Tenéis que investigar a las personas que, por costumbre, asisten a todos los juegos, y que llevan haciéndolo desde hace décadas. Si poseen una casa con acceso al río, mejor que mejor.
Por lo general, obtener ese tipo de información no resultaba difícil. Si Frontino encontraba a los dueños en sus casas, les preguntaba por sus costumbres y movimientos.
La gente respondía bien. Colaborar con una investigación oficial es un deber y hay castigos para quien no lo hace. Mi manera de actuar era más sutil pero los resultados también eran positivos. Yo incitaba a la gente a contar chismes de sus vecinos y me enteraba de muchísimas cosas.
—Habéis averiguado mucho —dijo Helena, tras hacernos sentar para una reunión después de un día de trabajo. A Frontino lo habían acompañado hasta la granja. No tuvo ningún reparo en visitar algunas de las chozas del ortigal. Helena se quejó de él tanto como de mí—. Lo único que ocurre es que apenas habéis encontrado sospechosos.
—¿No vamos en buena dirección? —preguntó Frontino con tristeza.
—No deje que lo avasalle —sonreí.
—¿Estoy siendo mandona, Falco? —Helena estaba molesta.
—No, eres la misma de siempre, cariño.
—No quiero ser pedante.
—¡No digas tonterías, Helena! ¿No ves que el cónsul y yo te escuchamos como mansos corderos? Di lo que sea.
—Bueno, mirad, éste es un ejemplo típico: Julio Frontino ha entrevistado a una familia llamada Lúculo. Tienen una casa inmensa junto a la cascada, con una gran vista del templo de la Sibila…
—Ahora están aquí, y enseguida han admitido que fueron juntos a Roma varios días durante los juegos —explicó Frontino, que aún estaba algo nervioso por el entusiasmo de Helena.
—Sí, señor, pero… —Ese «señor» fue un tranquilizante para su vanidad. Se lo tomó bien—. Los Lúculo son una familia riquísima desde hace tres o cuatro generaciones. Han comprado villas en los centros de vacaciones más elegantes. Tienen dos en la bahía de Neápolis, una frente a la otra, desde Cumae y Surrentum, más un embarcadero en el lago Albano, cerca de Clusium, que es su finca más septentrional. Más al sur tienen una en Velia y en esta zona, no sólo poseen la casa de Tíbur sino otra en Tusculum y otra en Praeneste, una mansión al viejo estilo que es la que prefieren cuando buscan un buen clima para huir del verano de Roma.
Frontino estaba completamente apabullado.
—De modo que las posibilidades de que los movimientos de los Lúculo sigan unas pautas regulares son cero —intervine de buena gana.
—O casi. —Helena parecía desanimada—. Los Lúculo van siempre de acá para allá.
Aun cuando visiten Roma para los festivales, no siempre viven aquí. Buscamos una persona que secuestra a las víctimas y que, al parecer, se deshace de ellas siempre del mismo modo y, probablemente, en el mismo lugar.
—¿Y hemos encontrado a alguien que pueda serlo?
—No. —Helena estaba desalentada—. Hay muy pocos que encajen en esa categoría. Pensaba que teníamos uno. Natural de Roma, hace veinte años que vive aquí, va a la ciudad para los grandes festivales, pero es una mujer, Aurelia Maesia. Tiene una villa cerca del santuario de Hércules Víctor.
—Ya la recuerdo. —La había entrevistado Frontino—. Es viuda. Antecedentes correctos. No se ha vuelto a casar. Llegó después de la muerte del marido y compró la finca, pero ahora va a Roma y se hospeda en casa de su hermana siempre que hay un acontecimiento importante al que asistir. Tendrá cincuenta y pico… —Con su tono nos sugirió que era una estimación galante—. Ha sido sospechosa de nuestra investigación, pero difícilmente puede ser una asesina. Además, se queda en Roma todo lo que duran los juegos. Nuestro asesino secuestró a Asinia en la jornada inaugural y enseguida puso una de sus manos en el suministro de agua. Eso significa que si Bolano la encontró donde dice y es en esta zona, el hombre tuvo que regresar a Tíbur el mismo día.
—Éste es otro de los puntos oscuros del caso —advertí—. El asesino va a Roma para los festivales, y sin embargo regresa después de la ceremonia de apertura, pero tampoco se queda aquí. Tiene que ir a Roma otra vez, porque los torsos y las cabezas son arrojados al río y a la Cloaca Máxima. Es una conducta muy peculiar. —Me asaltó una explicación obvia—. Aurelia Maesia debe de tener porteadores o un conductor. ¿La deja el porteador en casa de su hermana, regresa a Tíbur y luego, al final de los juegos, vuelve a buscarla?
—Tiene un conductor. —Frontino, quisquilloso, quería demostrar lo que sabía—. Recuerdo habérselo preguntado. Viaja en carruaje, pero el carretero se queda en él, en unos establos a las afueras de Roma. La mujer quiere tenerlo cerca por si a ella y a su hermana les apetece salir al campo.
No podía tratarse de Aurelia Maesia pero, al menos, habíamos encontrado a una persona que casi encajaba en nuestro perfil. Eso nos alentó a pensar que, en algún sitio, tenía que haber más.
—No se desanime —le dije a Frontino—. Cuantas más personas excluyamos, más fácil será localizar a la que buscamos.
El cónsul asintió, pero planteó un nuevo problema:
—Si Bolano tiene razón y los cuerpos mutilados entran en los acueductos a través de las fuentes de éste, Tíbur no es el lugar indicado donde buscar.
—Tíbur está abastecido por el Aqua Marcia —comentó Helena—, pero se trata de un ramal que termina aquí. La conducción principal que va a Roma comienza a kilómetros de distancia.
—A mitad de camino de Sublaqueum —añadí para no verme desbordado por cuestiones de abastecimiento—. Sólo son sesenta kilómetros más de territorio en el que identificar todas las casas y preguntar a los propietarios si, por casualidad, son asesinos.
Al día siguiente, Bolano informó al cónsul. Me reuní con ambos en la casa donde se hospedaba Frontino. Bolano llevaba la misma túnica vieja y el mismo cinturón que la primera vez que nos vimos, a los cuales había añadido un sombrero para protegerse del sol y una mochila de viaje. Su plan era llevarnos a Frontino y a mí a Sublaqueum, por razones que me pareció que tenían más que ver con un deseo de ver la presa en la que antaño había trabajado que con la investigación que teníamos entre manos. Sin embargo, como funcionario público sabía muy bien cómo conseguir que una visita sentimental pareciese una necesidad logística. Frontino envió un mensaje preguntando a Petro si quería que lo llevasen a la villa para ayudarnos a preparar el material de la excursión, pero mi socio se negó con todo descaro.
—No, gracias. Dile a su excelencia que prefiero quedarme aquí holgazaneando y contando gansos.
—Flirteando con la cocinera del vecino, querrás decir, ¿no? —gruñí.
—¡Pues claro que no! —exclamó con una sonrisa. Yo tenía razón. Petro había visto que la chica tenía dieciocho años, carnes prietas y era propensa a mirar por encima de la valla que separaba las dos casas, con la esperanza de que apareciera algún personaje de sexo masculino para charlar con él. Yo había reparado en la chica porque tuvo una conversación perfectamente sensata con Helena Justina acerca del poco trabajo que le daban arrancando hierbas y ordeñando cabras. En opinión de Helena, la señorita era una descarada, mientras yo intentaba argüir que las costumbres indecorosas no siempre terminaban en tragedia.
Petronio Longo estaba convirtiéndose en un investigador más típico de lo que yo nunca había sido. No se tomaba el trabajo nada en serio. Si había una jarra que beber o una mujer atractiva con la que pasar el tiempo, se dedicaba a ello. Parecía creer que la vida de autónomo consistía en quedarse en la cama hasta que arruinase su reputación y después pasarse el resto del día divirtiéndose. Si eso significaba que yo tenía que hacer todo el trabajo, se limitaba a reírse de mi estupidez. Era el reverso completo de su dedicación y entrega en los vigiles. Incluso de mozo, en el ejército, había sido más serio. Tal vez necesitaba un supervisor al que enfrentarse. De ser así, yo, como amigo, nunca le daría órdenes por lo que por ahí no había solución. Y, por otro lado, sabía escabullirse del cónsul.
—¿Petronio Longo no ha venido contigo? —fue lo primero que me preguntó Frontino.
—Lo siento, señor. Está otra vez muy pálido. Él quería venir, pero su tía no se lo permitió.
—¿De veras? —replicó Frontino, como un gallo joven que sabe que unos bromistas le tiran de la cola.
—Sí, señor, de veras.
Bolano sonrió, comprendiendo la situación, y enseguida quitó hierro al asunto hablando de nuestro recorrido por las montañas.
Llevaron a Frontino en un rápido y práctico carruaje mientras nosotros íbamos montados en sendas mulas. Primero tomamos la Vía Valeria, la gran carretera que cruzaba los Apeninos y ascendía por unas cuestas suaves y boscosas, acompañada por los elegantes arcos del Aqua Claudia. En ese punto seguían el río Anio, aunque más abajo de Tíbur trazaban una gran curva hacia el sureste para evitar el acantilado y su brusco descenso. Las montañas Sabinas se extendían de norte a sur. Empezamos caminando hacia el noroeste casi todo el día. El valle del Anio se ensanchaba, el terreno se volvía cultivable, y en él crecían viñas y olivos. Comimos un tentempié y luego continuamos hasta donde el río doblaba un recodo hacia el sur y nosotros teníamos que dejar la carretera principal. Estábamos cerca del desvío que según me habían contado llevaba a la granja de las Sabinas de Horacio. Como poeta aficionado a tiempo parcial, me hubiese gustado acercarme hasta allí y rendir tributo a la Fuente Bandusia, pero íbamos en busca de un asesino y no de cultura. Para los investigadores, ésta es la triste rutina.
Pasamos la noche en un pequeño asentamiento antes de apartarnos de la carretera principal y tomar un camino muy poco utilizado que bajaba por el valle del Anio hasta Sublaqueum, que había sido lugar de retiro de Nerón. Al llegar, quedamos asombrados.
Se trataba de una población nueva que había crecido a partir de los talleres y cabañas que se habían levantado para albergar a los constructores y artesanos que crearon la villa de Nerón. Era un lugar discreto y limpio, mucho más vacío de lo que debía haberlo estado, aunque aún quedaban algunos habitantes. La situación era espléndida. En la entrada de un valle pintoresco y boscoso donde el río recogía las aguas de sus afluentes y se hacía mucho más grande, hubo tres pequeños lagos. Nerón construyó presas y subió los niveles del agua para crear unos fabulosos lagos en los que deleitarse alrededor de su suntuosa villa de mármol. Era una extravagancia típica de Roma: en un escenario hermoso, recogido y tranquilo había levantado una arquitectura de dimensiones tan asombrosas que ya nadie se acercaba por allí para contemplar las vistas, sino el complejo de villas edificado por un hombre rico y vulgar. Un valle remoto y espléndido había sido destruido para convertirlo en la zona de recreo de Nerón, a fin de que allí pudiera divertirse con todo tipo de lujos a la vez que fingía ser un recluso. Apenas llegó a venir, ya que murió poco después de su construcción; nadie más quiso aprovecharlo y Sublaqueum nunca volvería a ser el mismo.
Orgulloso, Bolano nos advirtió que la presa intermedia, en la que había trabajado, era la más grande del mundo. Con sus dieciocho metros de alto, si tenías delirios de grandeza, en la parte superior podías hacer cabalgar diez caballos, uno al lado del otro.
Estaba pavimentada con unas baldosas especiales, con un pequeño orificio en el medio para que hicieran de vertedero y las aguas pudieran continuar su curso natural río abajo.
La presa era verdaderamente inmensa, un dique macizo de gravilla, cubierta con bloques encajados y sellada con cal hidráulica y roca desmenuzada que formaban una escayola impermeable. Muy bonito. ¿Quién podía culpar a un emperador que contaba con los mejores ingenieros del mundo por utilizarlos para embellecer sus jardines de aquella manera? Era mucho mejor que un estanque hundido con una lamprea y unas cuantas hierbas verdes. Un puente cruzaba la presa de lado a lado y llevaba a la mansión y a sus elegantes instalaciones. Bolano nos había contado muchas cosas sobre la opulencia del lugar, pero no estábamos de humor para visitas turísticas. Frontino nos llevó hacia el puente, y cuando ya habíamos recorrido la mitad de éste, yo deseé volver a tierra firme, pero si la altura mareaba al cónsul, no dio muestras de ello.
—Hemos venido contigo porque confiamos en tu experiencia, Bolano —le dijo el cónsul—. Ahora convéncenos de que esta visita a la presa merece la pena.
Bolano hizo una pausa. Miró hacia el valle, con su robusta figura impasible ante la importancia del ex cónsul que lo estaba presionando. Señaló la vista con el brazo y dijo:
—¿No es maravilloso? —Frontino frunció los labios y asintió en silencio—. ¡Exacto! Quería verlo de nuevo —añadió Bolano—. El acueducto Anio Novus necesita una reparación completa. El que sus aguas procedan directamente del río nunca lo ha beneficiado. Ya sabíamos de antemano que, debido a la mala calidad del Anio Vetus original, el canal se llenaría de excesivo lodo. Creo que se podría mejorar de una manera espectacular si pudiera convencerse al emperador de ampliarlo hasta aquí arriba y utilizar el agua de la presa…
Frontino había sacado su tablilla y había empezado a tomar notas. Lo imaginé animando a Vespasiano a que restaurase el acueducto. El tesoro público podía tardar más tiempo que lo que durase el emperador. Sin embargo, Julio Frontino no llegaba a los cincuenta años, y era de ese tipo de personas que meditaría una y otra vez sobre aquellas sugerencias. Quizá, dentro de un par de décadas, me vería sonriendo ante la noticia de la extensión del Anio en
La Gaceta
y recordaría haber estado en el lago de Nerón mientras el ayudante de un ingeniero proponía sus teorías con vehemencia.
Pero aquello no tenía nada que ver con los asesinatos, me dije a mí mismo. Noté que el obstinado Bolano tenía preparada otra de sus largas charlas educativas. Me moví inquieto, mirando al cielo; era azul, con el leve matiz frío del inminente otoño. Bolano, que tenía un ojo débil, había sufrido los efectos del sol y la brisa. Aun así, se había quitado el sombrero para que el viento no se lo llevara volando río abajo.
—He pensado mucho en el Anio Novus. —A Bolano le gustaba sacar a relucir el punto crucial de un asunto y después callar unos instantes para dejar expectante a su público.
—¿Sí? —pregunté en el tono frío del hombre que sabe que están jugando solapadamente con él.
—Ustedes me han pedido que considere cómo entran las manos y otros restos humanos en el suministro de agua. He decidido que para terminar en Roma, tienen que proceder de una de las cuatro vías principales de abastecimiento que empiezan más arriba de Tíbur. Son los acueductos Claudia, Marcia, Anio Vetus y el Anio Novus. El Anio Vetus, que es el más viejo de todos, y el Marcia, discurren casi siempre bajo tierra. Otra cuestión: el Marcia y el Claudia se alimentan ambos de varias fuentes, unidas a los acueductos mediante túneles, pero el Anio Vetus y el Anio Novus se surten directamente del río cuyo nombre llevan.