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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (29 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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—No te vayas a caer —me aconsejó Martino.

—Gracias —le dije.

Me tocaba el turno. Conseguí no hacerme daño aunque los peldaños eran pequeñas cuerdas demasiado distantes entre sí. Tan pronto como empecé a bajar mis músculos se quejaron por la tensión. A cada travesaño, la endeble escalera se balanceaba.

Anácrites saltó después de mí como si se hubiera pasado media vida colgado de una escalera. El golpe en la cabeza lo había dejado sin sensibilidad y sin sentido común. El chico de Martino lo siguió y nos quedamos quietos en la más completa oscuridad, esperando que nos pasaran las antorchas encendidas desde arriba. Supongo que podría haber tirado a Anácrites al agua pero estaba demasiado preocupado para pensar en ello.

El aire era helado. El agua, o el agua y otras sustancias, nos pasaban por los pies y los tobillos, y yo tuve frío y la desagradable aunque falsa sensación de que las botas estaban agujereadas. Había un inconfundible aunque tolerable olor a cloaca. Le preguntamos al capataz si las antorchas encendidas eran seguras ya que en las profundidades tal vez hubiera gas y, contento, dijo que esos accidentes eran escasos.

Entonces, nos explicó uno ocurrido la semana anterior.

Cuando llegaron las antorchas vimos que nos encontrábamos en un largo túnel de techo abovedado, dos veces más alto que nosotros. Estaba recubierto con cemento y en el lugar por el que habíamos entrado el agua nos llegaba a los tobillos. En el centro del pasadizo la corriente era más rápida debido a la pendiente, en las zonas menos profundas vimos hierbas marrones que se balanceaban todas en la misma dirección impulsadas por una suave brisa. El suelo estaba pavimentado de losetas como una carretera, pero había muchos más escombros, gravilla y piedras, alternando con extensiones arenosas. La luz de la antorcha no alumbraba bastante y apenas veíamos dónde pisábamos. El capataz nos dijo que caminásemos con cuidado; al instante siguiente, metí el pie en un agujero.

Seguimos avanzando hacia un recodo del túnel. La profundidad del agua cada vez era más grande y perturbadora. Pasamos ante una entrada de aguas que procedía de una canal abastecedor pero que, en aquellos momentos, estaba seco. Nos encontrábamos bajo el Foro Romano. Antaño, toda esa zona había sido un cenagal y seguía siendo una zona pantanosa. Los hermosos monumentos que teníamos encima elevaban sus fachadas al ardiente sol, pero sus cimientos estaban empapados. Los mosquitos infestaban el Senado, y los visitantes extranjeros, carentes de inmunidad, caían presos de virulentas fiebres. Setecientos años antes, los ingenieros etruscos enseñaron a sus primitivos ancestros a secar la zona pantanosa que se extendía entre el Capitolio y el Palatino, y sus técnicas aún se utilizaban. La Cloaca Máxima y su hermana que discurría por debajo del circo eran las que posibilitaban que la ciudad fuese habitable y que sus instituciones funcionasen. El gran canal absorbía toda el agua que se acumulaba y el agua de la superficie, el excedente de las fuentes, acueductos, del alcantarillado y el agua de lluvia.

Y la noche anterior, un malnacido había levantado una boca de acceso y había tirado una cabeza humana.

Probablemente era de Asinia. Su cráneo se había detenido en un banco de arena, donde una playa baja de fino légamo se adentraba en los bajíos de la corriente. El estado de la cabeza era tan lamentable que incluso alguien que la hubiese conocido tendría dificultades para identificarla, aunque todavía le quedaba algo de cuello y carne facial; las ratas se habían ensañado con ella. Yo estaba dispuesto a identificarla a pesar de todo eso. En Roma había otras mujeres negras pero, por lo que sabíamos, Asinia era la única que había desaparecido hacía dos semanas.

Pudimos precisar el tiempo que llevaba ahí dentro: el cráneo había pasado la última noche en la cloaca. Nos dijeron que los esclavos públicos la habían limpiado río arriba el día anterior y que no habían visto nada. Tenían que haberla tirado justo antes o justo después que el cuerpo, en la cloaca no había bastante caudal de agua para que el cuerpo hubiese llegado hasta el Tíber; además, recordé que había aparecido más arriba de la bocana de salida, por lo que tenían que haberla tirado directamente al río, desde el muelle o desde lo alto de un puente, probablemente el Emiliano.

Así pues, se habían deshecho del cuerpo y de la cabeza por separado, lo cual apuntaba hacia una nueva posibilidad: el asesino tiraba las partes distintas en lugares diferentes, aunque eso significaba que podía ser más fácil verlo mientras lo hacía. Tenía ruedas; la noche anterior salió con la cabeza y el tronco, por lo menos, y tal vez con los miembros que todavía no habíamos encontrado. Podía hacer un paquete con ellos y correr, dirigirse a otra boca de acceso o a otro puente, y seguir tirando restos. Llevaba muchos años haciéndolo y había aprendido a hacerlo de una manera tan natural que nadie reparaba en ello.

El agua se arremolinó junto a la cabeza de Asinia y la arena se desplazó de debajo de ella en pequeños arroyuelos para ser sustituida al instante por otra nueva capa de arena.

Si nadie la cogía, podía acabar enterrada en el banco o arrancada y llevada por la corriente del canal hacia el gran arco de piedra que comunicaba con el río.

—¿Has encontrado cabezas otras veces?

—Algunos cráneos, pero en un estado que no puedes saber de dónde vienen ni lo antiguos que son. Pero ésta es más… —El capataz calló por cortesía.

—¿Fresca? —preguntó Anácrites. Ésa no era exactamente la palabra y lo miré con aire de reprobación.

El capataz respiró hondo. Se sentía incómodo y no respondió. Finalmente, dijo que creía que más abajo había otro banco de arena como aquél y que, si queríamos esperar, él iría a echar un vistazo. Oímos a Martino gritando en la distancia, por lo que su muchacho volvió a la escalera para confirmar que todos estábamos bien. De ese modo, Anácrites y yo nos quedamos solos en el túnel.

Era silencioso, hediondo y oscuro hasta el punto de ponerte la piel de gallina. La fría agua pasaba continuamente entre nuestras botas, que se hundían en el fino barro que nos servía de base. Nos rodeaba el silencio que, de vez en cuando, rompía el sonido de algunas gotas. El cráneo de Asinia, una parodia de humanidad, seguía a nuestros pies, en medio del lodo. Más adelante, iluminado desde atrás por la oscilante llama de la antorcha, la figura oscura del capataz avanzaba hacia un recodo del túnel caminando por aguas cada vez más profundas. Estaba solo, si doblaba el recodo, tendríamos que seguirlo, adentrarse sin compañía en una cloaca era peligroso.

De repente se detuvo. Apoyó una de las manos en la pared lateral y se agachó como si examinase la zona, pero pronto comprendí lo que le ocurría: estaba vomitando. La experiencia había sido demasiado para él y dejamos de mirarlo.

Una tarea nos reclamaba. Le pasé la antorcha a Anácrites y, lamentándome porque esa mañana me había puesto una sobretúnica limpia, arranqué una de sus capas. Planté el pie sobre la cabeza para que no se moviera e intenté pasarle la túnica por debajo. Lo que quería era no tocar aquello, pero fue un error porque el cráneo salió rodando.

Anácrites movió los pies y entre los dos paramos la cabeza como si estuviéramos jugando a un horrendo juego de pelota. Reacios incluso a sostener su peso con una mano, la envolví con el trozo de túnica, lo cogí por los cuatro extremos y me levanté, llevando el horripilante paquete colgando de la mano.

—Por todos los dioses, ¿cómo es capaz de hacerlo? Y yo que pensaba que era un tipo duro… ¿Cómo puede el asesino tocar los distintos fragmentos del cuerpo, y hacerlo repetidamente?

—Esto es un trabajo sucio. —Por una vez, Anácrites se expresaba en el mismo idioma que yo. Hablábamos en voz baja y, mientras, sostuvo las antorchas y con la mano libre me ayudó a anudar los extremos de la túnica para que el paquete fuera más seguro.

—A veces tengo pesadillas en las que sueño que, en situaciones como ésta, me contagio de toda su suciedad —convine.

—Podías habérselo dejado a los vigiles.

—Los vigiles llevan años eludiendo cuestiones importantes. Ha llegado el momento de detener a ese hombre. —Miré a Anácrites con una sonrisa malévola—. Podía habértelo dejado a ti.

—No hubiera sido propio de ti, Falco. —Me devolvió una mirada irónica—. Tú siempre tienes que entrometerte.

Por una vez, su comentario fue desapasionado. Entonces me sentí horrorizado. Si seguíamos compartiendo muchos más trabajos detestables y sus interludios filosóficos, podíamos terminar haciendo buenas migas.

Volvimos hacia la escalera y allí esperamos al capataz. El chico de Martino subió el primero con las antorchas y después ascendí yo. Había pasado el cinturón por los nudos del paquete y me lo había colgado del hombro para tener las dos manos libres. Subir los estrechos peldaños de la oscilante escalera con el calzado mojado era peor que bajar.

Cuando salí a la superficie, deslumbrado como un topo por la luz del sol, Martino tiró de mí. Le estaba contando lo ocurrido cuando apareció Anácrites, que subía tras de mí, y me aparté para dejarle sitio. Entonces fue cuando advertí que el jefe del Servicio Secreto era muy profesional. Al salir, echó un rápido vistazo a la multitud que miraba a nuestro alrededor. Supe por qué, yo también lo había hecho. Anácrites quería saber si el asesino se encontraba allí, si el hombre había tirado los restos en lugares distintos para confundirnos, y si en esos instantes se encontraba presente observando su hallazgo. Ver a Anácrites controlar la situación de aquel modo fue toda una revelación para mí.

Al poco, descubrí algo más. Después de estar en el interior de una alcantarilla, lo primero que tienes que hacer es quitarte las botas.

XLII

Martino se hizo cargo de la cabeza. La reuniría con el tronco en el cuartelillo de la cohorte. Entonces se pondrían en marcha las formalidades para que Cicurro pudiera celebrar un funeral por su esposa.

Por primera y probablemente última vez, Anácrites y yo fuimos juntos a las termas del gimnasio de Glauco, que se encontraban a pocos pasos del Foro. Un error. Anácrites empezó a mirar a su alrededor como si todo aquello le pareciese muy civilizado y tuviese que pedir que lo admitieran como socio. Lo dejé marcharse solo para que regresara a dondequiera que perdiese el tiempo en la oficina del inspector de acueductos, y yo me quedé para explicarle a Glauco que no le gustaría tener como cliente a un tipo como el jefe del Servicio Secreto.

—Ya lo he visto —gruñó Glauco. Al admitir a mi acompañante de aquel día, me había dirigido una mirada ceñuda. Glauco evitaba los problemas. Por sistema, prohibía la entrada a su establecimiento a todo aquel que solía causarlos. A mí me aceptaba porque me consideraba un aficionado inofensivo. Los profesionales cobran por su trabajo y sabía que yo raramente lo hacía.

Le pregunté a Glauco si le quedaba alguna hora libre para practicar un poco de lucha.

Gruñó y yo lo interpreté como una negativa. Sabía por qué.

Bajé deprisa las escaleras, y pasé ante la pastelería y la pequeña biblioteca destinadas a aumentar los placeres de los clientes. Glauco dirigía un establecimiento de lujo. En él no sólo podías bañarte y hacer ejercicio sino deleitarte además leyendo unas odas que reavivaran una aventura amorosa y luego saborear unos pastelillos de pasas azucaradas que eran peligrosamente deliciosos.

Ese día no tenía tiempo para leer ni mi humor estaba para dulces. Me había puesto aceite y me había restregado cada poro y, aun así, seguía sintiéndome incómodo. Había estado en muchos sitios asquerosos, pero la idea de bajar a una alcantarilla a buscar restos humanos mutilados me producía escalofríos. Sin recordar que una vez yo mismo tiré el cadáver descompuesto de un hombre a un lugar así, ya era terrible. Por fortuna, habían pasado dos años y había llovido mucho como para que fuera a tropezarme con fantasmas inoportunos. Pero allí abajo, en la Cloaca Máxima, casi me había alegrado la presencia irritante de Anácrites porque había impedido que me acosaran esos fantasmas.

Todo eso había terminado. No había ninguna necesidad de que Helena se enterara de lo ocurrido. Aún no sabía cómo reaccionaría si se enteraba de que el cuerpo de su desaparecido tío Publio se pudrió al aire libre hasta terminar arrojado a la Cloaca Máxima, arrojado precisamente por mí. Yo ya me sentía a salvo y me había convencido de que nunca tendría que enfrentarla con esa verdad.

Aun así, estuve pensativo un buen rato; en el gimnasio de Glauco me sentía como en casa. Los investigadores aprenden que precisamente en casa no te puedes relajar. Los tipos malos te buscan en lugares donde eres conocido. Y aquel día, cuando vi el grupo que me estaba esperando fuera, ya había pasado ante ellos y les había dado tiempo a salir por la puerta de la pastelería y situarse en las escaleras tras de mí.

Oí pisadas de botas. No me detuve y,
en
vez de volverme para ver quién me seguía, subí los tres tramos corriendo y luego, de un salto, crucé los escalones que faltaban para llegar a la calle. Entonces me volví. Era un grupo numeroso. No los conté, unos cuatro o cinco que habían salido de la pastelería, seguidos por otros tantos que lo hacían de la biblioteca. Podía gritar pidiendo ayuda, pero con el rabillo del ojo vi al dueño de la pastelería que se precipitaba hacia el gimnasio para impedirles el paso.

—¡Quietos ahí! —Merecía la pena intentarlo. Hicieron una leve pausa.

—¿Eres Falco?

—No.

—Mientes. No me insultes, yo soy Gambaronio Filodendrónico, un famoso plisador de gasas de este lugar.

—¡Es Falco!

No se trataba de un grupo de amables estudiantes de filosofía. Eran tipos duros, navajeros de la calle, caras desconocidas con ojos de guerreros que difundían amenazas como si fueran caspa. Estaba atrapado. Si corría, me seguirían y me cogerían. También podía quedarme quieto, pero eso era aún más estúpido. Aunque no mostraban armas, debían de llevarlas escondidas bajo aquellos ropajes oscuros. Su constitución física indicaba que podían hacer mucho daño sin ir equipados.

—¿Qué queréis?

—¿Eres Falco?

—¿Quién os manda?

—Florio. —Sonreían aunque a mí no me parecía nada divertido.

—Entonces os habéis equivocado. Vosotros buscáis a Petronio Longo.

Mencionarlo podía ser mi única salida. Era más grande que yo y cabía la pequeña esperanza de que pudiera avisarlo.

—Ya hemos visto a Petronio —se burlaron. Me quedé helado. Después de su noche de vigilancia en el circo debía de haber dormido solo en la oficina, cuando Petronio estaba muy cansado dormía a pierna suelta. En el ejército bromeábamos diciendo que un día se lo comerían los osos, empezando por los pies, y que él no se enteraría hasta que le hiciesen cosquillas en las orejas.

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