No fue capaz de articular palabra. Milvia fue una niña mimada y era una esposa no controlada. Poseía grandes riquezas y su padre fue el jefe de una de las bandas callejeras más temidas de Roma. Nadie le llevaba la contraria. Incluso su madre, que era una bruja temible, la trataba con condescendencia, oliéndose tal vez que su hijita con ojos de cierva estaba tan mimada que un día podía convertirse en algo terrible. La conducta que causaba consternación era el único lujo en el que Milvia todavía no había perdido, pero todo llegaría.
—No te echo la culpa. Veo la atracción —dije—. Para cerrarle la puerta deberías tener una gran fuerza de voluntad. Pero tú eres una chica lista y Petronio un inocente, en lo que a las emociones se refiere. Tú eres la que tiene inteligencia para ver que, al final, no vais a ningún sitio. Esperemos que seas la que tenga el valor de arreglar las cosas.
Se puso en pie. Como todas las mujeres de Petro, no era alta. Las utilizaba para protegerlas contra su pecho como si fueran ovejas perdidas y, por alguna razón, las pequeñitas aceptaban el refugio tan pronto como lo proponía. Me pregunté si no sería mejor hablarle a Milvia de todas las demás, pero eso sólo le haría suponer que ella era distinta, como hacían todas. Y ninguna de ellas lo fue realmente, a excepción de Arria Silvia, que lo había pescado con una dote y una personalidad adecuadas.
Contemplé a la damisela y vi que se disponía a insultarme. Yo estaba demasiado tranquilo, le iba a costar mucho tener una discusión a solas. Algunas de las mujeres que yo conocía podían haberle dado lecciones, pero bajo todo aquel lujo, era una chica de veinte años, estúpida, y a la que habían criado aislada del mundo. Tenía todo lo que quería pero no sabía nada. Al ser rica, incluso después de casarse, se pasaba la vida encerrada en casa. Eso explicaba la aventura con Petronio: cuando las mujeres están encerradas, enseguida surgen problemas. Siguiendo la buena y vieja tradición romana, la única fuente de diversión de Milvia eran las visitas secretas de su amante.
—¡No tiene derecho a venir a mi casa a molestarme! ¡Márchese y no vuelva!— Ladeó la cabeza enfadada y los granos de oro trenzados en sus cabellos brillaron.
Arqueé una ceja. Fingí más cansancio que impresión. Ladeó la cabeza de nuevo, un signo más de su inmadurez. Un experto escenificaría un gesto mucho más malvado.
—¡Deslumbrante! —me burlé—. Me marcho, pero sólo porque ésa era mi intención en este momento. —Y lo hice. Y entonces, por supuesto, Milvia pareció decepcionada porque su interpretación había terminado.
* * *
Había mentido al decirle que era ella la que tenía que acabar con aquella historia. Si quisiera hacerlo, Petronio echaría abajo las puertas de la fortaleza en sus narices. Tenía toda la práctica necesaria. El único problema era que había tantas personas que le decían a Petronio que lo dejara, que lo único que conseguían era estimular su interés. Mi viejo amigo Lucio Petronio Longo nunca había soportado que le dijeran lo que tenía que hacer.
Como era de esperar, alguien le dijo que había estado allí, la propia Milvia, seguramente. Por alguna razón, el espectáculo de un leal amigo que desinteresadamente intentaba protegerlo del desastre no despertó en Lucio Petronio sentimientos de afecto hacia su fiel amigo, y sostuvimos una ardiente discusión.
Aquello dificultaba el trabajo en común, aunque ambos persistíamos porque ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el brazo a torcer y retirarse de la sociedad. Yo sabía que la pelea no duraría. Estábamos los dos demasiado preocupados por la gente que nos recordaba que ya nos habían dicho que no funcionaría. Tarde o temprano les demostraríamos que se equivocaban. Además, Petro y yo éramos amigos desde los dieciocho años. Para que nos enemistásemos se necesitaba mucho más que una joven estúpida.
—Pareces su mujer —se burló Helena.
—No. Su mujer le ha dicho que se vaya a Mesopotamia y que luego se tire al Eufrates con un saco en la cabeza.
—Sí, ya me han contado que esta semana han tenido otra charla amistosa.
—Silvia le ha presentado una solicitud de divorcio.
—Maya me ha dicho que Petro se la tiró a la cara.
—No es imprescindible que la entregue. —Informar a la otra parte con una notificación era un gesto amable, pero las mujeres amargadas siempre podían convertirlo en un drama. En especial, las mujeres con suculentas dotes que reclamar—. Lo echa de casa y luego no lo deja entrar. Eso es prueba suficiente de que quiere la separación. Si viven más tiempo separados, la notificación será superflua.
Petronio y Silvia ya se habían separado otras veces. Normalmente duraba uno o dos días y terminaba cuando el que se había marchado volvía a casa para dar de comer al gato. Esta vez la separación duraba meses y ambos se habían montado empalizadas y se habían rodeado de zanjas triples llenas de pinchos. La tregua sería difícil. Sin desalentarme por un fracaso, me obligué a visitar a Arria Silvia. También sabía que yo había hablado con Milvia. Me echó a la calle al instante. Fue otro esfuerzo inútil que sólo consiguió empeorar la situación. Al menos, como Petro se negaba a hablarme, me ahorré lo que pensaba de mi visita a su esposa en misión de paz.
Estábamos en septiembre. Petro y yo nos habíamos peleado el primer día del mes en que, como Helena señaló con ironía, se celebraban los Juegos de Júpiter, dios del trueno. Las personas que pasaban por la plaza de la Fuente y escucharon el intercambio de opiniones entre Petro y yo debieron de pensar que el dios se alojaba en el Aventino.
Tres días más tarde, también en honor de Júpiter, empezaron los Juegos Romanos.
Los dos hermanos Camilo utilizaron su influencia, lo que significaba buscar unos cuantos sestercios para comprar buenas localidades para la ceremonia de inauguración.
Siempre había personas con asientos reservados que los pasaban a quienes los compraran. Los descendientes de héroes militares, que ponían en venta sus asientos heredados. Los descendientes de los héroes solían ser mercenarios, a diferencia de los héroes, claro está. Así, los hermanos de Helena adquirieron sus asientos y nos llevaron con ellos. Para mí, estar sentado con una buena vista suponía una gran diferencia con respecto a meterme en una apretujada terraza sin reserva.
La joven Claudia Rufina era presentada formalmente al Circo Romano: ver grupos de gladiadores cortados en rodajas mientras el emperador dormitaba en su palco dorado y los mejores carteristas de la ciudad hacían su agosto entre la multitud le mostraría lo civilizada que era la ciudad a la que la había traído su matrimonio. Era una chica dulce, e hizo lo posible para que se la viera muy impresionada.
A escondidas, entramos cojines y pañuelos para la cabeza (algo antaño ilegal pero que estaba tolerado si se hacía con discreción), presenciamos el desfile y la carrera de carros, y luego, mientras los gladiadores inferiores eran abucheados, salimos a almorzar y regresamos para quedarnos hasta el anochecer. Después de almorzar, Helena se quedó en casa con Julia, pero volvió para presenciar las dos últimas horas del espectáculo. A media tarde, Eliano ya no soportaba más ser agradable y se marchó, pero su tímida prometida se quedó hasta el final con Justino y con nosotros. Antes de la última competición de lucha, nos marchamos para evitar los atascos de tráfico y a las alcahuetas que se plantaban ante las puertas.
A Eliano pareció preocuparle que a su prometida hispánica le gustase tanto el circo.
Debía de temer que le resultaría difícil desaparecer de casa para la tradicional debacle masculina de las festividades públicas si su noble dama siempre quería acompañarle. Si tienes un parasol en las manos es mucho más difícil emborracharte y contar chistes verdes. La conducta masculina más basta quedaría vetada. Claudia Rufina se lo pasó muy bien, y no sólo porque Justino y yo animamos a Eliano a que se marchase antes.
Ella quería participar en mi investigación. Yo no había ido al circo sólo a pasármelo bien, buscaba además algo sospechoso que pudiera relacionarse con los asesinatos del acueducto.
No ocurrió nada, por supuesto.
Los Juegos Romanos duraban quince días, y en cuatro de ellos se representaban obras de teatro. Eliano no recuperó el interés. Como nos había invitado a la ceremonia de inauguración (haciéndose el prometido generoso), no debía quedarle mucho dinero.
Tener que pedirle a su hermano o a mí que le sostuviera el vino mezclado con miel cada vez que quería una jarra de los vendedores ambulantes iba a cansarlo enseguida. Hacia el tercer día, ya se había acostumbrado a escapar con Helena cuando ésta iba a casa a dar de mamar a la niña. De vez en cuando, yo dejaba a Claudia con Justino y me marchaba a dar una vuelta por el circo en busca de alguna pista. Con un público diario y cambiante de un cuarto de millón de personas, las posibilidades de presenciar un secuestro eran mínimas.
Pero sucedió y yo me lo perdí. En algún momento, al principio de los juegos, una mujer fue atraída hacia un desgraciado destino. Luego, al cuarto día, se descubrió la mano de una nueva víctima en el Aqua Claudia y la noticia causó una gran sensación.
Cuando volví para reunirme con Claudia Rufina y Justino después de almorzar en casa con Helena, vi grandes grupos de gente corriendo en una misma dirección. Yo había llegado del Aventino por la Colina Pública. Esperaba encontrar multitudes, pero estaba claro que esa gente no se dirigía el Circo Máximo. No conseguí que nadie me contara adónde iban. Tanto podía tratarse de una buena pelea de perros, de la venta de un albacea con sorprendentes rebajas, o de una algarada pública. Fuera lo que fuese, corrí con ellos. Las peleas de perros no me interesaban, pero nunca me perdía la oportunidad de comprar un juego de ollas baratas o contemplar a la gente lanzando piedras contra la casa de un magistrado.
Desde la puerta que daba acceso al circo la gente se había abierto paso a empujones por el Foro del Mercado de ganado, había dejado atrás la Puerta Carmental y la curva del Capitolio hasta llegar al Foro, que estaba inusitadamente tranquilo debido a los juegos. Y sin embargo, incluso durante los festivales públicos, el Foro Romano nunca se quedaba del todo vacío. Turistas, aguafiestas, los que llegaban tarde y corrían a los juegos y los esclavos que no tenían entradas ni tiempo libre. Los que no advirtieron que se encontraban en medio de un incidente vieron que los pisaban y los golpeaban y empezaron a quejarse. De repente, estalló el pánico. Cayeron palanquines. Los abogados que estaban fuera de servicio, con sus afiladas narices, se escondieron en la Basílica Julia, que estaba desocupada y donde sus voces resonaban. Los prestamistas, que nunca abandonaban sus puestos callejeros, cerraron las arcas tan deprisa que algunos se pillaron los dedos con la tapa.
En esos momentos, algunos de los presentes se convirtieron en público y se sentaron en las escaleras de los monumentos. Otros coordinaron sus esfuerzos y elevaron cánticos denigrantes contra el inspector de acueductos. Nada demasiado abstruso, políticamente hablando. Sólo algunos insultos bien elaborados del tipo «¡Es un hijo de puta y un inútil!» o «¡Que se vaya!».
Me metí de un salto en el pórtico del templo de Cástor, uno de mis puntos de observación favoritos. Desde allí gozaba de una buena panorámica de la multitud que escuchaba los discursos ceremoniales bajo el Arco de Augusto. Allí, unos cuantos exaltados empezaron a agitar los brazos como si quisieran perder algún que otro kilo mientras declamaban contra el gobierno de una manera que podía llevarlos a la cárcel, donde serían apalizados por los sucios guardias (otro delito contra su libertad de expresarse a gritos). Algunos de ellos querían ser filósofos, todos con el pelo largo, descalzos y tapados con unas mantas peludas, lo cual en Roma bastaba para que te considerasen peligroso. Pero también vi que había algunas almas prevenidas que llevaban sus bolsas con el almuerzo y las calabazas del agua.
Mientras, unos grupos de mujeres pálidas y tristes, vestidas de luto, hacían ofrendas florales en el Estanque de Juturna, la fuente sagrada en la que se dice que Cástor y Pólux dieron de beber a sus caballos. Los inválidos que bebían atolondrados aquel licor de sabor desagradable que debía curarles se desplomaron hacia atrás nerviosos, mientras aquellas matronas de clase media depositaban sus ramos casi marchitos entre muchos lamentos y luego se tomaban de la mano y formaban un círculo de aspecto irregular.
Después se abrieron camino hacia la Casa de las Vestales. Casi todas las vírgenes debían encontrarse en sus asientos de honor en el circo, pero una de ellas tenía que estar de turno para cuidar la llama sagrada. Estaría acostumbrada a recibir delegaciones de mujeres adineradas que le llevaban elegantes regalos y vehementes plegarias pero no demasiado sentimiento.
En el lado opuesto del camino sagrado, cerca del viejo Rostrum y del templo de Jano, se encuentra el antiguo santuario de Venus Cloacina, la purificadora. Allí también había manifestantes enardecidos. Definitivamente, Venus necesitaba preparar sus hermosos muslos para la acción.
Allí supe que la nueva mano había aparecido el día anterior en el Acueducto de Claudio, uno de los más nuevos, que llevaba agua a unos colectores situados cerca del gran templo de Claudio, en el extremo opuesto del Palatino. Eso explicaba las escenas que había visto en el Foro. Los ciudadanos romanos por fin habían advertido que el agua que bebían contenía fragmentos sospechosos que podían envenenarlos. Los médicos y farmacéuticos eran acosados por pacientes con todo tipo de náuseas como si fueran cocodrilos enfermos del Nilo.
La multitud era más ruidosa que violenta, pero eso no impediría que las autoridades quisieran disolverla. Los vigiles sabrían cómo hacerlo con unos cuantos empujones y maldiciones, pero algún idiota llamó a las cohortes urbanas. Aquellos felices individuos ayudaban al prefecto urbano. La descripción de su trabajo era «mantener bajo control al elemento servil y contener la insolencia». Para conseguirlo, iban armados con una espada y un cuchillo y no les importaba dónde los clavaban.
Acuartelados por la Guardia Pretoriana, los urbanos también eran muy arrogantes.
Esperaban anhelantes cualquier tipo de manifestación pacífica para poder desbaratarla y convertirla en disturbio sangriento. Eso justificaba su existencia. Tan pronto como los vi avanzar en horribles falanges, salté del pórtico hacia Vía Nova y subí el Vicus Tuscus.