—Así funcionan las cosas en la empresa pública, amigo mío. Cuando deciden realizar una investigación nunca acuden al hombre que primero les alertó del problema. Desconfían de él porque tiende a creer que es un experto y defiende teorías excéntricas. Y entonces, contratan a un profesional.
—¿Te refieres a un novato incompetente sin verdadero interés?
Sonrió con presunción y aire de triunfo.
Petronio y yo intercambiamos una gélida mirada, nos pusimos en pie de un salto y nos marchamos de allí. Habíamos perdido la investigación a manos del jefe del Servicio Secreto. Pese a tener la baja por enfermedad, Anácrites tenía más influencia que nosotros dos juntos. Bien, allí acababa nuestro interés por ayudar al Estado. En vez de eso, nos dedicaríamos a atender clientes particulares. Además, yo recordé algo terrible: había salido sin Julia. Por todos los dioses, había dejado a mi hija de tres meses completamente sola en una zona peligrosa del Aventino, en una casa vacía.
—Bueno, pero el no llevar a la niña nos hace parecer más profesionales —dijo Petro.
—No le pasará nada… Espero. Lo que me preocupa es que Helena ya habrá vuelto y sabrá lo que hemos hecho.
Hacía demasiado calor para correr. Sin embargo, volvimos a casa al paso más rápido que pudimos.
Cuando subimos las escaleras, enseguida nos quedó claro que Julia estaba a salvo y que tenía abundante compañía. Dentro se oían voces de mujeres que hablaban a ritmo pausado. Intercambiamos una mirada que sólo podía calificarse de pensativa, y luego entramos mirando si, en nuestra opinión, había sucedido algo inoportuno. Una de las mujeres era Helena Justina y daba de mamar a la niña. No dijo nada, pero sus ojos se encontraron con los míos en un grado de calor abrasador que habría fundido las alas de Ícaro cuando éste voló demasiado cerca del sol. La otra era una propuesta aún más fiera: Arria Silvia, la mujer de la que Petro se había separado.
—No hace falta que mires tanto, no he traído a las niñas. —Se apresuró a decir Silvia, que no quería perder el tiempo. Era una chispa diminuta y pulcra como una muñeca. Petronio se reía de ella como si sólo tuviera un carácter enérgico, pero a mí me parecía del todo irrazonable. Entrelazó las manos con fuerza y gritó—: ¡En una zona como ésta no sabes con qué tipos pueden encontrarse! —A Silvia no le importaba ser brusca.
—También son mis hijas. —Petronio era el
paterfamilias.
Como había reconocido a las tres niñas al nacer, legalmente le pertenecían. Si quería dificultar las cosas, podía pedir que vivieran con él. Sin embargo, éramos plebeyos. No tenía manera de cuidarlas y Silvia lo sabía.
—¿Y por eso las has abandonado?
—Me he marchado porque tú me lo ordenaste.
La tranquilidad absoluta de Petro estaba enfureciendo a Silvia. Sabía sacarla por completo de sus casillas.
—¿Y eso te sorprende, hijo de puta?
La ira de Silvia lo volvía más terco. Cruzó los brazos y dijo:
—Bueno, ya lo arreglaremos.
—¡Siempre la misma respuesta para todo!
Helena y yo nos habíamos mantenido neutrales. Yo hubiera seguido de ese modo pero hubo un cese temporal de las hostilidades y Helena dijo:
—Lamento mucho veros a ambos de ese modo.
Silvia ladeó la cabeza y siguió con su actitud de yegua salvaje y Petro tuvo que darle algo más que un puñado de zanahorias para tranquilizarla.
—Tú no te metas, Helena.
Helena recuperó su expresión razonable, lo que significaba que le apetecía tirarle a Silvia una jarra de fruta por la cabeza.
—Lo único que quiero es dejar constancia de un hecho: Marco y yo siempre hemos envidiado vuestra maravillosa vida familiar.
Arria Silvia se puso en pie. Tenía una sonrisa perversa que, en algún momento, a Petronio debió de parecerle cautivadora, pero en esos instantes la utilizaba como arma letal.
—Bueno, ahora ya ves qué mentira ha sido. —Su ira se apagó de una manera que me resultó preocupante. Se marchaba. Petronio le salió al paso—. Lo siento.
—Me gustaría ver a mis hijas.
—A tus hijas les gustaría ver que su padre no recoge todos los capullos que caen a sus pies.
Petronio no se molestó en replicar. Se hizo a un lado y la dejó pasar.
Petro se quedó el tiempo suficiente para asegurarse de que no se encontraría con Arria Silvia cuando saliera a la calle y luego él también se marchó, sin nada más que decir.
Helena había terminado de dar palmadas a Julia para que eructase. En la mesa había un juguete nuevo que Silvia debía de haberle comprado. Ambos fingimos no verlo, pero sabíamos que, en aquellos instantes, su presencia allí nos resultaba incómoda. Helena dejó a la niña en la cuna, un privilegio que a veces me estaba permitido, aunque en aquel momento no.
—No volverá a ocurrir —prometí, sin necesidad de especificar qué.
—Por supuesto que no.
—No me estoy excusando.
—Si te marchaste, fue sin duda alguna porque tenías que hacer algo importantísimo.
—No hay nada más importante que la seguridad de la niña.
—Eso es lo que yo pienso.
Nos encontrábamos cada uno a un lado de la habitación. Hablábamos en voz baja para que la niña no se despertara. El tono era extrañamente ligero, cauteloso, sin que las advertencias de Helena se endurecieran, como tampoco mis excusas. La encendida discusión de nuestros dos viejos amigos nos había afectado demasiado para querer pelear también nosotros.
—Tendremos que buscar una niñera —dijo Helena.
Aquella decisión razonable conllevaba consecuencias de importancia. O yo tendría que ceder y pedir prestada una mujer a los Camilo (que ya me la habían ofrecido y yo había rechazado con orgullo), o tendría que comprar una esclava. Esa era una innovación para la que yo no estaba preparado porque no tenía dinero para comprarla, alimentarla o vestirla, ni intenciones de expandir mi entorno doméstico mientras viviéramos en condiciones tan inestables y sin esperanzas de que esas condiciones mejorasen a corto plazo.
—Claro —dije.
Helena no respondió. El suave tejido de su vestido granate se adhería ligeramente a la cuna que había a sus pies. Yo todavía no había visto a la niña, aunque sabía a qué olería y qué cara pondría, y cómo bizquearía cuando me acercase. Del mismo modo, oía la respiración alterada de Helena, captaba su preocupación porque había dejado a la niña sola, y veía la tensión de la comisura de sus labios mientras luchaba contra los sentimientos contradictorios que tenía hacia mí. Tal vez podría ganarme de nuevo su amor si le dedicaba una amplia sonrisa, pero me importaba demasiado para intentarlo.
Era probable que en algún momento Petro hubiese sentido hacia su familia lo que yo entonces sentía hacia la mía. En lo fundamental, ni él ni Silvia habían cambiado y, sin embargo, era como si a él hubiese dejado de importarle que sus indiscreciones fueran evidentes y ella hubiera dejado de creer que Petronio era perfecto. Habían perdido la tolerancia doméstica que hace posible convivir con otra persona.
Helena debía preguntarse si algún día nos ocurriría lo mismo. Sin embargo, tal vez leyó la tristeza de mis ojos, porque cuando le tendí ambas manos, vino a mí. La tomé entre los brazos y permanecimos inmóviles. Su cuerpo era cálido y sus cabellos olían a romero. Como siempre, nuestros cuerpos se amoldaron uno al otro perfectamente.
—Oh, querida, lo siento mucho. Soy un desastre. ¿Por qué me elegiste?
—Un error de juicio. Y tú, ¿por qué me elegiste a mí?
—Porque pensaba que eras hermosa.
—Un engaño de la luz.
Retrocedí un poco y estudié su rostro. Estaba pálida, cansada y, sin embargo, tranquila y cabal. Ella sabía cómo tratarme. Sin soltarla, le di un suave beso en la mejilla, un saludo después de la separación. Yo creía en el ritual cotidiano.
Le pregunté por los huérfanos de su escuela, y me explicó lo que había hecho ese día, hablando formalmente pero sin que su tono de voz fuera recriminante. Luego me preguntó qué cosa tan importante había ocurrido para que me marchara y le conté lo que había sucedido con Anácrites.
—Así que nos ha robado el caso ante nuestras mismísimas narices. De todas formas, tampoco tiene solución, por lo que creo que deberíamos alegrarnos de que sea él quien se haga cargo de él.
—No irás a dejar esa investigación, ¿verdad, Marco?
—¿Crees que debería seguir adelante?
—Estabas esperando a que yo lo dijera —sonrió. Al cabo de un momento, añadió—: —¿Y Petro? ¿Qué quiere hacer?
—No se lo he preguntado. —Yo también hice una pausa y luego dije en tono burlón—: Siempre que algo me preocupa te lo cuento, ya sabes que eso no cambiará nunca.
—Vosotros dos sois compañeros.
—Sí, de trabajo. Pero tú eres mi compañera en la vida. —Yo había notado que aunque tanto Petro como yo estábamos trabajando en sociedad, yo quería seguir compartiendo temas de discusión con Helena—. Es parte del trato, amor mío. Cuando un hombre se casa, toma una esposa en la que poder depositar su confianza. Por más íntimo que sea un amigo, siempre queda un último reducto de reserva. Sobre todo, si ese amigo se comporta de manera insensata.
—Pero tú apoyarás incondicionalmente a Petro, ¿no?
—Claro que sí. Y luego volveré a casa y te diré lo estúpido que es.
Pareció que Helena iba besarme de una forma un tanto esquiva pero, para mi preocupación, se interrumpió. En la puerta principal sonaban unos golpes que parecían producidos por las patadas de unos pies pequeños calzados con unas botas grandes.
Cuando salí a protestar me encontré, tal como esperaba, con la figura de mi malhumorado y antisocial sobrino Gayo. Conocía su gamberrismo desde hacía tiempo.
Tenía trece, casi catorce años y era uno de los hijos de Gala. Llevaba la cabeza rapada, el brazo lleno de esfinges tatuadas que él mismo se había hecho, le faltaban la mitad de los dientes, vestía una túnica sujeta con un cinturón de diez centímetros de ancho, una pesada hebilla y unos tachones de aspecto asesino. Del cinto colgaban vainas, bolsitas, calabazas y amuletos. Era un chaval pequeño que tenía que vivir como un adulto y lo conseguía. Era un vagabundo. Arrastrado a la calle por una vida familiar insoportable, y por su propio espíritu carroñero, vivía en un mundo propio. Si conseguíamos que se hiciera adulto sin que le ocurriera ningún desastre terrible, seríamos muy afortunados.
—Deja de dar patadas a la puerta, Gayo.
—No he sido yo.
—No estoy sordo, y esas marcas de los zapatos son de tu pie.
—Hola, tío Marco.
—Hola, Gayo —dije con paciencia. Helena salió detrás de mí. Intuyó que Gayo necesitaba conversación, simpatía y mimos, en vez de la cinta alrededor de la oreja que el resto de mi familia consideraba tradicional.
—Te he traído algo.
—¿Me gustará? Espero que sí.
—Por supuesto, es un regalo demoledor. —Gayo poseía un elaborado sentido del humor—. Bueno, es otra cosa asquerosa de ésas que utilizas en tu investigación. Un amigo mío lo ha encontrado en una alcantarilla de la calle.
—¿Jugáis a menudo en las alcantarillas? —preguntó Helena preocupada.
—Oh, no —mintió al advertir su tono de reprobación.
Hurgó en unas de sus bolsas y sacó el regalo. Era pequeño, del tamaño de una moneda. Me lo enseñó y luego volvió a esconderlo de nuevo.
—¿Cuánto pagarías? —Tendría que haber imaginado que aquel pilluelo estaba al corriente de la recompensa que Petro había anunciado. Probablemente, aquel agudo y pequeño truhán había tenido más estómago que otros bribones de Roma a la hora de explorar rincones desagradables en busca de tesoros por los que yo pagaría.
—¿Quién te ha dicho que quería más hallazgos de ese tipo, Gayo?
—Todo el mundo sabe lo que Petro y tú estáis coleccionando. Papá ha vuelto a casa —dijo, por lo que supe quién estaba divulgando nuestro caso a los cuatro vientos.
—Qué bien… —No quería decirle a un chico de trece años que su padre me parecía un pervertido que no merecía ninguna confianza. Gayo era lo bastante listo para descubrirlo por sí mismo.
—Mi padre dice que en el río siempre pesca cadáveres y…
—Lolio siempre tiene que aprovecharse de las historias de los demás. ¿Te ha contado algún disparate sobre cuerpos desmembrados?
—¡Lo sabe todo! ¿Aún tienes esa mano? ¿Me la enseñas?
—No y no.
—¡Pero si es el caso más excitante que has tenido nunca, tío Marco! —me regañó Gayo muy serio—. Si tienes que bajar a las alcantarillas en busca de más trozos, yo tal vez podría sostenerte la linterna.
—No voy a bajar a ninguna alcantarilla, Gayo. Los trozos se han encontrado en los acueductos, tendrías que saber la diferencia entre lo uno y lo otro. Y de todas formas, hay otra persona que se ha hecho cargo del asunto, un agente que investiga por cuenta del inspector de acueductos, y Petronio y yo volveremos a nuestro trabajo ordinario.
—¿Y la Compañía de Aguas no nos pagará si le llevamos huesos y cosas por el estilo?
—No, nos arrestarían por provocar disturbios. El inspector no quiere que esto se sepa en absoluto. Además, lo que tú has encontrado tal vez no sea nada.
—¡Claro que sí! —replicó Gayo enfadado—. ¡Es un dedo gordo del pie!
Helena se estremeció a mis espaldas. Decidido a impresionarla, el truhán sacó de nuevo aquel botón oscuro y volvió a preguntar cuánto pagaría por ello.
—Vamos, Gayo —dije—. Deja de molestarme viniendo a engañarme con un hueso viejo de perro.
Gayo examinó el objeto y luego, con pesar, reconoció que había querido engañarme.
—Pero, de todas formas, si tienes que bajar a las alcantarillas, yo puedo sostenerte la lámpara.
—Ya te he dicho que eran los acueductos, pero lo que sí podrías hacer es quedarte con la niña para que luego no digan que la abandono.
Gayo ni siquiera conocía a Julia. Mi sobrino se había escaqueado de la fiesta en que la presentamos. No soportaba las reuniones familiares, era un chico muy suyo. Para mí sorpresa, pidió que le dejáramos ver a la niña. Helena lo llevó a la habitación e incluso la sacó de la cuna para mostrársela. Después de una mirada de asombro, aceptó tomar aquel bulto dormido (por alguna razón, Gayo siempre había sido muy cortés con Helena) y entonces vimos al famoso matón caer rendido ante la gracia de nuestra pequeña hasta que empezó a elogiar sus diminutos dedos. Intentamos no demostrar que su sentimentalismo no nos gustaba.