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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (9 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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—La mano, ¿es tu primer gran descubrimiento? —pregunté, para alimentar su orgullo.

—Sí, señor.

Miré abiertamente a Petronio. Éste cruzó los brazos. Yo hice lo mismo. Fingimos mantener una conversación en silencio. En realidad, estábamos los dos muy desalentados.

—Cordo —pregunté—, ¿sabes si las aguas del Aqua Appia y del Aqua Marcia nacen en el mismo sitio?

—No lo sé, legado. No me pregunte nada sobre acueductos. Sólo soy un albañil de las obras, no sé nada de aspectos técnicos.

—¡Qué pena! —sonreí—. Esperaba que nos ahorrases tener que hablar con alguno de los peces gordos de la supervisión hidráulica.

Se le veía cabizbajo.

Probablemente era un villano, pero nos había convencido de que sus intenciones eran buenas. Nosotros sabíamos lo dura que era la vida para los esclavos públicos, por lo que ambos nos hurgamos los bolsillos. Entre los dos reunimos tres cuartos de denario en moneda pequeña. Cordo parecía encantado. Media hora en nuestro cubil de la plaza de la Fuente le habían convencido de que lo máximo que podía esperar de dos idiotas como nosotros era una patada en el culo y un empujón escaleras abajo. Unas cuantas monedas de cobre eran mejor que eso, y vio que nos dejaba sin blanca.

Cuando se marchó, Petronio se puso las botas de salir a la calle y se marchó a quitar nuestro cartel en el que ofrecíamos una recompensa. Yo saqué el taburete con la mano encima al balcón pero una paloma se acercó a mordisquearla, por lo que volví a meterla dentro y utilicé el cubo de la basura de Petronio, puesto boca abajo, para taparla. Seguro que se acordaría de todos mis muertos pero, para aquel entonces, yo estaría al otro lado de la calle, recluido a puerta cerrada con Helena. Lo mejor de tener un socio era que podía dejar que se pasase toda la noche siguiendo una pista nueva. Como ejecutivo, podía olvidarme de todo hasta el día siguiente, en el que entraría en la oficina, renovado y lleno de nuevas ideas inviables, y preguntaría con tono preocupado qué soluciones nuevas había encontrado mi empleado.

Algunos hemos nacido para directores.

XII

El inspector de acueductos era un liberto imperial. Se trataba, con toda probabilidad, de un griego culto y refinado. Con toda probabilidad hacía su trabajo con entrega y eficacia. Digo «con toda probabilidad» porque Petro y yo no llegamos a verlo. Aquel distinguido oficial estaba demasiado ocupado siendo culto y refinado y no tenía tiempo para concedernos una entrevista.

Petronio y yo perdimos una mañana en su oficina del Foro. Vimos una larga procesión de capataces de las bandas de esclavos públicos que entraban a recibir las órdenes del día y luego salían de nuevo sin dirigirnos la palabra. Hablamos con varios miembros de un secretariado siempre cambiante, los cuales nos trataron con diplomacia y hasta con cortesía, algunos de ellos. Estaba claro que el señor de las aguas no recibía a la gente, sobre todo si ésta quería preguntarle cómo evitar que hubiera trozos de cadáveres en las canalizaciones. El hecho de ser investigadores no nos ayudó.

Probablemente.

Se nos permitió presentar un escrito en el que expresábamos nuestra preocupación, aunque un sincero escriba que le echó una ojeada nos dijo que el encargado no querría saber nada. Aquello, al menos, ya no era probable. Era definitivo.

La única manera de evitar todo aquello sería aprovecharnos del rango del inspector.

Esas tácticas mezquinas no me gustaban; bueno, yo rara vez conocía a nadie lo bastante importante como para poder aprovecharme de él. Eso quedaba descartado.

Sin embargo, seguí sopesando posibilidades. Petro empezó a enfadarse y a decir que todo aquello olía muy mal. En realidad, quería salir a tomar algo. Sin embargo, a mí siempre me ha gustado considerar la perspectiva histórica: la Compañía de Aguas era una empresa vital para el Estado, lo había sido durante siglos. Su burocracia era un elaborado micelio cuyos tentáculos negros subían hasta lo más alto. Como siempre que había podido meter la nariz en algún sitio lo había hecho, el emperador Augusto aprobó unos procedimientos adicionales, que obligaban a una supervisión más estricta pero también le servían para estar mejor informado.

Yo sabía que, para los acueductos, había una comisión formada por tres senadores de rango consular. Mientras desempeñaban su función, cada uno de ellos estaba autorizado a ser precedido de dos lictores. Cada uno iba también acompañado por un impresionante séquito de tres esclavos que le llevaban el pañuelo, un secretario, y un arquitecto más unos cuantos oficiales de rango más vago. Las dietas y los sueldos de todo ese personal salían de los fondos públicos, y los comisarios tenían acceso al papel y a otros suministros útiles, parte de los cuales se llevaban a casa para su uso privado, a la manera tradicional.

Esos ricos y viejos excéntricos tenían un rango más elevado que el inspector de acueductos. Tentar a uno de ellos para que se interesase en nuestra historia podía actuar como un muelle bajo las posaderas del inspector. Por desgracia para nosotros, los tres comisarios consulares desempeñaban a la vez otros cargos públicos importantes en los gobiernos de las provincias extranjeras. Esa práctica era factible porque la comisión sólo se reunía oficialmente para inspeccionar los acueductos tres meses al año, y agosto no era uno de ellos.

Estábamos atascados. Tampoco era raro. Acepté que Petronio tenía razón desde el principio. Consolamos nuestros sentimientos heridos a la manera tradicional: almorzando en un bar.

Después, y haciendo algunas eses, Petronio Longo me llevó al mejor lugar que conocía para dormir la cogorza, su antiguo cuartelillo. Ese día no había ni rastro de Fúsculo.

—Ha salido a visitar a su tía, jefe —dijo Sergio.

Sergio era el oficial de castigo de la Cuarta Cohorte, un hombre de constitución perfecta, siempre en forma debido a la acción, y muy atractivo. Estaba sentado en el banco de fuera y blandía ligeramente el látigo para matar hormigas. Sus objetivos eran asesinos. Sus músculos se marcaban agresivamente bajo la túnica marrón. Llevaba un ancho cinturón que realzaba su estómago plano y su bien formado tórax. Sergio se cuidaba. También sabía ocuparse de los problemas. En el barrio, nadie que creara problemas y después se las tuviera con Sergio reincidía. Al menos, su piel bronceada, su nariz recta como una daga y sus destellantes dientes componían un recuerdo estético para el malhechor, mientras éstos se desmayaban bajo las caricias de su látigo. Ser pegado por Sergio era participar en una forma de arte refinado de la clase alta.

—¿Qué tía? —preguntó Petro.

—Esa a la que va a ver cuando necesita tomarse un día libre. —Todos los vigiles eran expertos padeciendo terribles dolores de muelas o buscándose parientes muertos a cuyo funeral asistir. Su trabajo era duro, estaba mal pagado y era peligroso. Inventarse excusas para librarse de él era un alivio necesario.

—Lamentará no haber estado. —Desenvolví la mano con un gesto teatral y la arrojé al banco, junto a Sergio—. Le hemos traído otro trozo de budín negro.

—¡Ug! Una rebanada un poco gruesa, ¿no les parece? —dijo Sergio sin moverse de su sitio. Mi teoría era que carecía de emociones. Sin embargo, comprendió lo que nos alteraba a los demás—. Después del último regalo que le trajeron, Fúsculo juró solemnemente no volver a comer carne, desde entonces sólo come col con crema de estragón. ¿En qué
caupona
les han servido esto? —De algún modo Sergio adivinó que acabábamos de almorzar—. Tendrían que denunciar ese sitio a los ediles por ser un peligro para la salud pública.

—Un esclavo público sacó la mano del Aqua Marcia.

—Probablemente sea una maniobra de los productores de vino —rió Sergio—. Para convencer a la gente de que deje de beber agua.

—A nosotros ya nos han convencido —dije canturreando.

—Eso es evidente, Falco.

—¿Dónde está la otra mano? —preguntó Petro—. Queremos saber si tenemos el par.

Sergio ordenó a un empleado que fuera a buscarla al museo donde, al parecer, causó gran sensación. Cuando llegó, él mismo la puso en el banco, al lado de la nueva, como si acabase de juntar un par de guantes contra el frío. Tuvo que sujetar el pulgar de la segunda para ponerlo en la posición correcta.

—Dos derechas —dijo.

—Es difícil de saber —Petronio retrocedió un paso. Advertía que la nueva estaba muy descompuesta. A fin de cuentas, había pasado una noche con ella en el mismo apartamento, y esa experiencia empezaba a alterarlo.

—Faltan muchos trozos, pero ésta es la posición del pulgar, y las dos están con la palma hacia arriba. Son dos derechas, se lo aseguro —insistió Sergio, aunque no quiso provocar una discusión. Casi nunca lo necesitaba. La gente veía el látigo y le daba la razón.

—Entonces hay dos cuerpos distintos —aceptó Petronio en tono siniestro.

—¿El mismo asesino?

—Puede ser una coincidencia.

—Las pulgas se dormirían antes que morderlas —se burló Sergio. Decidió llamar a gritos a Scythax para que éste diera una opinión profesional.

Scythax, el médico de la tropa, era un austero liberto oriental, y llevaba el cabello en ángulo perfecto con las cejas, como si se lo hubiese cortado aplicándose una ventosa en la cabeza. Su hermano fue asesinado el año anterior, lo que le había vuelto aún más taciturno. Cuando habló, su tono era suspicaz y deprimente, aunque eso no excluía los chistes médicos.

—Lo siento, pero no puedo hacer nada por este paciente.

—¡Pruébalo, Hipócrates! Tal vez sea muy rico. Siempre intentan rehacerse de cualquier percance físico, y pagan muy bien una mínima posibilidad de vida extra.

—Eres un payaso, Falco.

—Bueno, no esperamos que vuelvas a coserlas en su sitio.

—¿Quién las ha perdido?

—No lo sabemos.

—¿Qué te parecen? —le preguntó Petro.

Sergio expuso la teoría de que esas dos manos pertenecían a personas distintas.

Scythax estuvo callado tanto tiempo que empezamos a dudar de ello, pero al final lo confirmó. Era un auténtico médico, lo único que quería era preocupar a la gente con su aire superior y científico.

—¿Son cuerpos de hombre? —preguntó Petro en voz baja.

—Tal vez sí o tal vez no. —El médico fue tan claro como una carretera que cruza una marisma en medio de la bruma—. Tal vez no. Son demasiado pequeñas. Probablemente sean de mujeres, niños o esclavos.

—¿Y tienes idea de cómo fueron separadas de sus respectivos brazos? —quise saber—. ¿Es posible que los perros o las zorras las hayan sacado de sus tumbas? —Antes de que enterrar cuerpos fuese declarado ilegal dentro de los límites de la ciudad, había un cementerio en la colina de Esquilino. La zona todavía apestaba. Lo habían convertido en un parque pero no me gustaría tener que plantar flores allí.

Scythax miró las manos de nuevo, sin ganas de tocarlas. Sin ningún reparo, Sergio cogió una de ellas y la sostuvo ante los ojos del doctor para que éste pudiera examinar la muñeca. Scythax retrocedió de un salto. Frunció los labios en una mueca de asco y dijo:

—No veo marcas de dientes de animales, es como si hubiesen cortado las muñecas con una sierra.

—¡Entonces es un asesinato! —gritó Sergio alborozado. Se puso la mano ante la cara y la miró fijamente, como si inspeccionara una pequeña tortuga.

—¿Qué tipo de sierra? —preguntó Petro al médico.

—No tengo ni idea.

—¿Fue un trabajo limpio?

—La mano está demasiado descompuesta para saberlo.

—Mira también la otra —intervine. Sergio dejó caer la primera y ofreció el segundo resto a Scythax, que se puso aún más pálido al ver que el pulgar no se sostenía.

—Es imposible saber lo que ha ocurrido.

—La cantidad de muñeca que queda en ambas es casi la misma.

—Cierto, Falco. Tienen un poco de hueso del brazo. No es una separación normal, por la articulación, como podría ocurrir en caso de mera descomposición.

Sergio dejó la segunda mano en el banco y puso el pulgar en la posición que consideraba la natural.

—Gracias, Scythax —dijo Petro con seriedad.

—No tienes por qué darlas —murmuró el doctor—. Si aparecen más trozos de esas personas, consultad a otro médico, por favor. —Miró furibundo a Sergio—. Y tú, lávate las manos. —Eso no tenía mucho sentido si toda el agua procedía de acueductos contaminados.

—Tómate un sobre de polvos para el dolor de cabeza y túmbate un rato— recomendó chistoso Sergio mientras el médico se marchaba a toda prisa. Scythax era famoso por su renuencia a prescribir ese remedio a la gente que lo necesitaba. A los vigiles enfermos solía decirles que volvieran al trabajo e hicieran mucho ejercicio. Con los vivos era un hombre muy duro. Al parecer, con nuestros siniestros trozos de muertos habíamos tocado su fibra sensible.

Y la nuestra también, claro.

XIII

Al día siguiente quedó claro que los esclavos públicos de la Compañía de Aguas habían estado hablando entre ellos. Habían creado una competición para ver quién encontraba la «prueba» más repulsiva y convencernos de que les permitiéramos entregarla. Venían corriendo a la plaza de la Fuente, con aire manso e inocente, llevando paquetes a escondidas. Eran unos cabrones. Lo que nos ofrecían no servía para nada y olía muy mal. En ocasiones sabíamos qué era lo que nos traían. La mayor parte de las veces preferíamos no saberlo. Teníamos que soportar todo aquello por si acaso se presentaban con algo útil.

—Bueno, eso era lo que querías, ¿no? —dijo Helena.

—No, querida. Lucio Petronio Longo, mi maravilloso socio nuevo, fue el idiota que lo pidió.

—¿No os lleváis bien? —preguntó preocupada.

—Acabo de responder a eso.

Cuando los esclavos convencieron a sus capataces de que participaran en el juego, Petro y yo cerramos la oficina y nos retiramos a mi nuevo apartamento. Helena aprovechó la ocasión y en un abrir y cerrar de ojos se puso una hermosa túnica roja, unas cuentas de cristal en las orejas y un sombrero para protegerse del sol. Iba a salir a visitar una escuela para huérfanos de la que era la benefactora. Le dije que se llevara a
Nux
como protección. Julia cuidaría de mí.

El asunto de la niña suscitó cierta fricción.

—No puedo creer que permitas esto —gruñó Petronio.

—Con Helena tiendo a no utilizar el verbo «permitir».

—Eres un estúpido, Falco. ¿Cómo quieres hacer bien el trabajo si a la vez debes hacer de niñera?

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