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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (22 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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—Dile a Silvia que prometí a Petronila que la llevaría a los juegos. Ya tiene edad para ello. Si Silvia la deja mañana en casa de su madre, la recogeré y la devolveré a ese mismo lugar.

—¿En casa de su madre? ¿Quieres evitar verla?

—Intento evitar que me apaleen y me amilanen. Y además, si voy a casa, el gato se molesta.

—De esa manera nunca conseguirás la reconciliación.

—Ya lo arreglaremos —espetó Petronio. Helena respiró hondo y calló de nuevo—. Muy bien —le dijo Petronio capitulando—. Como Silvia añadiría, eso es lo que digo siempre.

—Oh, entonces yo no le diré nada —replicó Helena sin dureza—. Y vosotros, dos, ¿por qué no habláis de vuestro trabajo?

No había necesidad de ello. Las cosas habían arrancado por fin. Ese día sabíamos qué teníamos que hacer y qué esperábamos averiguar.

Al cabo de poco, besé a la niña, besé a Helena, eructé, me rasqué, conté las monedas que llevaba en el bolsillo, prometí ganar más, me peiné a toda prisa y salí con Petronio.

No le habíamos contado a Frontino nuestros planes. En su lugar, teníamos a
Nux.

Helena no la llevaría de visita porque nuestra perra era enemiga declarada del famoso gato de Petronio. A mí no me importaba en absoluto que maltratase a aquella pulgosa criatura, pero Petro se pondría de mal humor. Además, Helena no necesitaba un perro guardián cuando salía con mi hermana Maya. Ésta era más agresiva que cualquiera con quien pudieran encontrarse en ese corto recorrido por el Aventino.

Petro y yo íbamos en dirección contraria. Nos dirigíamos a la calle del Cíclope, en el Caelio. Teníamos que entrevistar a la amiga de Asinia.

Se llamaba Pía, pero el zarrapastroso edificio en el que vivía nos hizo saber de antemano que su altivo nombre no le era nada apropiado. Resultaba difícil comprender cómo había hecho amistad con alguien de la buena fama de Asinia, aunque sabíamos que eran amigas desde hacía tiempo. Yo era demasiado viejo para que me preocupara cómo eligen las chicas sus amistades.

Subimos varios tramos de unas escaleras apestosas. Un portero con bocio nos hizo pasar pero se negó a acompañarnos hasta arriba. Pasamos ante puertas ennegrecidas, apenas iluminadas por pequeñas rendijas en las sucias paredes. Antes de subir a la primera planta, ya nos habíamos manchado la túnica. En los sitios en los que se colaban haces de luz, flotaban en el aire gruesas motas de polvo. Petronio tosió y el sonido resonó en el edificio como si éste estuviera vacío. Tal vez algún magnate esperaba poder echar a los inquilinos que quedaban para remodelarlo y alquilarlo a buen precio.

El lugar amenazaba ruina y el aire tenía el olor rancio de la desesperación.

Pía esperaba visitas. Pareció aún más interesada cuando vio que éramos dos. Le dijimos que no comprábamos nada y su tono de voz se tornó menos amable.

Estaba tumbada en un sofá de lectura aunque no practicaba esa actividad para estimular la mente, pues no había nada que leer. Dudé de que supiera hacerlo, pero no se lo pregunté. Llevaba el pelo largo, con un extraño matiz bermellón, que probablemente ella consideraba moreno; sus ojos eran casi invisibles entre oscuros círculos de carbón y plomo de colores. Se la veía ruborizada, y no debido a una buena salud. Llevaba una túnica interior muy corta de color amarillo, y una exterior más larga y transparente, de un desagradable turquesa oscuro; la prenda externa tenía agujeros, pero no por eso había dejado de usarla. Las gasas eran caras. Llevaba horribles anillos en todos los dedos, siete cadenas colgando de su flaca garganta, brazaletes, tobilleras y ornamentos tintineantes en las trenzas. En Pía todo era exagerado menos el buen gusto.

Y pese a todo ello, aún podía ser una muñeca sincera y cariñosa.

—Queremos hablar de Asinia.

—Lárguense los dos —dijo ella.

XXXI

—A ti te gustan los retos, empieza —le dije a Petronio.

—No, el experto en brujas desagradables eres tú —replicó con cortesía.

—Bueno, tú eliges —le dije a Pía—. ¿Cuál de los dos?

—Tonterías. —Alargó las piernas para que las viéramos. Si las llevase limpias y no tuviese las rodillas tan gruesas podrían ser bonitas.

—Unas buenas piernas —mintió Petronio, en tono de admiración, un tono que los demás creían sincero hasta que a los cuatro segundos advertían que era una mofa.

—¡Márchense!

—Cántanos otra canción, querida.

—¿Desde cuándo conoces a Asinia? —intervine. Petronio y yo nos repartíamos los interrogatorios y era mi turno.

—Desde hace muchísimos años. —Pese a su cólera no pudo evitar respondernos.

—¿Dónde la conociste?

—En la tienda donde trabajaba.

—¿La cerería? ¿Ibas allí a comprar? —Supuse que Pía, por aquel entonces, era una esclava. En esos momentos debía de ser independiente, pero carecía de fondos.

—Nos gusta charlar.

—¿Y también ibais juntas a los juegos?

—No hay nada malo en eso.

—No habría nada malo si de verdad hubieseis ido.

—Pero si fuimos. —Le salió deprisa y con indignación. Hasta allí, la historia era cierta.

—¿Tenía novio Asinia? —me relevó Petro.

—Ella no.

—¿Ni siquiera uno del que no te hubiera contado nada?

—Ya me gustaría verlo. ¿Ésa? Pero si no sabe guardar un secreto, ni nunca lo ha querido.

—¿Amaba a su marido?

—Una estupidez por su parte. ¿Lo conocen? Es un llorón.

—Su esposa ha desaparecido. Es comprensible. —Petronio desperdició palabras para reprobarla mientras ella se metía los dedos mugrientos en sus enmarañados cabellos—. Entonces, ¿nadie vino con vosotras y Asinia no se encontró con nadie después? Será mejor que nos cuentes lo que pasó al salir del circo.

—No pasó nada.

—A Asinia le pasó algo —dije, relevándolo de nuevo.

—No le ha ocurrido nada.

—Está muerta, Pía.

—Me están tomando el pelo.

—Alguien la mató y la cortó en pedazos. No te preocupes, al final la encontraremos, aunque tardemos años.

Se había quedado pálida. Parecía muy distante. Era obvio que pensaba que podría haberle ocurrido a ella.

—¿Con quién se encontró Pía? —prosiguió Petro.

—Con nadie.

—No mientas. Y no temas que se lo contemos a Cayo Cicurro. Seremos discretos si es necesario. Queremos saber la verdad. Quienquiera que fuese la persona con la que Asinia se marchó, es peligrosa. Sólo tú puedes lograr que lo detengamos.

—Asinia era una buena chica. —No dijimos nada—. De veras lo era —insistió Pía—. No se marchó con nadie. Yo sí. Conocí a alguien y ella dijo que se iba a casa.

—¿Que vendría aquí?

—No. Yo necesitaba traer aquí a mi hombre, estúpido. Ella se iba a su casa.

—¿Y cómo se fue?

—A pie. Dijo que no le importaba.

—Creía que ambas habíais alquilado un palanquín. Cicurro piensa que eso fue lo que pasó. Te dijo que dejaras a Asinia en la puerta de su casa.

—Ya no nos quedaba dinero. Y además, era muy tarde. El circo ya estaba cerrando. Los asientos reservados ya estaban vacíos.

—Entonces, ¿la dejaste sola? —grité—. ¿A esa buena chica que era tan amiga tuya desde hacía tantos años, sabiendo que tendría que abrirse paso entre una multitud de juerguistas chillones y caminar hasta mitad de camino del Pinciano?

—Eso fue lo que ella quiso —insistió la chica—. Asinia era de ese modo. Hacía cualquier cosa por los demás; vio que yo ya tenía plan y se quitó de en medio.

—¿Te ayudó a entablar amistad con ese caballero?

—No.

—¿Solía hablar con hombres?

—No, era una inútil.

—Pero bonita.

—Oh, sí, atraía todas las miradas aunque ella no se daba cuenta.

—¿Era una persona demasiado confiada?

—Sabía suficiente.

—Pues parece que no —gruñó Petro airado. Hizo un ademán de repugnancia y me cedió el turno del interrogatorio.

—¿Quién era ese hombre?

—¿Y cómo quiere que lo sepa? Podía ser de cualquier sitio. No lo había visto nunca. Estaba borracho y no tenía dinero; en eso fui una estúpida. Si me lo encuentro otra vez, sus gónadas serán mías.

—Un amor ardiente, veo. Me interesan mucho las historias románticas. ¿Lo reconocerías si lo vieras?

—No.

—¿Estás segura de ello?

—Yo también había tomado mucho vino. No merece la pena que lo recuerde, créanme.

—Entonces, ¿dónde fue la última vez que viste a Asinia?

—En el Circo Máximo.

—¿Dónde? ¿Qué salida utilizasteis?

Pía echó los hombros hacia atrás y se dirigió a mí con tanta claridad como si yo fuera sordo.

—La vi por última vez junto al templo del Sol y la Luna. —Eso quedó perfectamente claro, pero enseguida lo estropeó con una nueva idea—. He dicho una mentira… La última vez que la vi caminaba por la calle de los Tres Altares.

La calle de los Tres Altares discurre desde extremo del ábside del circo, cerca del templo del Sol y la Luna que Pía había mencionado, y que sube hasta la colina Escara.

La colina Escara pasa por delante del templo del Divino Claudio y llega hasta el arco de Dolabella, que en la actualidad se usa como depósito del Aqua Claudia. Ahí se había encontrado la mano de Asinia.

Me pregunté si eso tendría importancia o si sólo era una coincidencia que la mujer fuera vista por última vez tan cerca de donde después había aparecido su mano mutilada. Y entre una cosa y otra, ¿adónde se habría dirigido? Dudaba de que llegáramos a averiguarlo.

Miré a Pía con amargura.

—¿Así que Asinia se dispuso a emprender su larga caminata hacia el norte y tú volviste a casa? ¿Cuántas personas había en la calle de los Tres Altares?

—Cientos de ellas, por supuesto. Era casi de noche. Bueno, bastante gente, sí.

—Has dicho que no había palanquines. ¿Algún otro tipo de vehículo?

—Sólo privados.

—¿Privados?

—Sí, ya sabe. Muchísimos mamones en sus grandes carros. Era mucho después del toque de queda.

—¿Cuántos carros?

—Oh, casi ninguno. —Su especialidad era contradecirse a sí misma—. No era la salida adecuada para eso. A los nobles les gusta que los recojan en la puerta principal o cerca del palco imperial, ya saben.

—Me temo que no —comentó Petro—. Para nosotros, después del toque de queda, la salida del lado del ábside es demasiado peligrosa.

Pía le dedicó una mirada lánguida. Para calmar a Petronio se necesitaba algo más que el rostro retorcido de una chica pintada.

—¿Viste si Asinia hablaba con alguien? —pregunté.

—No, no lo vi, pero ella no hacía esas cosas.

—¿Alguien intentó hablar con ella?

—¡Acabo de decírselo!

—Alguien pudo llamarla, o silbar, pero eso no significa que ella respondiera.

—No —dijo Pía.

—No nos estás ayudando mucho. —Petro decidió que había llegado el momento de ser abiertamente duro con ella—. Lo que le ocurrió a ella, podría haberte ocurrido a ti. De hecho, aún puede ocurrirte.

—Imposible. Ya no iré más a los juegos.

—Muy prudente por tu parte, pero ¿vendrás con nosotros una noche, al mismo lugar donde dejaste a Asinia, para ver si puedes reconocer a alguien?

—Yo no vuelvo a acercarme por allí.

—¿Ni para ayudarnos a encontrar al asesino de tu amiga?

—No servirá de nada.

—¿Cómo puedes estar tan segura de ello?

—Porque he vivido en este mundo.

Petro me miró. Si nos poníamos tan pesimistas como aquella furcia barata, acabaríamos dándonos por vencidos. Tal vez ni siquiera hubiésemos empezado. Quizá no deberíamos haberlo hecho pero, en esos momentos, nos encontrábamos metidos de lleno en ello. Sin que dijera nada, adiviné que quería que los vigiles interrogasen de nuevo a Pía con la esperanza de que le metieran miedo en el cuerpo. La calle del Cíclope en la que vivía debía pertenecer al Sector Primero o al Segundo; no lo sabía seguro, pero los límites discurrían cerca de Porta Metrovia, al final de la calle. Todo aquel territorio pertenecía a la Quinta Cohorte. Si no se habían enterado de que Rubella había suspendido a Petro, éste podría conseguirlo mediante una petición «oficial».

No teníamos ningún incentivo para continuar, y tratar con aquella chica resultaba muy doloroso. Cuando ya nos marchábamos, se echó a llorar, horrorizada.

—Lo que han dicho de Asinia, ¿no será verdad?

—Por desgracia lo es. —Petro se apoyó en el umbral de la puerta y puso los pulgares en el cinturón—. ¿No quieres decirnos nada más?

—No sé nada más —respondió Pía en tono de desafío.

Salimos y cerramos la puerta despacio. Petronio Longo bajó con firmeza los primeros tramos de las hediondas escaleras, luego se detuvo unos instantes y lo miré. Se mordía el dedo con aire meditabundo.

—Esa furcia estúpida miente —dijo.

XXXII

Petro y yo nos separamos en la puerta del edificio donde vivía Pía. Tal como esperaba, quería ir a charlar con la Quinta Cohorte. Su cuartel general estaba justo al final de aquella calle y muy cerca del depósito del Arco de Dolabella. Le sugerí que les pidiera que, cada noche, al terminar los juegos, vigilasen a conciencia por si acaso el asesino se dedicaba a contaminar las aguas justo ante sus narices.

—Muy bien, pero no necesito que me escribas el discurso de lo que debo decirles.

—Sólo unas cuantas cuestiones retóricas, socio.

—Eres un entrometido. —Volvió a adoptar un aire pensativo. Luego, en tono casi de desafío, añadió—: Mira, Falco, si Pía no está mintiendo en algo yo soy el Coloso de Rodas.

—Tú lo que eres es un testarudo colosal —sonreí, y como ya casi habíamos llegado al cuartel general de la Quinta, lo dejé, para qué continuar la farsa de representar a su propia cohorte. Aparecer con un investigador sería una señal inequívoca de que trabajaba por su cuenta.

La calle del Cíclope se encontraba a dos manzanas de distancia de la calle del Honor y la Virtud, otro destartalado y adecuadamente bautizado santuario para prostitutas con pasmosos historiales, entre ellas Marina, el excéntrico bollito que había sido novia de mi fallecido hermano y había dado a luz a Marcia. Yo me responsabilicé de Marina, ya que ella había dejado claro que no tenía intenciones de ser responsable de ella misma.

Como estaba tan cerca de lo que parecía inevitable, me obligué a ir a verlas a ambas.

Fue inútil. Tendría que haber sabido que lo sería mientras durasen los juegos. Marina había ido al circo, a un lugar en el que había doscientas mil personas. Debía de haber dejado a Marcia en algún sitio. Apenas encontré a nadie a quien poder preguntar, y de esos pocos nadie me pudo contar nada. Dejé mensajes para avisar a Marina de que había un tipo peligroso que secuestraba mujeres en su zona. Ella no haría caso, pero si creía que yo patrullaba en las cercanías haciendo un trabajo de vigilancia, tal vez se asustaría y cuidaría más de mi sobrina.

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