—Ayer vino a verte tu hermano —le dijo.

—¿Quinto? ¿El alto y simpático? ¿Camilo Justino?

—Probablemente. Dijo que te contara que lo habían mandado fuera por problemas de salud.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Helena, alarmada—. ¿Que está enfermo?

Gayo se encogió de hombros bajo su sucia túnica.

—Me parece que era una broma o algo así. Yo estaba instalado bajo tu porche, esperando que volvierais.

Helena dio un respingo ante la idea de que ese indeseable pilluelo hubiese merodeado por nuestra casa.

—¿Hablaste con él?

—Se sentó a mi lado, en las escaleras, y tuvimos una agradable charla. No se encuentra mal pero está muy deprimido.

Cansada por el viaje, Helena se frotó los ojos y luego miró a mi sobrino apoyando la barbilla en ambas manos.

—¿Por qué está deprimido, Gayo?

—Habló conmigo en privado… —Al ver la mirada de Helena, se revolvió incómodo en la silla, pero al final confesó, con rostro avergonzado—. Bueno, cosas del amor y todo eso…

—Una buena lección para ti —reí—. Eso es lo que les ocurre a los hombres que coquetean con actrices.

Con rostro pensativo, Helena volvió a llenarle el plato de comida. Luego, como sabía evitar las disputas, llenó de nuevo el mío.

Los juegos en honor del fallecido emperador Augusto empezaban el tercer día de octubre. Dos días después era la fecha mítica de la apertura de las puertas del Hades. Yo esperaba que para entonces ya hubiéramos cogido al maníaco y pudiésemos enviarlo allá abajo. Inmediatamente antes de los juegos, en el calendario había un día marcado en negro, el tradicional día de mala suerte que seguía a las Calendas, el primero del mes.

Habíamos llegado a la conclusión de que los supersticiosos evitarían viajar en día negro y que llegarían a Roma el día de las Calendas. Para asegurarnos por completo de que estaríamos en el sitio adecuado en el momento oportuno, montamos guardia el día anterior.

Observamos las puertas de la ciudad y, confiando en que nuestras teorías eran correctas, nos concentramos en las del lado oriental. Petro y yo nos turnamos en la Puerta Tiburtina y en la Prestina, donde nos apostamos cada noche cuando se levantaba la prohibición de vehículos y entraban en Roma los carros. Luego nos quedábamos hasta que el tráfico se dispersaba al amanecer. Gracias a Julio Frontino, el prefecto de los vigiles había puesto hombres a nuestro servicio. Para cubrir más territorio, vigilaban las dos puertas que estaban más al norte de los Castra Pretoria y dos del lado sur.

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