Read Tres manos en la fuente Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (10 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
6.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Estoy acostumbrado a ello. Marina siempre me dejaba a Marcia. —Marina era la novia de mi fallecido hermano, una mujer que sabía sangrar con sanguijuelas. Yo quería mucho a la pequeña Marcia, algo de lo que Marina se aprovechaba con destreza.

Después de la muerte de Festo, Marina explotó mi simpatía, mi sentimiento de culpabilidad y su desvergonzada afición al dinero.

—Tiene que haber unas normas —prosiguió Petro en tono sombrío. Estaba sentado en el porche delantero con sus grandes pies apoyados en la podrida barandilla, bloqueando el paso por las escaleras. A falta de acción, se comía una taza de ciruelas damascenas—. Debemos parecer profesionales.

Le recordé que la razón principal de que pareciéramos perros vagabundos en un mercado era que nos pasábamos el día tomando vino en las bodegas porque no habíamos conseguido encontrar clientes que pagasen.

—Julia no molesta. Lo único que hace es dormir.

—¡Y llorar! ¿Cómo puedes impresionar a los visitantes con un recién nacido llorando en una manta encima de una mesa? ¿Cómo puedes interrogar a un sospechoso mientras le limpias el culito? Por todos los dioses, Falco, ¿cómo puedes realizar una vigilancia discreta si llevas una cuna atada a la espalda?

—Ya me las apañaré.

—Cuando te encuentres en una refriega y los matones cojan a la niña como rehén, todo será otra historia.

Callé. Por ahí me había pescado, y aún no había terminado.

—¿Cómo puedes disfrutar de una jarra de vino y una tranquila charla en una tasca? —Cuando mi amigo empezaba una lista de quejas, solía ampliarla a una enciclopedia de seis volúmenes.

Para que callase, le sugerí que saliéramos a almorzar. Este aspecto de nuestra vida como autónomos lo animó, como siempre, y nos fuimos llevándonos a Julia. Poco antes de que la niña tuviera que comer, volveríamos a casa y se la daríamos a Helena, pero un almuerzo ligero, tomado por una vez con vino mezclado con agua, nos sentaría bien, le dije.

—¡Vete al Hades con esa promesa de vida abstemia! —replicó.

Cuando volvimos Helena aún no había regresado, por lo que nos aposentamos de nuevo en el porche como si no nos hubiéramos movido de allí desde su marcha. Para darle más fuerza al engaño, reanudamos la discusión que teníamos comenzada.

Podríamos charlar horas y horas. Era como ser otra vez legionarios y tener de nuevo dieciocho años. En nuestro destacamento en Bretaña, habíamos malgastado días debatiendo cuestiones inútiles, que eran nuestro único pasatiempo en las obligatorias horas de guardia que se intercalaban entre las borracheras de cerveza celta y las promesas de que ésa sería la noche en que perderíamos la virginidad con una de las prostitutas baratas del campamento. Pero nunca teníamos dinero para ello, toda nuestra mísera paga se iba en cerveza.

Pero nuestro simposio en el porche iba a ser interrumpido. Observamos con interés el tumulto que se formaba.

—Mira esa manada de idiotas.

—Parece que se han perdido.

—Se han perdido y son imbéciles.

—Entonces seguro que te buscan a ti.

—No, yo diría que te buscan a ti.

Había tres pesos muertos y un adormilado patán que parecía ser el líder. Vestían túnicas raídas que hasta mi frugal madre hubiera utilizado como trapos para el suelo.

Cinturones de cuerda, dobladillos deshilachados, costuras descosidas, mangas rotas.

Cuando los vimos por primera vez, rondaban por la plaza de la Fuente como un rebaño de ovejas perdidas. Daba la impresión de que habían venido a algo concreto pero lo habían olvidado. Alguien los había mandado, ya que ese grupo no tenía seso suficiente para tramar un plan por sí mismo. Era obvio que quien los mandaba les dio instrucciones abundantes, pero había perdido el tiempo.

Al cabo de un rato se congregaron en la lavandería de enfrente. Los vimos discutir si se aventuraban a entrar hasta que apareció Lenia. Debió pensar que querían robarle las mejores prendas que tenía tendidas a secar, por lo que salió para ayudarlos a elegir las mejores. Era evidente que las necesitaban, pues su aspecto era deplorable.

Mantuvieron una larga conversación, tras la cual, los tres monigotes se encaminaron hasta las escaleras de piedra que los llevarían, si insistían, a mi apartamento en lo alto del edificio. Supusimos que Lenia les había dicho también que si no nos encontraban, no se habrían perdido nada. Como era habitual en ella, no les indicó que estábamos sentados al otro lado de la calle.

Pasado un buen rato, los cuatro estupefactos personajes bajaron a la calle y se quedaron allí un momento. Entre ellos se entabló una confusa discusión. Luego, uno de ellos vio a Casio, el panadero, cuya tienda se había quemado en los desgraciados ritos matrimoniales de Lenia. El líder le pidió un panecillo y, probablemente, preguntó por nosotros de nuevo. Casio confesó y el subnormal volvió a reunirse con sus compañeros y les contó lo que sabía. Los tres se volvieron despacio y nos miraron.

Petro y yo no nos movimos. Él seguía sentado en el taburete con los pies en lo alto.

Yo me apoyaba en el marco de la puerta y me limpiaba las uñas.

De repente, dejaron de hablar entre ellos y los cuatro mentecatos empezaron a caminar hacia nosotros. Los esperamos pacientemente.

—¿Son ustedes Falco y Petronio?

—¿Quién lo quiere saber?

—Contesten.

—Quienes seamos es asunto nuestro.

Una conversación típica entre desconocidos, de esas que se daban con frecuencia en el Aventino. Para una de las partes, la despedida solía ser corta, ruda y dolorosa. Los cuatro, a quienes sus madres no les habían enseñado a mantener la boca cerrada del todo ni a no rascarse continuamente los genitales, se preguntaron qué hacer.

—Buscamos a dos bastardos llamados Petronio y Falco. —El líder pensó que si lo repetía una y otra vez, acabaríamos confesando. Tal vez nadie le contó que habíamos servido en el ejército. Todos sabíamos obedecer órdenes y también hacerles caso omiso.

—Qué juego tan divertido —dijo Petronio.

—Sí, yo podría jugar todo el día.

Hubo una pausa. Sobre los tejados de los oscuros edificios apareció el feroz sol del mediodía. Las sombras quedaron reducidas a la nada. Las plantas de los balcones se desplomaban con sus huecos tallos. La paz había descendido sobre las sucias calles ya que todo el mundo se había metido en las casas para prepararse a soportar las horas más duras de la canícula estival. Era el momento de dormir y de fornicar sin esfuerzo. Sólo las hormigas seguían trabajando. Los gorriones aún volaban en círculos sobre el Aventino y el Capitolio, con sus agudos gorjeos, recortados contra el soberbio azul del cielo romano. Hasta el incesante ruido de un ábaco, procedente de un piso de arriba en el que el dueño de algo contaba su dinero, parecía remitir un poco.

Hacía demasiado calor para buscarse problemas, y demasiado calor como para que se los buscasen a uno. Aun así, uno de los idiotas tuvo la brillante idea de abalanzarse sobre mí.

XIV

Le golpeé con fuerza en el estómago antes de que consiguiera tocarme. Al mismo tiempo, Petro se puso en pie con un rápido movimiento. Ninguno de los dos perdió el tiempo gritando «oh, querido, ¿qué pasa? Lo sabíamos, sabíamos que era eso lo que iba a ocurrirnos».

Cogí al primer hombre por el cabello porque no había bastante túnica para agarrarlo por la ropa. Aquellos tipos estaban pasmados y como drogados. Ninguno de ellos tuvo ánimos para resistir. Pasándole un brazo por la cintura, cogí al líder y lo utilicé como barrendero para echar a los otros de las escaleras. Petro pensaba que aún tenía diecisiete años y quiso demostrarlo encaramándose a la barandilla y saltando a la calle. Con un respingo de dolor, quedó en posición de impedir el paso a la manada de imbéciles a medida que bajaban. Los cercamos y les dimos unos cuantos empujones sin demasiado esfuerzo y después los amontonamos en una pila.

Petro me estrechó la mano formalmente al tiempo que ponía la bota sobre el que estaba encima de todo.

—Dos a dos. Bien hecho.

—Su oposición fue lamentable —dije, mirándolos.

Nos apartamos un poco para que pudieran levantarse por sí solos. En pocos segundos, la plaza se había llenado de espectadores; Lenia debía de habérselo contado a alguien en la lavandería, porque todos sus barrileros y lavanderas habían salido a mirar.

Alguien nos dedicaba gritos de aliento, la plaza de la Fuente tenía su lado sofisticado.

Capté indicios de ironía. Cualquiera podía pensar que Petronio y yo éramos un par de gladiadores octogenarios que habían olvidado por unos instantes su jubilación para saltar contra un grupo de ladronzuelos de manzanas de seis años de edad.

—Ahora, hablad —les ordenó Petronio, con la voz de oficial de los vigiles—.

¿Quiénes sois, quién os manda y qué queréis?

—Eso no importa —se atrevió a decir el cabecilla, por lo que lo cogimos y nos lo tiramos el uno al otro como si fuera un saco de patatas, hasta que comprendió nuestra importancia en aquellas calles.

—Para, que el melón se está aplastando…

—Si no deja de hacer teatro, lo exprimiré por completo.

—¿Vas a ser bueno?

Jadeaba tanto que no podía contestar, por lo que lo pusimos de nuevo en pie.

Petronio, que se lo estaba pasando de maravilla, señaló a las chicas de Lenia. Eran tan tiernas como las piedras, y juntas se convertían en un grupito chillón, malhablado y obsceno. Si te las encontrabas de frente, no cambiabas de acera, te metías por otra calle aunque lo único que quisieran fuese burlarse y sacarte dinero.

—Si nos das algún problema, te lanzaremos a esas bellezas. Seguro que no querrás que te lleven a su cuarto de planchar. El último hombre con el que se hicieron las arpías lavanderas estuvo desaparecido tres semanas. Lo encontramos colgado de un poste con los genitales al aire, y desde entonces todo el mundo se burla de él.

Las chicas hicieron gestos obscenos y se levantaron las faldas impúdicamente. Eran un público animado y agradecido.

Petro había proferido las amenazas, por lo que el interrogatorio era mío. Aquellos imbéciles se desmayarían si intentaba hacerlo con retórica sofisticada, y fui directamente al grano.

—Cuéntanos qué pasa.

—Tienen que dejar de meterse en el asunto de las fuentes obstruidas —dijo el líder con la
cabeza
colgando.

—¿Quién te ha dado ese dramático edicto?

—Eso no importa.

—A nosotros sí nos importa. ¿Comprendes?

—Sí.

—Podías haber empezado diciéndolo sin armar todo este escándalo.

—Usted saltó sobre uno de mis chicos.

—El gusano de tu secuaz me amenazó.

—¡Le ha hecho daño en el cuello!

—Pues tiene suerte de que no se lo haya roto. No volváis nunca más por esta parte del Aventino.

Miré a Petro. No tenían nada más que decirnos, y tal vez nos llegarían quejas legales si los golpeábamos demasiado, por lo que le dijimos al cabecilla que dejara de quejarse, que recompusiera a sus compañeros y que se marchasen.

Les dejamos que se adelantaran unos momentos, murmurando contra nosotros en voz baja, y cuando doblaron la esquina, les seguimos.

Tendríamos que haber descubierto por nosotros mismos adónde iban, pero seguirlos era un buen ejercicio práctico. Como no tenían ni idea de mantener la vigilancia, se trataba sólo de caminar tras ellos. Petronio incluso se detuvo a comprarse una empanada y luego me alcanzó. Seguimos el Aventino, bordeamos el circo y entramos en el Foro.

Según cómo, eso no fue ninguna sorpresa.

Tan pronto como llegaron a la oficina del inspector de acueductos, Petro tiró las sobras de su tentempié a una alcantarilla y corrimos hacia el edificio. Cuando entramos, los cuatro chalados habían desaparecido y me acerqué a un escriba.

—¿Dónde están los funcionarios que acaban de entrar? Nos dijeron que los siguiéramos. —Señaló una puerta con un gesto de cabeza, Petro la abrió y ambos la cruzamos.

Justo a tiempo. Los cuatro pasmarotes empezaban a quejarse a su superior. Éste había advertido que los habíamos seguido y estaba a punto de ponerse en pie y abalanzarse hacia la puerta, pero al ver que era demasiado tarde, fingió haber saltado para acercarse a saludarnos. Luego hizo retirar a aquellos lamentables agentes del orden.

Las presentaciones no fueron necesarias, conocíamos bien a aquel tipo: era Anácrites.

—Vaya, vaya —dijo.

—Vaya, vaya —replicamos.

—He aquí a nuestro hermano, que llevaba tanto tiempo desaparecido en el mar —dijo, dirigiéndose a Petro.

—¿No era el heredero desaparecido de tu padre?

—No, me aseguré de que lo expusieran en una colina digna de toda confianza. Seguro que ya se lo han comido los osos.

—Entonces, ¿éste quién es?

—Supongo que el impopular prestamista al que vamos a encerrar en el armario de las mantas antes de perder la llave…

Anácrites no conseguía disfrutar de nuestro sentido del humor. Sin embargo, no puede esperarse que un espía sea civilizado. Nos compadecimos de su herida en la cabeza y fingimos que no queríamos atacarlo, pero la película de sudor de su frente y la mirada preocupada de sus ojos medio cerrados nos indicaron que todavía pensaba que lo meteríamos en un cubo boca abajo hasta que dejara de hacer ruidos con la garganta.

Tomamos posesión de su oficina, apartamos algunos pergaminos y movimos los muebles. Decidimos no armar un gran alboroto. Éramos dos, uno de nosotros muy grande y ambos muy enfadados. Además, se suponía que Anácrites estaba enfermo.

—Bien, ¿y por qué nos amenazas por nuestra curiosidad inocente? —preguntó Petronio.

—Sois unos alarmistas.

—Lo que hemos descubierto es verdaderamente alarmante.

—No hay ningún motivo para intranquilizarse.

—Cada vez que oigo eso —intervine—, es en boca de un malvado burócrata que me miente.

—El inspector de acueductos se está tomando el asunto muy en serio.

—¿Por eso estás aquí, escondido en su oficina?

—Me han encomendado una misión especial.

—¿Limpiar las fuentes con una bonita esponja?

—Estoy asesorando al inspector, Falco —dijo con aire ofendido.

—No pierdas el tiempo. Cuando vinimos a denunciar que había cadáveres que obstruían el caudal, ese hijo de puta ni siquiera quiso recibirnos.

Anácrites recuperó la compostura y su aire de hombre modesto y amable que nos había robado el caso.

BOOK: Tres manos en la fuente
6.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Who Is Frances Rain? by Margaret Buffie
Racing Savannah by Miranda Kenneally
This Glittering World by T. Greenwood
Finally by Lynn Galli
Retribution by Dave O'Connor
28 - The Cuckoo Clock of Doom by R.L. Stine - (ebook by Undead)
This is Not a Novel by David Markson