—Claro que no —respondió Petro, sombrío.
—Claro que no —repetí yo. El Alsietina está llena de porquería absolutamente natural.
El ingeniero nos miró nervioso con sus ojos pequeños. Sabía que Julio Frontino era demasiado importante y no podía despreciarlo, pero nosotros éramos un par de insectos desagradables a los que pisaría si se atreviera.
—Intentan saber cómo han sido introducidos unos pocos restos humanos, porque verdaderamente son muy pocos, en nuestros canales. Bien, yo apoyo esa iniciativa. —Mintió—. Sin embargo, debemos valorar la magnitud de la empresa que tenemos por delante. —Él hablaba y nosotros escuchábamos. Había recuperado la confianza, tal vez denegar peticiones lo hacía sentirse importante—. Las conducciones de agua tienen una longitud de entre doscientos y trescientos cincuenta kilómetros. —Aquello era un cálculo un tanto vago. Alguien tenía que haberlo medido con más exactitud, al menos cuando se construyeron los acueductos—. Se me ha comunicado que esos insólitos contaminantes…
—Extremidades humanas —intervino Petro.
—… han sido encontrados en torres de las aguas, cuyo número total en el sistema es abrumador.
—¿Cuántas? —se apresuró a preguntar Petro.
Estatio consultó a su secretario, que nos informó al momento.
—El Aqua Claudia y Anio Novus tienen casi cien torres, y en todo el sistema habrá bastantes más del doble.
Vi que Frontino anotaba las cifras. Lo hacía él mismo, sin utilizar escriba, aunque debía de tener muchos.
—¿Cuál es el caudal diario de agua? —preguntó. Estatio se puso nervioso—. Aproximadamente —añadió servicial.
Estatio necesitó consultar de nuevo con su secretario y éste, en tono prosaico, respondió:
—Es difícil medirlo porque las corrientes están en flujo constante, y también hay variaciones según las estaciones del año. Una vez, hice unas estadísticas del Aqua Claudia, uno de los cuatro grandes procedentes de las montañas de las Sabinas. Fue una locura, señor. Conseguimos realizar algunas mediciones técnicas y cuando extrapolamos las cifras, concluimos que el caudal era de algo más de siete millones de pies cúbicos al día. En términos de la vida cotidiana, son unos siete millones de ánforas de tamaño normal, o en
culleus,
si lo prefieren, unos sesenta mil.
Como un
culleus
es toda la carga de un carro, se me hacía difícil imaginar sesenta mil de ellos llenos de agua, llegando por el camino, y eso era sólo la cantidad que un solo acueducto suministraba a la ciudad.
—¿Es eso importante? —quiso saber Estado. En vez de mostrarse agradecido con su secretario, estaba molesto porque éste ponía en evidencia su ignorancia.
Frontino alzó la cabeza y lo miró, asombrado por las cifras.
—No lo sé —respondió—, pero es fascinante.
—Lo que nadie sabe —prosiguió el secretario, que parecía complacido— es si hay restos humanos sin descubrir en los depósitos del recorrido.
—¿Cuántos hay? —preguntó Petro al instante, antes de que el intrigado cónsul pudiera reaccionar.
—Innumerables. —Fue el propio Estatio el que quiso desairarlo. Parecía que el secretario sabía la respuesta correcta pero no quería decirla.
—Coja un censo y cuéntelos —gruñó Frontino, dirigiéndose al ingeniero—. Sé que esta contaminación repulsiva lleva años produciéndose—. Me asombra que la Compañía de Aguas no haya investigado antes.
Hizo una pausa a la espera de una respuesta, pero Estatio no dijo nada. Petro y yo presenciábamos una encarnizada lucha entre la inteligencia y la pedantería. El ex cónsul tenía todo el tacto y la elegancia de los buenos funcionarios, el ingeniero había ascendido en una institución corrupta, sentado en su poltrona, para sellar cualquier documento que le pasasen sus subordinados. Ninguno de los dos podía pensar que el otro espécimen existiera.
Frontino comprendió que tenía que mantenerse firme.
—Vespasiano quiere que este horrible caso cese de inmediato. Ordenaré al inspector de acueductos que haga registrar todas las torres lo antes posible, entonces tendremos que empezar con los depósitos de recogida. Hay que encontrar a las víctimas, identificarlas y celebrar sus funerales.
—Creía que eran esclavas —dijo Estatio débilmente, todavía resistiendo.
Se produjo una pausa.
—Probablemente lo son —convino Petronio. Su tono era duro—. Entonces, todo esto es un desperdicio de recursos y un riesgo para la salud pública.
El ingeniero, prudente, calló. En su silencio resonaban todas las bromas y obscenidades con que los trabajadores de los acueductos saludaban cada nueva aparición de miembros mutilados y los lamentos de sus superiores ante la tarea de tener que ocultarlo. Helena había dado en el clavo: aquellas muertes resultaban incómodas.
Hasta la comisión formal que podía detenerlas era una molestia impuesta de manera injusta desde arriba.
Julio Frontino nos miró a Petro y a mí.
—¿Alguna pregunta más? —Quería dejar claro que ya tenía bastante de Estatio y su verborrea inútil. Sacudimos negativamente la cabeza.
Mientras el grupo del ingeniero se marchaba, cogí por el cuello al rechoncho escriba del secretario. Yo llevaba una tablilla de tomar notas y una pluma y le pregunté su nombre, como si tuviera que presentar un informe de la reunión celebrada y necesitase confeccionar la lista de los asistentes. Me confió su nombre como si fuera un secreto de Estado.
—¿Y quién es el secretario? —pregunté.
—Bolano.
—Y si tuviera que comprobar mejor las estadísticas, ¿dónde podría encontrar a Bolano?
Con renuencia, el escriba me dio la dirección. Tal vez le aconsejaron que no colaborase con nosotros, pero debió de pensar que si yo abordaba al secretario, Bolano se desembarazaría de mí. Aquello estaba bien.
Volví junto a Frontino y le dije que sospechaba que Bolano era un experto. Me entrevistaría con él en privado y le pediría ayuda. Mientras, Petronio visitaría la oficina del prefecto del ayuntamiento y preguntaría a los vigiles para ver si habían aparecido más fragmentos de la última chica muerta. Pareció resentido al ver que ninguno de los dos le necesitábamos, y decidió que en lo único en que podía ocupar el día era en averiguar qué hacían los ex cónsules en casa.
Seguramente, pierden el tiempo como el resto de nosotros, pero con más esclavos para recoger las manzanas a medio comer y para que busquen los útiles y pergaminos que han guardado y no saben dónde.
Era más que probable que Estatio, el ingeniero, tuviese un despacho lleno de mapas que nunca consultaba, cómodas sillas plegables para las visitas, y aparatos para calentar el vino y revitalizarle la circulación si alguna vez se veía obligado a subirse a un acueducto un día un poco frío. Cuán a menudo debía ocurrirle…
Bolano tenía una choza. Estaba cerca del templo de Claudio y era difícil de encontrar porque estaba encajada en una esquina, detrás del depósito terminal del Aqua Claudia.
Había una razón para que fuese de ese modo: Bolano tenía que vivir cerca de su trabajo.
Bolano, por supuesto, era la persona que hacía el trabajo. Me alegró localizarle, ya que nos ahorraría mucho esfuerzo.
Sabía que hablaría. Tenía tanto que hacer que no podía permitirse holgazanear.
Íbamos a imponerle tareas extras, por lo que sería mejor responder de una manera práctica.
Su pequeña choza era un buen refugio contra el calor del verano. Una cuerda en un par de bolardos protegía a su ocupante de las miradas ajenas. Pura formalidad: cualquiera podía tropezar con ella. Fuera se amontonaban escaleras, lámparas y parapetos. El interior también estaba lleno de equipamiento: unas palancas especiales llamadas corobates, ejes de visión, dioptómetros, un odómetro, un reloj de sol portátil, plomadas, cuerdas de medir enceradas, divisores, compases… Sobre una piel desenrollada, que me pareció ser uno de los mapas de los que el orgulloso Estatio decía que eran demasiado confidenciales para nosotros, había un panecillo con fiambre a medio comer. Bolano lo tenía desplegado sobre la mesa, listo para ser consultado.
Debió de llegar unos instantes antes de que yo apareciese. Los trabajadores que aguardaban su regreso hacían cola pacientemente para presentarle cuentas y órdenes de variación. Me pidió que esperase mientras despachaba rápidamente con algunos de ellos mientras que a otros les prometía una visita inmediata a las obras. La cola se disolvió antes de que yo empezara a aburrirme.
Era un hombre bajo y macizo, con anchas espaldas y sin cuello. Llevaba la cabeza afeitada, una túnica de color cereza y un retorcido cinturón de cuero que tendría que haber tirado cinco años antes. Para sentarse en el alto taburete tuvo que hacer un movimiento extraño, como si sufriera de dolor de espalda. Uno de sus ojos castaños se veía brumoso, pero ambos parecían inteligentes.
—Soy Falco.
—Sí. —Se acordaba de mí. Me gusta pensar que impresiono, pero hay personas con las que puedes hablar durante una hora y luego, si te ven en un contexto diferente, no te reconocen.
—No quiero molestarte, Bolano.
—Todos tenemos que hacer nuestro trabajo.
—¿Te importa que sigamos la conversación que iniciamos esta mañana?
—Siéntese.
Me senté a horcajadas en otro taburete mientras él aprovechaba la ocasión para terminar el bocadillo de fiambre. Primero sacó un cesto de debajo de la mesa, abrió una servilleta inmaculada y me ofreció un bocado de un abundante almuerzo. Eso me preocupó. Las personas que son amables con los investigadores normalmente ocultan algo. Sin embargo, el aspecto de la merienda me convenció para que dejase de lado el cinismo.
—Mira, ya sabes que el problema es… —Hice una pausa para que quedase claro lo buena que estaba la comida—. Tenemos que encontrar a un psicópata. Una cosa que nos tiene asombrados es cómo mete los restos de sus víctimas en el agua. Las canalizaciones, ¿no son casi todas subterráneas?
—Tienen conductos de acceso para realizar el mantenimiento.
—¿Como las alcantarillas? Las conozco bien. Yo mismo me deshice de un cadáver en una de ellas. Era Publio, el tío de Helena.
—Las alcantarillas tienen una salida al río como mínimo, Falco. Cualquier cosa que discurre por los acueductos termina asustando al público en una casa de baños o en una fuente. ¿Cree que el asesino quiere que se descubran esos restos mortales?
—Quizá no los pone ahí deliberadamente. ¿Es posible que lleguen a los acueductos por casualidad?
—Es lo más probable. —Bolano mordió el panecillo con vigoroso apetito. Esperé mientras masticaba. Noté que era un hombre al que debía presionarse—. He estado pensando en ello, Falco.
Yo ya sabía que lo haría. Era una persona práctica que se dedicaba a resolver problemas. Misterios de todo tipo agobiaban su mente. Si proponía alguna solución, seguramente sería la acertada. Era el tipo de individuo al que desearía tener como cuñado, en lugar de los gorrones con los que se habían casado mis hermanas. Un hombre con el que construir un solario. Un hombre que te arreglaría una persiana rota mientras estuvieses de vacaciones.
—Los acueductos que discurren por arcadas tienen techos abovedados o, a veces, losas, principalmente para impedir la evaporación. De forma que puedes tirar porquería y esperar que caiga dentro, Falco. Cada setecientos metros hay una boca de acceso. Cualquiera puede encontrarlas, de hecho están señaladas con los
cippi.
—¿Las «lápidas»?
—Exacto. Augusto tuvo la brillante idea de numerar las bocas de acceso. En realidad, nosotros ya no utilizamos más ese sistema. Es más fácil guiarse por los hitos del camino. Es por ahí por donde se desplazan las brigadas de trabajo.
—Supongo que César Augusto no trabajaba en una de esas brigadas.
—Si unas semanas de trabajo en una brigada ayudasen a escalar posiciones en el Senado, las cosas irían un poco mejor —dijo Bolano con una mueca.
—Totalmente de acuerdo.
—De todas formas, encontrar las bocas de acceso no es difícil, pero todas ellas están cubiertas con unos grandes tapones de piedra que sólo se pueden levantar con una palanca. No necesitamos acceder a ellas tan a menudo como las brigadas que trabajan en las alcantarillas y, además, estamos librando una batalla contra quienes arreglan sus propias tuberías y roban agua, por lo que la posibilidad de que nuestro psicópata se meta en una de ellas es muy remota.
En realidad, aquello era una buena noticia.
—De acuerdo. ¿Y cuál es el escenario del crimen? No estamos hablando de un doméstico crimen pasional. Hay cierto malnacido que, desde hace mucho tiempo, ha cogido mujeres con la intención de abusar de ellas, tanto vivas como muertas. Luego tiene que deshacerse de las pruebas de manera que no le señalen directamente a él. Por eso, cuando mata a una mujer, la descuartiza para que le resulte más fácil deshacerse del cadáver.
—O porque le gusta hacerlo. —Bolano era un alma feliz.
—Ambas cosas, probablemente. Los hombres que matan repetidas veces pueden anular sus mentes. Tiene que ser un obseso, y además, es calculador. Entonces, ¿por qué ha elegido los canales de los acueductos? Y si son tan inaccesibles, ¿cómo lo hace?
—Tal vez no sean tan inaccesibles —admitió Bolano tras respirar hondo—. Tal vez trabaje en la Compañía de Aguas. Quizá sea uno de nosotros.
Era algo que yo, por supuesto, ya me había preguntado.
—Es una posibilidad —dije mirando seriamente a Bolano, que pareció aliviado por haber podido decirlo. Aunque se había sincerado conmigo, debía sentirse desleal hacia sus compañeros—. Eso no me gusta mucho, Bolano. Como los esclavos públicos trabajan todos en brigadas, a menos que toda una brigada esté al corriente de los asesinatos y haya encubierto a uno de sus integrantes durante años, piensa en los problemas que todo eso plantea. ¿Ha podido este asesino deshacerse de numerosos cadáveres sin que ninguno de sus compañeros lo haya notado? Y si alguien lo ha notado, seguramente ya se hubiese comentando algo.
—Ir a una conducción con una mano o un pie en el bolsillo tiene que ser algo horrible. —Bolano frunció el ceño.
—¿Un pie?
—Una vez apareció uno. —Me pregunté cuántos hallazgos macabros me quedaban aún por conocer—. El que lo tiró tuvo que haber esperado a que sus compañeros se marcharan para poder hacerlo sin que nadie lo viera.
—¡Qué estupidez! ¿Y merece la pena correr ese riesgo?