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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (8 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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La velada pasó de una forma tan apacible que mientras volvíamos a casa en una silla de mano, haciendo caso omiso de los gruñidos de los porteadores que esperaban que yo fuese andando, Helena se sintió impulsada a decir:

—Espero que, ahora que ya tenemos una hija, habrás notado la transformación.

—¿Qué quieres decir?

—Ya nadie se interesa en nosotros. —Sus ojos se llenaron de complicidad—. Nadie nos ha preguntado cuándo nos mudaríamos a una casa mejor.

—Ni cuándo buscaría un trabajo decente.

—O si la boda formal se celebrará…

—Si hubiese sabido que lo único que se necesitaba era tener un hijo, hace tiempo que habría pedido prestado uno a alguien.

Helena miró a Julia. Fatigada tras largas horas de continuos halagos, dormía profundamente. Al cabo de una hora, cuando yo me dispusiera a acostarme, todo eso cambiaría. Los investigadores no solían estar casados, ésa era una de las razones. En cambio, una vigilancia nocturna en una calle lejos de casa, aunque en ella hubiese una curtiduría, una tienda ilegal de pescado adobado y estuviese plagada de prostitutas que apestasen a ajo y cuyos chulos llevaran navajas, empezaba a ofrecer atracciones inesperadas. Un hombre que sabe cuidar de sí mismo puede echar una cabezada reparadora en el pórtico de una tienda.

—Y lo de Eliano y Claudia, ¿qué te parece? —preguntó mi amada.

—A tus padres, pese a su blando carácter, les gusta emprender acciones rápidas.

—Espero que salga bien. —Su tono de voz sonaba neutral y eso significaba que estaba preocupada.

—Bueno, ella ha aceptado. Tu padre es un hombre justo, y tu madre no permitiría que Eliano quedara atrapado en un matrimonio que no le conviene. Sin embargo, necesitan muchísimo el dinero de Claudia. —Tras una pausa, le pregunté en voz baja—: Y tu madre, ¿qué dijo cuando te casaste con el cabrón de Pertinax?

—No dijo mucho.

La madre de Helena siempre me había detestado, lo cual demostraba que en sus opiniones no había nada erróneo. El primer matrimonio de Helena Justina lo sugirió su tío, el mismo al que yo tiré después a una alcantarilla, por sus propias acciones fraudulentas, y en esa época hasta a Julia Justina le habría resultado difícil oponerse a esa boda. Helena soportó a Pertinax todo lo que pudo y luego, sin consultas previas, solicitó el divorcio. La familia del marido intentó la reconciliación, pero en esos momentos me conoció a mí y ahí acabó todo.

—Antes de que lleguen sus abuelos, sería mejor que hablásemos con Claudia —dije.

Como habíamos traído a la chica hasta Roma, ambos nos sentíamos responsables.

—He charlado un poco con ella mientras te has ido con mi padre a su despacho. Y por cierto —prosiguió Helena con cariño—, ¿qué andabais tramando?

—Nada, querida. Simplemente aguanté que se quejara un rato más del censo.

En realidad, había puesto a prueba una idea con Camilo Vero. Su mención del censo me había sugerido una manera de ganar dinero. No quiero decir que estuviera ejerciendo mi autoridad al no contárselo a Helena, pero me divertía pensar cuánto tardaría en sonsacarnos los detalles de lo hablado, a él o a mí. Entre Helena y yo no había secretos, pero hay ciertos planes que son cosa de hombres. O eso es lo que nos gusta creer.

X

Glauco, mi preparador, era tan afilado como la zarpa de un gato. Era un liberto de Cilicia, bajo y de anchas espaldas, que regentaba una casa de baños dos calles detrás el templo de Cástor. Tenía un selecto gimnasio para personas que, como yo, tenían razones de vida o muerte para mantener el cuerpo en forma. Había también una librería y una pastelería para otros clientes, una discreta clase media que podía permitirse pagar sus cuotas y cuyos hábitos moderados nunca alteraban la relajada atmósfera que allí se respiraba. Glauco sólo admitía como socios a personas que le fueran presentadas personalmente.

Conocía a sus clientes mejor de lo que éstos se conocían a sí mismos, pero probablemente ninguno de nosotros fuésemos sus íntimos amigos. Después de pasarse veinte años escuchando los secretos que le revelaban los demás mientras él trabajaba en su tono muscular, sabía evitar la trampa de la amistad. Sin embargo, era capaz de sonsacar información comprometida con la misma facilidad que un tordo sacaba un caracol de su caparazón.

Yo le tenía bien tomadas las medidas. Cuando empezó el proceso de extracción, sonreí y le dije:

—Sigue preguntándome si este año tengo previsto hacer vacaciones.

—Estás gordo y tu bronceado es ridículo. Estás tan relajado que me sorprende que no te desplomes al suelo. Yo diría, Falco, que te has pasado un tiempo por ahí, tumbado al sol, en una granja.

—Sí, era espantosamente rural, pero todo lo que hice fue trabajar.

—Me han dicho que has sido padre.

—Así es.

—Supongo que finalmente te has visto obligado a replantearte tu actitud perezosa hacia el trabajo. Has dado un gran salto hacia adelante y ahora te has asociado con Petronio Longo.

—Tienes los oídos bien abiertos, ¿eh?

—Me mantengo al día. Y antes de que me lo preguntes —dijo Glauco con firmeza—, el agua de esta casa de baños procede del Aqua Marcia. Tiene fama de ser la más fría y pura. No quiero oír rumores acerca de que un par de intrigantes como vosotros dos os dedicáis a buscar cosas desagradables en el depósito.

—Sólo lo hacemos por afición. Incluso me extraña que lo sepas. Petro y yo nos hemos anunciado como especialistas en divorcios y herencias.

—No trates de engañarme, Falco. Yo soy la persona que sabe que tu pierna izquierda está débil debido a una fractura que sufriste hace tres años y que las viejas fracturas de las costillas todavía te duelen cuando sopla viento del noroeste. Te gusta pelear con una daga pero tu lucha es digna, tienes los pies en buen estado pero tu hombro derecho es vulnerable, puedes soltar un puñetazo pero apuntas demasiado bajo y no tienes ningún reparo en patear a tu contrincante en los huevos.

—Lo dices como si fuera un auténtico desastre. ¿Algún otro detalle personal?

—Comes demasiado en las
cauponas
de la calle y detestas a las pelirrojas.

—Ahórrame ese sutil teatro rural de Cilicia.

—Lo único que voy a decir es que sé lo que Petronio y tú os traéis entre manos.

—Petro y yo sólo somos unos excéntricos inofensivos. ¿Sospechas de nosotros?

—¿Los asnos no cagan? Sé muy bien lo que habéis anunciado —me dijo Glauco con amargura—. Todos los clientes de hoy estaban al corriente de ello: Falco y Asociado ofrecen una sustanciosa recompensa por cualquier información relacionada con partes corporales desmembradas que hayan sido encontradas en los acueductos.

La palabra «recompensa» obró en mí un efecto más rápido que un laxante. Con la pierna izquierda debilitada o no, salí de su discreto establecimiento tan pronto como me vestí. Pero cuando subí corriendo las escaleras del apartamento de la plaza de la Fuente, en un intento de que Petronio se retractara de su peligrosa oferta, ya era demasiado tarde. Alguien había llegado antes que yo, con otra mano de cadáver.

XI

—Escucha, idiota, si vas por ahí ofreciendo recompensas en nombre de mi empresa, será mejor que anuncies sólo tus servicios.

—Tranquilízate, Falco.

—Enséñame el color de tus denarios.

—¿Quieres callarte, por favor? Estoy atendiendo a una visita.

La visita era exactamente del tipo que yo esperaba que acudiera a por una recompensa: un desagradable individuo de los bajos fondos. Petronio no tenía ni idea.

Para tratarse de una persona que llevaba siete años arrestando delincuentes, era demasiado inocente. Si no lo frenaba, me arruinaría.

—Y entonces, ¿qué pasa? —preguntó el visitante—. ¿Qué ocurre con el dinero?

—Nada —respondió Petro.

—Todo —dije yo.

—Me han dicho que aquí daban recompensas —se quejó el hombre en tono acusador.

—Depende. —Yo me estaba poniendo nervioso, pero la experiencia me había enseñado a cumplir cualquier promesa que hubiera hecho venir a un hombre como aquél. Nadie sube seis pisos para ver a un investigador a menos que esté en una situación desesperada o crea que lo que sabe vale mucho dinero en efectivo.

Miré la presa de Petro. Su estatura era de unos treinta centímetros más baja que lo habitual, y se le veía mal alimentado y sucio. Su túnica estaba raída, era una mugrienta prenda marrón que le colgaba de los hombros gracias a unos cuantos jirones de lana.

Las cejas se le unían en medio de la frente. Una barba dura como cerdas de cepillo le cubría la prominente barbilla y los pómulos hasta llegar casi a las bolsas que tenía bajo los ojos. Sus ancestros tal vez fueron reyes de la Capadocia pero, sin lugar a dudas, aquel hombre era un esclavo público.

En sus pies, que se veían tan planos como palas de panadero, llevaba unos burdos zuecos. Tenían suelas gruesas pero que no lo protegían del agua. Sus calcetines de fieltro estaban negros y rezumaban. Unos charcos señalaban su recorrido por la habitación, y en el lugar donde se había detenido empezaba a formarse un pequeño lago.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Petronio en tono altivo, intentando hacer valer su autoridad. Me apoyé en la mesa y puse los pulgares en el cinturón. Estaba molesto. A aquel tipo no tenía por qué decírselo, pero Petronio ya lo captaría por mi actitud—. Repito, ¿cómo te llamas?

—¿Para qué necesita saberlo?

—¿Por qué quieres que sea un secreto? —Petro frunció el ceño.

—No tengo nada que ocultar.

—Eso es encomiable. Yo soy Petronio Longo y él es Falco.

—Yo soy Cordo —admitió a regañadientes el hombre.

—¿Y eres un esclavo público que trabaja para el Departamento de Acueductos?

—¿Cómo lo sabe?

—Dado lo que nos has traído, sería lo más lógico. —Vi que Petro hacía un esfuerzo por controlarse. Todos miramos la mano nueva y enseguida desviamos la vista—. ¿Para qué familia trabajas? —preguntó Petro para no tener que hablar de la mano.

—Trabajo para el Estado. —La Compañía de Aguas utilizaba dos grupos de esclavos públicos, uno derivado de la organización original establecida por Agripa y que, en esos momentos, controlaba el Estado por completo, y el otro creado por Claudio y que todavía pertenecía, en parte, al palacio del emperador. No había ninguna razón de peso para perpetuar esas dos familias. Ambas tenían que ser una sola fuerza de trabajo. Era el típico jaleo burocrático con las consiguientes posibilidades de corrupción. La ineficacia aumentaba ya que en esos días los principales programas de obras los realizaban contratistas privados en vez de la mano de obra esclava. No era, pues, extraño que el Aqua Appia siempre tuviera escapes.

—¿De qué trabajas, Cordo?

—Soy albañil. Venno es mi capataz. No sabe que he encontrado eso…

Sin ganas, todos volvimos a mirar la mano.

Era una oscura, hedionda y podrida pesadilla, reconocible sólo porque estábamos del humor adecuado para ver lo que era. Su estado era deprimente, y no estaba entera.

Como en la primera, faltaban dedos y sólo quedaba el pulgar, unido por unos jirones de piel seca, aunque la articulación principal también había desaparecido. Quizá las ratas se comieron los dedos, tal vez les ocurriera algo aún más horrible.

El despojo estaba en un plato, uno de mis mejores platos, descubrí molesto, situado encima de un taburete que se encontraba entre Petronio y su visitante, lo más lejos posible de ambos. En una habitación tan pequeña aún estaba demasiado cerca. Me senté más hacía la mesa, en dirección opuesta. Por la ventana entró una mosca, se acercó a olerla y se marchó alarmada. Mirar aquel objeto nos cambiaba el estado de ánimo a todos.

—¿Dónde la encontraste? —preguntó Petronio en voz baja.

—En el Aqua Marcia. —Qué mala suerte, Glauco, ¡vaya con los baños en aguas cristalinas!—. Subí a una de las compuertas más altas con un encargado para ver si teníamos que rascar las paredes.

—¿Rascarlas?

—Un trabajo delicado. Quedan cubiertas de barro, legado. De un grosor como el de su pierna. Lo tenemos que quitar continuamente porque, si no, toda la presa se obstruiría.

—En esos momentos, ¿había agua en el acueducto?

—Claro. Cerrar del todo el Marcia es casi imposible. Tantas cosas dependen de él, y si mandamos agua de calidad inferior porque utilizamos otra ramificación, los peces gordos empiezan a quejarse.

—¿Y cómo encontraste la mano?

—Llegó flotando y dijo «hola».

Petronio dejó de hacer preguntas. Parecía que, por una vez, deseaba que lo interrumpiera, pero a mí no se me ocurría cómo intervenir. Igual que él, me sentía un poco mareado.

—Cuando me tocó la rodilla, di un salto de un kilómetro, se lo aseguro. ¿Sabe de quién es? —preguntó el esclavo con curiosidad. Creía que teníamos respuestas a preguntas imposibles.

—Todavía no.

—Espero que lo averigüen. —El esclavo intentaba consolarse a sí mismo. Quería creer que de todo aquello saldría algo útil.

—Lo intentaremos. —Petro estaba deprimido. Ambos sabíamos que no lo lograríamos.

—Y entonces, ¿qué pasa con el dinero? —Cordo se veía molesto. Era obvio que, si le pagábamos algo, su reserva desaparecería—. Si quiere que le sea sincero, no he venido por la recompensa, ¿sabe? —Petronio y yo lo miramos con franco interés—. Supe que habían estado por ahí, haciendo preguntas, y pensé que debía traérsela… Lo que no me gustaría es que mis jefes se enterasen.

Petronio estudió al esclavo con una expresión afable y dijo:

—Supongo que si aparece algo de estas características, lo que hay que hacer es guardar el secreto para no perder la confianza de la gente, ¿verdad?

—¡Exacto! —convino Cordo, emocionado.

—¿Cuántos otros trozos de cadáveres has encontrado hasta ahora? —le pregunté.

Ver que una segunda persona se tomaba interés en el asunto lo animó. Debió de pensar que, en el fondo, nos gustaba lo que nos había traído y que tal vez pagaríamos más.

—Bueno, yo no, legado, pero se sorprendería si le contara. En el agua aparecen cosas de todo tipo, y he oído cada historia…

—¿Algún cuerpo sin manos?

—Brazos y piernas, legado. —Pensé que eran rumores e intuí que Petro opinaba lo mismo.

—¿Has visto alguno?

—Yo no, pero un compañero mío sí. —En Roma todo el mundo tiene un compañero con una vida mucho más interesante que la propia. Lo curioso del caso es que nunca se llega a conocer a ese compañero.

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