Read Tres manos en la fuente Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (28 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
7.97Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Hola, Marco. Hemos dejado algo para que lo limpien las cuidadoras sagradas de este templo.

Marina podía ser pequeña, pero lo que allí quedaba de ella era un cuerpo atractivo que atraía miradas de diversa intención. Iba vestida para demostrarlo y llevaba abundante maquillaje. Con la mano que le quedaba libre, hizo un gesto obsceno.

—¡Zorras! —gritó en dirección a la casa de las vestales, mucho más alto de lo que era aconsejable para dirigirse a las guardianas de la llama sagrada. Su amiga vomitó de nuevo—. ¡Meteros eso en el Palladium! —gritó Marina en la vacía cabaña.

—Escucha —la interrumpí débilmente—. ¿Dónde está…?

—Marcia está en casa, idiota. A salvo en su camita, y la hija de mi vecina cuida de ella. Una chica de trece años, limpia, sensata, a la que todavía no le interesan los chicos, gracias a los dioses. ¿Quieres saber algo más?

—¿Has estado en los juegos?

—No. Hay demasiados tipos de baja estopa. ¿Tú sí, Falco? —La deliciosa visión cloqueó con una risa abominable.

En el suelo se encendió una lámpara, situada allí mientras Marina atendía a su compañera. Bajo su temblorosa luz vi a la exótica novia de mi hermano: piel transparente, unos asombrosos rasgos armónicos y la belleza remota de la estatua de un templo. Cuando hablaba, sin embargo, el embrujo se desvanecía: tenía la voz de un vendedor de caracoles. Aun así, lo único que tenía que hacer era mover esos ojos unas cuantas veces y yo recordaba con demasiada claridad cómo me corroían los celos cuando Festo se acostaba con ella. Luego Festo murió y yo tuve que pagar las facturas de Marina. Eso contribuyó a que me mantuviera casto.

—Si no habéis ido a los juegos, ¿en qué aquelarre habéis estado echando maleficios, par de brujas?

—Somos señoras —dijo Marina, pomposa, aunque parecía mucho más sobria que quienquiera que fuese la que vomitaba ante el templo—, y hemos estado en la reunión mensual de las «Jóvenes trenzadoras».

Durante un tiempo, circuló el rumor de que Marina trabajaba haciendo trenzas para decorar túnicas, aunque hacía todo lo posible por rechazar el empleo. En esos momentos, lo único que quería era trenzarme a mí mismo.

—¿Y no es muy tarde para volver de una fiesta, jóvenes?

—No, para las trenzadoras es bastante pronto. —Soltó una risita descarada. La flacucha hipó por toda respuesta.

—Margaritas del alba, ¿eh? Supongo que, después de juguetear con los maestros borleros, os habéis parado a beber unos vinos en Los Cuatro Peces.

—Me parece recordar que fue en La Paloma Gris, Marco Didio.

—¿Y La Ostra?

—Después, quizá, la Venus de Cos. Sí, fue en la maldita Venus que ésta se puso así…

Marina se entregó a un cuidado más tierno de su amiga, que consistía en mantenerla erguida, al tiempo que le echaba la cabeza hacia atrás con un peligroso crujido de nuca.

—No grites —le dije—, o saldrán todas las vestales en camisa de dormir a ver qué pasa.

—¡Ni lo sueñes! Están todas muy ocupadas copulando con el Pontífice Máximo alrededor del fuego sagrado.

Si tenían que llevarme ante un juez, prefería elegir el delito por mí mismo, por lo cual decidí que ya era hora de marcharme de allí.

—¿Puedes llegar bien a casa?

—Claro que sí.

—¿Y este pétalo?

—Yo la llevaré. No te preocupes por nosotras —me tranquilizó Marina amablemente—. Ya estamos acostumbradas.

No había duda de ello.

Apoyadas la una en la otra, recorrieron la Vía Sacra. Había advertido a Marina que fuera con cuidado porque el asesino de los acueductos podía estar actuando en la zona.

Ella, muy razonable, me había preguntado si yo realmente creería que un obseso tendría el coraje de atacar a dos trenzadoras después de su fiesta mensual. Era una idea ridícula, claro. Las oí cantar y reír hasta que llegaron al Foro. Caminé hasta el
tabularium,
doblé a la derecha rodeando el Capitolio y salí por el puente del río cerca del Teatro de Marcelo, en el extremo opuesto de la isla del Tíber. Seguí el embarcadero más allá de los puentes Emiliano y Subliciano. En el Foro Boario, me encontré con una patrulla de vigiles al mando de la cual estaba Martirio, el antiguo ayudante de Petronio. Buscaban a la misma persona que yo. Ninguno creíamos posible encontrarla. Intercambiamos unas palabras en voz baja y luego me apresuré para llegar cuanto antes al Aventino.

Pero al subir hacia el templo de Ceres recordé que quería preguntarle a Marina qué hacía llamando a un conductor desconocido. Era una extraña inversión de la escena que podía haber ocurrido con Asinia: la brusquedad de la mujer y el nerviosismo del hombre, y luego las burlas de ella mientras él se alejaba. Le resté importancia al hecho.

Que ese detalle estuviera relacionado con mi investigación sería mucha coincidencia.

Aun así, abajo en el Foro había ocurrido algo, algo realmente importante.

XL

Empezó como cualquier soleada mañana romana. Me desperté tarde, solo en la cama, con pereza. Los rayos de sol surcaban la pared opuesta a través de la persiana. Oí la voz de Helena hablando con alguien, un hombre desconocido.

Antes de que me llamara me las apañé para ponerme una túnica limpia y lavarme los dientes, gruñendo. Es por eso que muchos investigadores prefieren vivir solos. Me había ido a la cama sobrio y, en cambio, al levantarme, me encontraba fatal.

Tenía un vago recuerdo de lo ocurrido a mi regreso a casa. Había oído llorar frenéticamente a Julia. O Helena estaba demasiado cansada o estaba probando una nueva táctica que habíamos discutido medio en serio acerca de dejarla llorar hasta que volviera a dormirse. Para ello, Helena había sacado la cuna de la habitación. Y yo alteré el plan: ante los desconsolados lloros de Julia olvidé el acuerdo tomado y fui a por ella.

Paseé con la niña en los brazos, evitando despertar a Helena, hasta que Julia se durmió de nuevo y conseguí dejarla en la cuna con éxito. Entonces irrumpió Helena, que se había despertado, y horrorizada por el silencio… ¡Oh, vaya! Naturalmente, después de eso fue necesario llenar lámparas y encenderlas, preparar bebidas y beberlas, contar la historia de mi ronda nocturna, apagar de nuevo las lámparas y dormirse entre arrumacos, calentamientos de pies, besos y otras cosas que no interesan a nadie y que me dejaron inconsciente hasta bien pasada la hora del desayuno.

Ese día iba a perderme el desayuno.

El hombre cuya voz había oído, esperaba fuera, abajo. Miré desde la barandilla del porche y vi un rizado pelo negro en un brillante cuero cabelludo moreno. Una burda túnica roja y las puntas de unas recias botas de correas de cuero. Un miembro de los vigiles.

—Viene de parte de Martino —dijo Helena—. Tienes que ir a ver algo al muelle.

Nuestros ojos se encontraron. No era momento de especular.

La besé, abrazándola más estrechamente de lo habitual, al tiempo que recordaba y ella también, la acogida nocturna a su héroe. La vida doméstica y la laboral se encontraban y, sin embargo, seguían por completo separadas. La leve sonrisa de Helena pertenecía a nuestra vida privada, como la calidez que sentí como respuesta a esa sonrisa. Me pasó los dedos por el cabello, tirando de los rizos, al tiempo que intentaba arreglármelos para aparecer más presentable. La dejé que lo hiciera, aunque sabía que la cita que me esperaba no requería un elaborado peinado.

Nos reunimos en el muelle, justo debajo del Puente de Emiliano. El voluminoso Martino era el nuevo jefe de investigaciones de la Sexta Cohorte. Tenía las nalgas muy grandes, el rostro cuadrado y un lunar en una mejilla, con unos ojos que podían parecer pensativos durante horas para camuflar que no se preocupaba por nada. Me dijo que había decidido no mandar llamar a Petro porque su situación en los vigiles era muy «delicada». Yo callé. Si, como sospechaba, Petro había estado de guardia la noche anterior, necesitaba dormir. Y de todas maneras, lo bueno de tener un socio era que siempre podíamos compartir los trabajos desagradables. Lo ocurrido no requería la presencia de ambos, lo único que teníamos que hacer era anotar el hallazgo y demostrar nuestro interés.

Con Martino iban dos de sus hombres y también se encontraban presentes algunos remeros, entre los que no se incluía mi cuñado Lolio, lo cual me alegró. Bueno, todavía no era mediodía y Lolio debía de estar aún dormido en el regazo de una camarera. En el suelo del muelle había un bulto oscuro, un trozo de tela y un charco a su alrededor. Los dos objetos, como los llamó Martino mientras tomaba notas en su tablilla, estaban empapados, y habían sido sacados del Tíber aquella mañana, después de haberse enredado en el amarre de una barcaza. La barca había llegado del interior el día antes, por lo que sólo había pasado una noche en el muelle romano.

—Nadie ha visto nada.

—¿Tú qué crees, Falco?

—Que alguien tiene que haber visto algo.

—Y sabes que nos costará mucho encontrarlo.

La tela podía ser una cortina vieja porque terminaba con una cenefa. Antes de pasar por el agua tenía que haber estado manchadísima de sangre, y sangre lo bastante coagulada para sobrevivir a una corta inmersión. La tela estaba enrollada alrededor del tronco delgado y juvenil de una mujer que debió de tener una hermosa piel oscura. En esos instantes, el cuerpo que fuera flexible se había convertido en algo descolorido y amoratado y había adquirido una textura casi inhumana. El paso del tiempo, el calor del verano y, finalmente, el agua, eran los responsables de aquellos horribles cambios. Pero quienquiera que le hubiese robado la vida, antes de eso le había hecho algo peor.

Supusimos que era el cuerpo de Asinia. Nadie sugirió que pidiéramos a su marido que la identificara. No tenía cabeza ni extremidades, como tampoco pechos. Miré porque me pareció obligatorio. Después, me costó no vomitar. Asinia llevaba muerta unas dos semanas, durante las que su cuerpo había estado escondido en algún sitio. Tanto Martino como los remeros dijeron que el cadáver no había pasado más que unas horas en el agua. Tendríamos que pensar en lo que le había ocurrido hasta llegar al agua porque eso podía ayudarnos a localizar al asesino, pero obligar nuestras mentes a hacerlo era una dura tarea.

Un miembro de los vigiles puso la cortina sobre los restos. Aliviados, todos retrocedimos, intentando olvidar lo que habíamos visto.

Todavía discutíamos las posibilidades cuando llegó un mensajero, preguntando por Martino. Lo reclamaban en el Foro. En la Cloaca Máxima había aparecido una cabeza humana.

XLI

Cuando abrieron la bocana de acceso, oímos ruido de agua a nuestros pies, en la distancia. No había escalera ni suficientes botas impermeables ni antorchas. Tuvimos que esperar que fueran a buscarlas a un almacén cercano mientras, a nuestro alrededor, se congregaba una multitud de curiosos. Notaban que algo ocurría.

—¿Y toda esta gente por qué no aparece cuando el asesino tira los cuerpos? ¿Por qué ni siquiera lo han visto hacerlo?

Soltando maldiciones, Martino ordenó a sus hombres que formaran un cordón de seguridad, que no consiguió detener a los morbosos que se agolpaban desde el extremo oeste del Foro. Todavía esperábamos las botas cuando apareció mi odiado Anácrites; la oficina del inspector estaba cerca, algún payaso le habría informado de lo ocurrido.

—Lárgate, Anácrites, tu jefe sólo es responsable de los acueductos, el mío lo es de todo.

—Iré contigo, Falco.

—Asustarías a las ratas.

—¿Ratas, Falco? —Martino estaba dispuesto a echarse atrás y a dejar que Anácrites lo representara en aquella desagradable tarea.

Miré hacia el cielo, consciente de que si llovía, la cloaca se convertiría en un furioso torrente y que meterse en ella sería imposible por lo peligroso, pero un cielo inmaculadamente azul me tranquilizó.

—¿Por qué no suben los restos a la superficie? —Martino no tenía ningunas ganas de bajar. A mí me faltaba entusiasmo, pero él estaba verdaderamente aterrorizado.

—Julio Frontino ha ordenado que todo lo que se encuentre en el sistema deberá dejarse
in situ
para que nosotros lo examinemos. Yo bajaré. Si hay alguna pista, la traeré. Podéis fiaros de mi descripción del hallazgo y sus circunstancias. Soy un buen testigo judicial.

—Me parece que mandaré llamar a Petronio.

—Pero si ya son ustedes muchos —dijo el capataz de los obreros de las alcantarillas—. No me gusta bajar a desconocidos.

—No me importunes —murmuré. Si estaba nervioso, ¿qué creía que nos pasaba a los demás?—. Escucha, cuando Marco Agripa era el encargado del abastecimiento de aguas, creo que recorría todas las alcantarillas en bote, ¿no es así?

—¡Menudo majadero! —se burló el capataz. Eso me animó.

Llegaron las botas de cuero: tenían unas gruesas e incómodas suelas y eran altas hasta los muslos. También llegó la escalera, pero cuando la metieron por la boca de acceso vimos que no alcanzaba el agua, y nadie sabía lo hondo que era el hueco a partir de ese punto, ni siquiera el capataz. Iban a llevarnos cerca del lugar en el que habían encontrado la cabeza. Ellos llegaron hasta allí por un camino subterráneo, uno que se juzgaba demasiado difícil para pobres escribas como nosotros. Enseguida llegó un nuevo trozo de escalera, que fue unido al anterior con cuerdas. Metieron todo aquel inseguro aparejo por el oscuro agujero y tocó fondo, sin dejar escalera en la superficie.

Cualquier experto en escaleras hubiese visto que bajar por allí era casi un suicidio, pero situaron en lo alto a un hombre muy grande que la sostenía con un trozo de cuerda.

Estaba contento, sabía que su trabajo era el mejor.

Se decidió que yo bajaría con Anácrites y uno de los chicos de Martino, dispuesto a hacer lo que fuese. Era inútil obligar a Martirio a que se metiera en el agujero ya que estaba demasiado nervioso y le dijimos que él sería nuestro vigía. Si tardábamos demasiado en subir, iría a buscar refuerzos. El que sostenía la escalera aceptó enseguida, como si pensase que algo podía ir mal. Nos dijo que nos tapáramos la cabeza con capuchas y nos envolvimos la cara con trozos de tela. La leve sordera y el peso de las botas empeoraban más las cosas.

Bajamos de uno en uno. Tuvimos que dejarnos caer desde el agujero hasta tocar la escalera con los pies y agarrarla con las manos. Una vez conseguido, todo empezaba a moverse de una manera completamente insegura. El capataz bajó el primero y mientras descendía vimos que la parte superior se desalojaba del punto donde estaba fijada, y tuvo que ser subido tirando de la cuerda. Salió un poco blanco, mirando hacia arriba desde el agujero oscuro, pero el tipo que sujetaba la cuerda le gritó algo que lo animó y volvió a intentarlo.

BOOK: Tres manos en la fuente
7.97Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Death House by Sarah Pinborough
After The Storm by Claudy Conn
Dies the Fire by S. M. Stirling
Revived Spirits by Julia Watts
Unearthed Treasure by Elizabeth Lapthorne
The Moneychangers by Arthur Hailey
High Spirits at Harroweby by Comstock, Mary Chase