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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (23 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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Marcia ya tenía unos seis años. Parecía una niña feliz, equilibrada y llena de vida.

Eso era lo importante. Helena y yo no estábamos en condiciones de adoptarla.

Mi hermano Festo murió en Judea sin saber que había sido padre de Marcia. Por varias razones, unas cuantas de ellas muy nobles, intenté ocupar su lugar.

El día se había vuelto cada vez más caluroso pero me recorrió un escalofrío.

Esperaba que el asesino de los acueductos no se volviera paidófilo. Marcia se hacía amiga de todo el mundo y me horrorizó la idea de que mi sobrina favorita corriera por esas calles con su sonrisa inocente y amable, mientras un obseso carnicero vagaba por el mismo barrio en busca de carne femenina sin protección.

Nadie estaba a salvo. Cuando encontramos la primera mano, en aquel terrible estado de descomposición, su anónima dueña nos parecía tan remota que Petro y yo pudimos permanecer indiferentes. Nunca podríamos identificarla, ni aquella ni la siguiente, pero cada vez estábamos más cerca. Así fue como empezaron las pesadillas. Había averiguado tantas cosas sobre la víctima que ya era casi como si la hubiera conocido.

Había visto hasta qué punto su muerte afectó a sus familiares y amigos. Asinia, esposa de Cayo Cicurro, de veinte años, tenía un nombre y una personalidad. Pronto sería demasiado fácil despertarse empapado de sudor por la noche si la víctima siguiente era alguien cercano a mí.

Regresé caminando al cuartel general de la Quinta Cohorte, pero Petronio ya se había marchado. Como me encontraba muy cerca, fui a ver a Bolano a su cabaña, pero también había salido. Le escribí un mensaje para decirle que era posible que las mujeres secuestradas desapareciesen en su mismo barrio, por lo que quería hablar con él acerca de ello. Me preguntaba si había algún acceso al Aqua Claudia o a cualquier otro de los acueductos cercanos.

Como no había logrado encontrar a tres personas distintas, intenté remediar mi mala suerte con un viejo truco que emplean los informadores: me fui a casa a almorzar.

No volví a ver a Petronio hasta el atardecer. Las golondrinas revoloteaban en el cielo cada vez más oscuro y yo crucé la calle para subir a la oficina, donde lo encontré acabando de cenar. Como yo, se había puesto ropa de calle; llevábamos túnicas y togas blancas para parecernos al público habitual de los juegos, pero debajo calzábamos botas de trabajo, muy buenas para patear a los desaprensivos. Además, Petronio se metió una gruesa vara en el cinturón, por debajo de la toga. Yo me las apañaría con el cuchillo que me había puesto en la bota.

Caminamos hacia el templo del Sol y la Luna casi sin hablar. Petro se detuvo en las escaleras del templo y yo retrocedí un poco y enfilé la calle de los Tres Altares. De día era un barrio comercial, con un aspecto muy abierto pese a estar tan cerca del Circo Máximo. El valle entre el Aventino y el Palatino era ancho y llano y no había demasiado movimiento comercial, ya que la gente evitaba dar toda la vuelta al circo para dirigirse a otro lugar. Posiblemente era más rápido hacer ese recorrido en una cuadriga tirada por caballos con el rugido de la gente para animarlos, pero a pie, ese trayecto era un crimen.

Al anochecer, el ambiente se deterioraba. Las tiendas de comida que durante el día se veían mucho mas agradables de lo que uno podía imaginar, por la noche volvían a parecer lúgubres. Los mendigos, probablemente esclavos huidos, salían a la calle para molestar a la gente que se marchaba de los juegos. Las viejas pintadas en las paredes de los descuidados edificios resaltaban aún más. Mientras desalojaba el circo de las cansadas hordas, el ruido era insoportable. Por eso nunca podría convertirse en un barrio residencial selecto. Las personas que se despedían a gritos después de habérselo pasado de maravilla eran una molestia para los que no habían asistido al espectáculo. A nadie le gusta que los aficionados a las carreras que han tomado demasiado el sol y han comido en exceso vomiten quince noches seguidas a la puerta de su casa. Los primeros en salir eran grandes grupos que se marchaban a casa; pandillas de amigos, de compañeros de trabajo y familias que corrían hacia la calle, empujando un poco si había demasiada gente y que, luego, enseguida se dispersaban. Los rezagados eran más variados y también más ruidosos. Algunos estaban borrachos, la prohibición del vino en la arena no surgió efecto en ningún lugar del imperio, y los que lo entraban a hurtadillas siempre bebían hasta embriagarse. Las apuestas eran ilegales y, sin embargo, todo el espectáculo giraba en torno a ellas. A los que ganaban les gustaba celebrarlo en la zona del templo del Sol y la Luna, donde Petro se había detenido, o en el vecino templo de Mercurio, antes de caminar tambaleantes por las calles, peligrosamente felices, con los ladrones pisándoles los talones entre las sombras esperando para robarles. Los que habían perdido cogían borracheras lloronas o se mostraban agresivos, dando vueltas por la zona en busca de alguna cabeza que romper. Finalmente, cuando las puertas del circo estaban a punto de cerrar, salían las chicas estúpidas que querían arruinar su reputación y los machos a los que esperaban atraer. Casi todas las chicas iban en parejas o en grupos pequeños. Eso les daba una confianza que según mi experiencia, no necesitaban para nada. Tarde o temprano se detenían ante una serie de vagos y decidían cuál sería el objetivo de cada una, aunque a veces había una bruja sencilla y desmañada cuyo papel tradicional era decirles a las demás que creía que se estaban buscando problemas y marcharse sola mientras sus descaradas amigas se lanzaban de cabeza a ello.

Observé a unas cuantas de las más sencillas e incluso las seguí una corta distancia para ver si alguien de aspecto siniestro iba tras ellas. Enseguida abandoné. Por un lado, no quería asustarlas y por otro, algún conocido podía verme detrás de esas mujeres, lo cual arruinaría mi buen nombre.

La situación del transporte me interesó. Al empezar el éxodo de espectadores parecía haber sillas de alquiler en todas partes, pero los prudentes que habían salido los primeros en busca de transporte para volver a casa las habían ocupado todas. Sólo unos pocos palanquines volvieron a la zona para un segundo recorrido y, por aquel entonces, los que todavía aguardaban estaban tan desesperados que las sillas volvieron a desaparecer al instante. También había algunos transportes privados que, por supuesto, tenían orden de esperar a sus dueños, por lo que, en teoría, estaban ocupados; aunque vi a ciertos esclavos encargados de ellos recibiendo abundantes propuestas para hacer horas extras, y algunos de ellos aceptaban.

Lo habitual eran las sillas en ángulo recto con dos porteadores o unos palanquines más altos con cuatro o incluso ocho hombres musculosos en los extremos. Los carros no abundaban; en la ciudad eran mucho menos versátiles. En Roma estaba prohibida la circulación de vehículos de ruedas durante el día, a excepción de las carretas de los constructores que trabajaban en los edificios públicos y el vehículo ceremonial de las vírgenes vestales.

Por lo que yo sabía, ninguna vestal le habría ofrecido nunca asiento a una gatita callejera descarriada. Una mujer podía estar pariendo en una alcantarilla y las altivas vírgenes hacían caso omiso de ella. De ese modo, esa noche fatal, después de dejar a Pía, y sin dinero, Asinia tuvo que haberse marchado a casa caminando. Aquél no era un sitio seguro para una mujer sola. Imaginé la situación: una chica negra, muy bonita, encantadora pero por completo inconsciente de ello, con aspecto tal vez nervioso, subiéndose tímidamente la estola y con la vista clavada en el suelo. Por más deprisa que caminase, tenía que ser fácil ver que era vulnerable. Seguro que esos andares rápidos llamaban la atención. Tal vez, el que la había seguido ya había abordado a Pía, pero ésta lo había rechazado. Luego, cuando Asinia, casta y modesta, se marchó sola, mucho más respetable que la amiga que con tanta prisa la había dejado, el hombre no creyó que pudiera tener tan buena suerte.

Aquella noche, en la zona próxima al circo, las prostitutas se entregaban a su negocio con alegría. Las chicas eran libidinosas, pero cuando advirtieron que lo que yo buscaba no tenía nada que ver con su trabajo, me dejaron en paz. Tenían muchísima faena.

Aquellas noches largas y calurosas eran ideales para hacer dinero a la sombra del circo.

Si se comportaban conmigo de una manera ofensiva, eso sólo les acarrearía mala publicidad, y lo más importante, perderían un maravilloso tiempo durante el que podían ganar dinero. Lo que más me chocó de las mujeres más jóvenes y de las no tan jóvenes fue que muchas de ellas se veían más peligrosas que las bandas de jóvenes. Un grupo de doncellas saltarinas, malhabladas y chillonas que movían sus parasoles amarillos, con los párpados pintados de plomo blanco y en busca de acción, me asustaba incluso a mí.

Ante sus proposiciones, cualquier obseso sexual que tuviera dificultades con las mujeres se escondería detrás de una columna y se mearía.

No vi a nadie que tuviera aspecto de serlo, pero más abajo, en la calle de los Tres Altares, empecé a intuir que un hombre con esas características debía sentirse habitualmente atraído por esa zona. Imaginé que se burlaban de él y lo insultaban, y comprendí que su espíritu oscuro alentase salvajes pensamientos de venganza.

XXXIII

Petronio y yo decidimos pasar todas las noches que quedasen de los Juegos Romanos a las puertas del Circo Máximo. Tal vez habíamos estado junto al asesino todo el tiempo. Quizás había pasado tan cerca de nosotros que nuestras túnicas se habían rozado y no lo supimos.

Teníamos que conseguir más datos, trabajábamos con una información demasiado escasa. Empezábamos a creer que sería necesario que muriese otra mujer para tener la posibilidad de encontrar más pistas. Eso no podíamos deseárselo a nadie y no formulamos esos pensamientos en voz alta, pero tanto Petro como yo queríamos que Asinia, de cuyo nombre y carácter dulce nos habíamos enterado, fuese la última en sufrir.

El día siguiente al inicio de la vigilancia, los jóvenes Camilo sufrían las consecuencias de haber comido un pollo asado poco hecho y, como no podían ir al circo, mandaron a un esclavo para ofrecernos a mí y a Helena sus entradas. Incluso sabiéndolo con tan poca antelación, Helena consiguió que el joven Gayo se quedara unas horas con la niña. Era una oportunidad para salir solos, lo cual nos apetecía muchísimo. Bueno, solos, con un cuarto de millón de ruidosos compañeros.

Helena Justina no era demasiado aficionada a las carreras de cuadrigas. Yo estaba contento porque ese día los azules lo estaban haciendo muy bien. Mientras me revolvía en el asiento, gritaba ante la incompetencia de los conductores o vitoreaba sus éxitos, Helena permanecía quieta, paciente, con la mente a kilómetros de distancia de allí.

Cuando me ponía en pie de un salto para animar, ella cogía la almohadilla y la ponía de nuevo en su sitio para que no me golpeara el culo con el banco. Qué chica tan agradable… Podías llevarla a todas partes. Ella sabía cómo hacerte saber que sólo un idiota disfrutaría con aquello, pero no se quejaba abiertamente.

Mientras yo me divertía, ella intentaba resolver el caso. Helena comprendía que buscábamos a alguien del que sólo podíamos intuir las características más esquemáticas.

Durante un rato de tranquilidad, me hizo un resumen de lo que había pensado.

—La naturaleza del crimen, sobre todo lo que Lolio te contó con respecto a las mutilaciones, indica que estáis buscando a un hombre.

El asesino puede ser cualquiera, un senador o un esclavo. Lo único que con toda seguridad puede deducirse es que no tiene aspecto sospechoso. Si lo tuviera, las mujeres muertas no se hubiesen ido con él. Y también sabemos algo respecto a su edad, porque esas muertes llevan mucho tiempo produciéndose. A menos que empezara de muy pequeño, puede ser de mediana edad o algo mayor.

Tanto Petro como tú pensáis que actúa solo. Si trabajara con algún cómplice, después de todos estos años, uno u otro hubiera cometido un error o se habría ido de la lengua. La naturaleza humana es así. Cuanta más gente implicada, mayores son las posibilidades de que alguien se emborrache, sea vigilado por su mujer o atraiga la atención de los vigiles por un delito aparentemente no relacionado con esas muertes. El conocimiento compartido se divulga más fácilmente, por lo que piensas que se trata de una sola persona.

También piensas que le cuesta relacionarse. Las características del crimen sugieren que el móvil es la gratificación sexual, la excitación a través de la venganza.

Si Bolano está en lo cierto cuando dice que vive fuera de Roma, lo cual todavía estáis considerando, entonces debe tratarse de alguien que tenga acceso a los medios de transporte. De ese modo, las mujeres como Asinia son secuestradas en las proximidades del circo y luego son llevadas a otro lugar; vivas o ya muertas, eso no lo sabemos.

Puede que utilice un cuchillo, pero tiene que estar en forma porque, para secuestrar a las mujeres, descuartizarlas y cargar con sus cuerpos se necesita fuerza física.

Vive en algún lugar donde puede actuar con sigilo, o al menos tener acceso a un refugio secreto. Necesita intimidad para matar y las demás cosas que haga. Puede guardar cadáveres mientras empieza a deshacerse de otros. Puede lavarse y lavar sus ropas manchadas de sangre sin llamar la atención.

—Parece una descripción bastante detallada —comentó Helena al terminar su resumen—. Pero no basta, Marco. Lo que necesitas saber con más urgencia es qué aspecto tiene. Tiene que haber alguien que pueda describirlo, aunque ese alguien no advierta de quién se trata. No puede salirse siempre con la suya. Algunas mujeres a las que haya abordado no le habrán hecho caso o lo habrán mandado a freír espárragos. Incluso es posible que alguna chica haya podido huir de él.

—No se ha presentado ninguna —dije, sacudiendo negativamente la cabeza—. No hemos conseguido testigos ni siquiera con el famoso anuncio que Petro puso en el Foro.

—¿Tienen miedo?

—Lo más probable es que nunca hayan pensado que el plasta del que han escapado sea el asesino de los acueductos.

—Lo harán —dijo Helena decidida—. Los hombres que ahuyentan a sus asaltantes se limitan a reírse y dicen: «¡Ja, a ver si da un buen susto a otro!», pero a las mujeres les preocupa que otras corran la misma suerte que ellas.

—Las mujeres tienen mucha imaginación —dije con aire misterioso. Ella sonrió.

Sin darme cuenta, empecé a mirar al público que me rodeaba. No vi a ningún asesino inconfundible, pero a quien sí vi fue a Lucio Petronio, mi antiguo compañero en el ejército. Estaba sentado unas cuantas filas detrás de nosotros, hablando seriamente con su acompañante femenina de la carrera que estaba a punto de empezar. Seguro que le explicaba que los verdes eran un desastre, incapaces de conducir derecho un carro aunque tuvieran todo el Campo de Marte para ellos, mientras que los azules eran un equipo elegante y moderno que humillaría a todos los demás.

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