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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (16 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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Conseguí alejarme de los problemas sin que me abrieran la cabeza. Otros no fueron tan afortunados.

Como me encontraba cerca de los baños de Glauco, entré y me quedé en el gimnasio vacío levantando pesas y blandiendo una espada de prácticas contra un poste hasta que pasó el peligro. Para entrar en los baños de Glauco se necesitaba algo más que ser urbano. En la puerta había un cartel que decía: «ACCESO SÓLO CON INVITACIÓN» y eso imponía.

Cuando salí, las calles estaban tranquilas de nuevo y en el pavimento no había demasiada sangre.

Saliendo de los juegos, volvía a la oficina con la débil esperanza de encontrar a Petronio. Al entrar en la plaza de la Fuente vi que ocurría algo. Demasiadas cosas excitantes en un solo día. Retrocedí de inmediato hasta la barbería, que estaba ilegalmente abierta porque a los hombres les gustaba estar guapos en las festividades públicas (con la esperanza de que alguna prostituta se enamorase de ellos) y, además, el barbero de nuestra calle no tenía ni idea del calendario. Le dije que me cortara el pelo y observé la escena.

—Tenemos visitas —se burló el barbero, que no sentía demasiado respeto por la autoridad. Se llamaba Apio, era gordo, de piel sonrosada y tenía el peor cabello desde Roma hasta Regio. Estaba formado por unas hebras finas y grasas que le cubrían un cuero cabelludo lleno de escamas. Tampoco se afeitaba demasiado.

Él también había notado la presencia muy poco habitual de algunos lictores cansados que habían ido a refugiarse del sol bajo el pórtico de la lavandería de Lenia. Las mujeres habían dejado de trabajar y los miraban, a buen seguro contando chistes obscenos. Los niños seguían riendo y luego, uno tras otro, se atrevían a pasar los deditos por las hojas de sus hachas que sobresalían en los hatillos de armas que habían dejado en el suelo.

Los lictores son esclavos libertos o ciudadanos destituidos: duros pero dispuestos a rehabilitarse mediante el trabajo.

—¿Quién merece un seis? —le pregunté a Apio. El barbero siempre hablaba como si lo supiera todo, aunque yo nunca conseguía que respondiera con precisión a una pregunta directa.

—Alguien que quiere ser anunciado mucho antes de llegar personalmente. —Los lictores caminan en filas de a uno delante del personaje al que escoltan.

Seis era un número insólito. Para un pretor u otro oficial de rango, se utilizaban dos.

El emperador llevaba doce aunque los pretorianos también lo escoltaban. Yo sabía que aquel día, Vespasiano estaba encadenado a su palco en el circo.

—Un cónsul —decidió Apio. No sabía nada. Los cónsules también llevaban doce lictores en su escolta.

—¿Y por qué un cónsul habría de visitar a Lenia?

—¿Para quejarse de unas manchitas en su ropa interior?

—¿O de un mal planchado del dobladillo de su mejor toga? Por Júpiter, Apio, son los Juegos Romanos y la lavandería está cerrada. Eres un inútil. Mañana te pagaré el corte de pelo. Me ofende desprenderme de dinero durante un festival. Voy a salir a ver qué pasa.

Todo el mundo cree que los barberos son fuente de las principales habladurías. El nuestro no. Y Apio era típico. El mito de que los barberos siempre están al día de los escándalos tiene tanto de verdad como el que circula entre los extranjeros acerca de que los romanos socializan en las letrinas públicas. Cuando estás apretando las tripas para expulsar el conejo en su propia salsa de la noche anterior, lo último que quieres es que algún tipo amable aparezca con una sonrisa para pedirte la opinión sobre los decretos del Senado acerca de la cohabitación entre libertos y esclavos. Si alguien lo intentase conmigo, le restregaría en algún lugar sensible una esponja de limpiar alcantarillas usada.

Me entretuve con aquellos elevados pensamientos mientras cruzaba la plaza de la Fuente. En la lavandería, los lictores me dijeron que escoltaban a un ex cónsul, uno que había estado de servicio ese mismo año, pero que fue cesado para que otro pez gordo tuviese su oportunidad. Al parecer, estaba en la casa de enfrente, visitando a un tipo llamado Falco.

Aquello me puso de buen humor. Si hay algo que me molesta más que un oficial de alto rango abrumado por el peso de sus responsabilidades son los oficiales que acaban de librarse de ese peso y crean problemas. Entré a toda prisa, dispuesto a insultarlo, teniendo presente que si todavía estaba en año consular, estaba a punto de ponerme muy brusco con el ex magistrado más reverenciado y de más alto rango de Roma.

XXII

Hay mujeres que se horrorizarían si tuviesen que hablar con un cónsul. Una de las ventajas de que la hija de un senador fuese mi secretaria no remunerada era que, en vez de encogerse de pánico, Helena Justina recibiría al prestigioso personaje como si fuera un tío honorable y le preguntaría por sus hemorroides con toda tranquilidad.

Había dado al individuo un tazón de vigorizante canela caliente, una bebida que Helena sabía cocer con miel y una pizca de vino hasta que parecía ambrosía. Él estaba ya asombrado por su apacible hospitalidad y su agudo sentido común. Por eso, cuando entré con los pulgares en las hebillas de mi cinturón de fiesta como un cíclope irritado, fui presentado a un ex cónsul sometido por completo.

—Buenas tardes. Me llamo Falco.

—Mi esposo —sonrió Helena, especialmente respetuosa.

—Tu fiel esclavo —repliqué, honrándola con aquella nota alegre, cortés y romántica.

Bueno, ese día era festividad pública.

—Julio Frontino —dijo aquella eminencia, en tono sencillo.

Asentí y él hizo lo propio.

Me senté a la mesa y la elegante anfitriona me tendió mi tazón personal. Helena iba de blanco reluciente, el color adecuado para el circo. Aunque no llevaba joyas debido a los muchos merodeadores y los ladrones callejeros, iba llena de lazos trenzados que le daban pulcritud y frivolidad a la vez. Para que quedase más claro cómo funcionaban las cosas en casa, cogió otro tazón y se sirvió canela. Ambos alzamos las copas con solemnidad mirando al cónsul y aproveché la ocasión para examinarlo con calma.

Si tenía la edad habitual de los cónsules, contaba cuarenta y tres años; cuarenta y cuatro si ya había cumplido ese año. Inmaculadamente afeitado y rasurado. Un nombramiento de Vespasiano, por lo que estaba obligado a ser competente, astuto y a tener confianza en sí mismo. Mi forma de observarlo no le había incomodado y la pobreza de mi hogar no le había desconcertado. Era un hombre con una sólida carrera a sus espaldas, aunque tenía la energía necesaria para seguir escalando puestos de importancia antes de llegar a anciano. Era delgado, fuerte y parecía sano. Alguien a quien respetar si no querías tener problemas, alguien dispuesto a no dejar títere con cabeza.

Él también me estaba valorando. Se me veía revitalizado por el gimnasio, vestía mi ropa de fiesta pero calzaba botas militares. Vivía en un barrio pobre pero con una chica de posición, éramos una mezcla sofisticada. Sabía que afrontaba la agresión plebeya pero, en cierto modo, lo habían apaciguado con costosa canela del lujoso Oriente.

Además, lo bombardeaba el olor picante de los lirios de final de verano en una maceta de bronce de Campania. Y la canela la tomaba en un tazón de cerámica, decorado con unos exquisitos antílopes corriendo. Teníamos buen gusto. Teníamos contactos comerciales interesantes, éramos viajeros y nos ganábamos la amistad de personas que nos hacían bonitos regalos.

—Busco a alguien que quiera trabajar conmigo, Falco. Camilo Vero te ha recomendado.

Cualquier misión enviada a través del padre de Helena tenía que recibirse con toda la cortesía posible.

—¿De qué trabajo se trata? ¿Cuál sería su papel en él? ¿Y el mío?

—Primero necesito conocer tus antecedentes.

—Seguro que Camilo ya le habrá informado…

—Me gustaría que me lo contaras tú.

Me encogí de hombros. Nunca me quejo de las manías de los clientes.

—Soy investigador privado: trabajos judiciales, para albaceas, tasaciones financieras, obras de arte robadas. En estos momentos tengo un socio que está suspendido de empleo en los vigiles. De vez en cuando, el palacio me contrata de manera oficial para trabajos de los que no puedo hablar, por lo general en el extranjero. Es lo que he venido haciendo en los últimos ocho años. Antes, serví en el Ejército, en la Segunda Legión de Augusto, en Bretaña.

—¡Bretaña! —Frontino respingó—. ¿Qué opinas de Bretaña?

—No volvería a ir.

—Gracias —comentó con sequedad—. Acaban de nombrarme gobernador de esa provincia.

—Seguro que le parecerá un lugar fascinante, señor —dije con una sonrisa—. Yo he estado dos veces. Mi primera misión para Vespasiano también me llevó allí.

—Bretaña nos gustó más de lo que Marco Didio admite —intervino Helena con diplomacia—. Creo que si alguna vez los informadores fueran expulsados de Roma, nos retiraríamos ahí. Marco sueña con una granja tranquila en un valle fértil y verde… —Helena era una malvada, sabía muy bien que yo odiaba el lugar.

—Es un país nuevo en el que está todo por hacer —dije, con tono de orador pomposo. Intenté esquivar los traviesos ojos de Helena—. Si le gustan los retos y trabajar duro, seguro que disfrutará, señor.

—Bien, ya hablaremos de eso. —El cónsul pareció relajarse—. Pero ahora me gustaría tratar de algo más urgente. Antes de marcharme a Bretaña, se me ha pedido que supervise una comisión de investigación. Me gustaría terminarla lo antes posible.

—Entonces, ¿no se trata de una investigación privada? —preguntó Helena con inocencia.

—No.

Pescó la barra de canela de su tazón y la estrujó ligeramente contra el borde de éste.

Nadie apresuraba las formalidades y yo confiaba en la curiosidad investigadora de Helena.

—¿Es un trabajo para el Senado? —preguntó.

—Para el emperador.

—¿Ha sido él quien le ha sugerido que Marco le ayude?

—Vespasiano me dijo que tu padre podía ponerme en contacto con alguien digno de toda confianza.

—¿Para hacer qué? —insistió con dulzura.

—¿Necesitas su aprobación? —me preguntó Frontino con aire divertido.

—Ni siquiera estornudo sin su permiso.

—Pero si nunca me haces caso —terció Helena.

—¡Te hago caso siempre, mi dama!

—Entonces, acepta el trabajo.

—Pero si no sé qué es…

—Papá quiere que lo hagas y el emperador también. Necesitas su buen nombre.

Haciendo caso omiso de Frontino, se inclinó hacia mí y me tocó la muñeca con sus largos y delgados dedos de la mano izquierda. En uno de ellos llevaba el anillo de plata que yo le había dado como prueba de mi amor. Miré el anillo, y luego la miré a ella fingiendo tristeza. Ella se ruborizó. Me golpeé el hombro con el puño y bajé la cabeza: la sumisión del gladiador. Helena cloqueó con reprobación—. ¡Demasiado circo! Deja de hacer teatro, Julio Frontino pensará que eres un payaso.

—No. Si un ex cónsul se rebaja acercándose al Aventino es porque ya ha leído mi inmaculada ficha y ha quedado impresionado.

Frontino frunció los labios.

—Escucha —siguió presionando Helena—, me parece que ya sé lo que quieren que hagas. Hoy, en el Foro, ha habido disturbios.

—Estaba allí.

—Entonces, ¿fuiste tú? —preguntó, mirándome sorprendida.

—¡Gracias por tu confianza, cariño! No soy un delincuente, pero tal vez esa ansiedad pública la hemos originado Lucio Petronio y yo.

—Vuestros hallazgos son la comidilla de toda la ciudad. Vosotros habéis destapado la olla, ahora tenéis que solucionarlo —dijo Helena con severidad.

—Yo no. Ya hay una investigación abierta sobre los asesinatos de los acueductos.

Está bajo los auspicios del inspector de acueductos, y el malnacido de Anácrites trabaja en ella.

—Pero ahora Vespasiano ha ordenado una investigación superior —añadió Helena.

Ambos miramos a Julio Frontino. Dejó el tazón sobre la mesa y abrió los brazos en un gesto de reconocimiento, aunque estaba algo desconcertado por cómo hablábamos en su presencia y juzgábamos su petición.

—Lo único que necesito saber, señor —proseguí con otra sonrisa—, es que su investigación tiene prioridad sobre cualquier cosa que esté llevando a cabo el inspector de acueductos, es decir, que los ayudantes de usted tengan autoridad sobre los suyos.

—Cuenta mis lictores —replicó Frontino un tanto irritable.

—Seis. —Debían haberle asignado un buen lote ya que la misión era muy especial.

—Al inspector de acueductos sólo le han asignado dos. —Bien, si Frontino tenía más potestad que el inspector, yo tendría más que Anácrites.

—Será un placer trabajar con usted, cónsul —dije. Entonces apartamos los hermosos tazones y nos dispusimos a preparar un esquema de lo que debía hacerse.

—¿Podríais prestarme un plato? —pidió Frontino con calma—. Uno que no utilicéis demasiado.

Helena y yo intercambiamos una mirada. Sus ojos denotaban preocupación.

Probablemente ambos sabíamos para qué lo quería.

XXIII

La tercera mano estaba hinchada pero entera. Julio Frontino la desenvolvió y nos la ofreció sin dramatismo, colocándola en nuestro plato como si fuera un órgano recién amputado por un cirujano. Las dos primeras estaban ennegrecidas por la descomposición, pero ésta era negra porque su dueña había sido negra, de Mauritania o africana. La suave piel del dorso de la mano era cómo de ébano, con la palma y los dedos mucho más claros. Tenía las cutículas muy cuidadas y las uñas pulcramente cortadas. Parecía una mano joven. Los dedos, todos ellos presentes, tenían que haber sido tan hermosos y delgados como los de Helena, que acababan de tocar mi muñeca con tanto apremio. Era una mano izquierda. Atrapado en la carne hinchada del dedo anular llevaba una alianza de boda.

Julio Frontino guardaba un tenso silencio. Yo me sentía deprimido. De repente, Helena Justina alargó el brazo y tapó con un trapo la mano mutilada, mucho más oscura que la suya. Extendió los dedos y procuró no tocarla. Fue un gesto de involuntaria ternura hacia la chica muerta. Helena tenía la misma expresión que cuando tapaba a nuestra niña dormida. Tal vez, el que yo lo advirtiera le tocó la fibra sensible ya que, sin mediar palabra, se puso de pie y fue a la habitación contigua donde Julia Junila dormía en la cuna. Después de una breve pausa, en la que pareció comprobar que nuestra hija estaba bien, volvió a reunirse con nosotros y se sentó, con el ceño fruncido. Su estado de ánimo era sombrío, pero no dijo nada, por lo que Frontino y yo empezamos a discutir nuestro trabajo.

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