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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (20 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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—El prefecto del ayuntamiento no me ha dicho nada de esto. —Frontino estaba decepcionado. Los canales oficiales le habían fallado. Nosotros, simples sabuesos, nos habíamos anticipado a la red de su ilustre compañero, al parecer, sin llegar a extenuarnos.

—Estoy seguro de que las noticias le llegaran enseguida. —Petro sabía decirlo de manera que quedase claro que el prefecto nunca se enteraría—. Discúlpeme por vaciar de antemano canales oficiales: quería estar en condiciones de interrogar a ese hombre antes de que se inmiscuyan esos idiotas que investigan por cuenta del inspector de acueductos.

—Entonces, lo mejor sería hacerlo ahora.

—Será delicado —dije, esperando disuadir al cónsul.

—A Cayo todavía no se le ha dicho que su mujer está muerta —explicó Petro—. Mi viejo subordinado, Martino, se las ha apañado para no revelarle que ya se conoce su trágico destino. —En realidad, Martino fue tan lento que sólo relacionó a Cayo Cicurro con la mujer muerta después de que el hombre se hubo marchado.

—¿Y no tendría que haberle informado de su desgracia? —preguntó Frontino.

—Será mejor que se lo expliquemos nosotros. Conocemos los detalles del hallazgo y somos los que nos ocupamos de la investigación principal. —Petro rara vez demostraba que desaprobaba el proceder de Martino.

—Queremos ver la reacción del marido cuando se entere de lo ocurrido —añadí.

—Sí, yo también quiero verlo. —Era imposible frenar a Frontino, estaba decidido a acompañarnos. Petronio tuvo la brillante idea de decir que la túnica a rayas púrpura del cónsul podía intimidar al afligido esposo, por lo que Frontino se sacó la túnica, la enrolló en forma de pelota y pidió prestada una túnica de color liso.

Yo era el que usaba la talla más parecida a la suya. Helena fue al armario y cogió una de mis túnicas blancas menos remendadas. El ex cónsul se desnudó y se la puso sin ruborizarse.

—Será mejor que nos deje hablar a nosotros, señor —dijo Petro.

Me pareció que nuestro nuevo amigo Frontino era muy atractivo, pero si había alguien a quien Petronio odiara más que a los pájaros de altos vuelos que mantienen las distancias era a los pájaros de altos vuelos que jugaban a ser uno de los nuestros.

Mientras salíamos en tropel, Petro se detuvo de repente en el porche.

Al otro lado, una bonita silla de mano se detenía a la puerta de la lavandería. De ella bajó una pequeña figura. Lo único que vi fueron retazos muy finos de fina tela violeta, con unos pesados dobladillos de oro que remataban aquella hermosa prenda, y una tobillera en una pierna delgada. La que vestía aquella fruslería habló unos instantes con Lenia y luego se encaminó hacia las escaleras de mi apartamento.

Por la forma en que Petronio se escabullía doblando la esquina para entrar en la calle de los Sastres, debía ser precisamente eso lo que quería.

XXVII

Mientras caminábamos en la dirección que Martino le había indicado a Petro, oímos un clamor lejano procedente del circo. Los Juegos Romanos, de quince días de duración, seguían su curso. El presidente de los juegos debía haber dejado caer su pañuelo blanco y las cuadrigas empezaban a salir al amplio estadio. Doscientas mil personas contenían el aliento ante algún vuelco o algún fallo de conducción. Su exhalación masiva resonaba en la calle entre el Aventino y el Palatino, lo que provocó que las palomas alzaran el vuelo, describieran unos círculos en el cielo y luego volvieran a posarse en sus tejados y balcones calentados por el sol. La multitud acogió la reanudación de la carrera con gritos de aliento.

En algún lugar del Circo Máximo se encontraban los hermanos Camilo y Claudia Rufina (de hecho, sólo Justino y Claudia). Y también por allí tenía que estar el asesino que descuartizaba mujeres, el hombre cuyo último espantoso crimen debíamos explicar a un marido que ignoraba lo ocurrido. Y si Cayo Cicurro no podía contarnos algo útil, en algún otro lugar del Circo Máximo estaría la siguiente mujer cuyo destino era terminar mutilada en las aguas de los acueductos.

Cayo Cicurro tenía una cerería. Vivía con su esposa, con la que no había tenido hijos, en el tercer piso de un bloque lleno de inquilinos de su misma condición. El apartamento estaba abarrotado de objetos pero ordenado. Incluso antes de llamar a su brillante aldaba con forma de cabeza de león, las respetables macetas de flores y el felpudo del rellano nos sugirieron una cosa: probablemente su Asinia no era una prostituta. Nos abrió una esclava joven. Iba limpia y aseada, y se la veía tímida aunque no intimidada. El buen orden doméstico era evidente. Las repisas estaban limpias de polvo y había un agradable aroma de hierbas secas. La esclava nos invitó a sacarnos nuestro calzado de calle.

Encontramos a Cayo sentado solo, con la mirada perdida en el vacío y el cesto de hilar de Asinia a sus pies. En las manos tenía lo que debía de haber sido su joyero, y se pasaba cuentas de colores y de cristal de roca por entre los dedos. Se le veía obsesivamente turbado y adormilado por el dolor. Su infelicidad no era simplemente la típica de un chulo abandonado por la pérdida económica.

Cayo era de piel aceitunada pero completamente italiano. Yo nunca había visto unos brazos tan peludos como los suyos; en cambio, tenía la cabeza casi calva. Con treinta y tantos años, parecía un hombre totalmente ordinario e inofensivo que aún no sabía lo que había perdido y las terribles circunstancias de esa pérdida.

Petronio nos presentó, explicó que realizábamos una investigación especial, y le pidió que nos hablase de Asinia. Pareció contento. En realidad, le gustaba hablar de ella; la echaba muchísimo de menos y necesitaba consolarse explicándole a alguien lo dulce y amable que había sido. Era hija de la liberta de su padre, y Cayo la había amado desde los trece años. Eso explicaba por qué el anillo de boda le quedaba tan apretado. La chica creció con él. En estos momentos sólo tendría, tenía, veintiún años, dijo Cayo.

—¿Ha denunciado su desaparición esta mañana? —Petronio siguió dirigiendo la entrevista. Gracias a su trabajo en los vigiles tenía mucha experiencia para dar malas noticias a los afligidos, incluso más que yo mismo.

—Sí, señor.

—Pero ¿lleva más tiempo desaparecida? —Pareció que la pregunta lo alteraba—. ¿Cuándo la vio por última vez? —preguntó Petro en voz baja.

—Hace una semana.

—¿Ha estado usted fuera de casa?

—Sí, visitando la granja que tengo en el campo —respondió Cayo. Petro había adivinado algo de eso—. Asinia se quedó en casa. Tengo un pequeño negocio, una cerería, de la que ella se ocupa. Le confío todos mis negocios, es una compañera maravillosa.

—La cerería, ¿no estaba cerrada por ser festividad pública?

—Sí, por lo que cuando empezaron los juegos, Asinia fue a pasar unos días con una amiga que vive mucho más cerca del circo; de ese modo, no tendría que recorrer por la noche todo el camino de vuelta hasta casa. No me gusta que se mueva sola por Roma.

Vi que Petronio respiraba hondo, preocupado por la inocencia del hombre. Para aliviarlo, intervine en la conversación y, con amabilidad, pregunté:

—¿Cuándo advirtió exactamente que Asinia había desaparecido?

—Ayer por la noche, cuando llegué. La esclava me dijo que Asinia estaba en casa de su amiga, pero cuando llegué allí, la amiga me contó que hacía tres días que había regresado.

—¿Estaba segura?

—Sí, la trajo aquí en palanquín y la dejó en la puerta. Ella sabía que yo esperaba que lo hiciera de ese modo. —Miré a Petronio. Tendríamos que hablar con esa amiga.

—Perdone que le haga esta pregunta —dijo Petronio—, pero comprenda que tenemos que hacerla. ¿Hay alguna posibilidad de que Asinia se viera con otro hombre durante su ausencia?

—No.

—¿Su matrimonio era completamente feliz y la chica era tranquila?

—Sí.

Petronio elegía sus palabras con cuidado. Como habíamos empezado la investigación suponiendo que las víctimas eran chicas de vida alegre, de las que pueden desaparecer sin llamar mucho la atención, siempre cabía la posibilidad de que Asinia hubiera llevado una doble vida, desconocida para su ansioso marido. Sin embargo, sabíamos que era más probable que el psicópata que la había mutilado fuese un extranjero y que Asinia tuviera la mala suerte de que él la viese y pudiera secuestrarla. Recordé las mutilaciones que Lolio me había descrito. Los hombres que mataban a las mujeres de esa forma nunca habían estado unidos sentimentalmente a ellas.

En esos momentos, se nos decía que la víctima era una chica respetable, pero ¿dónde se había metido desde que su amiga la dejara en la puerta de su casa? ¿En pos de qué aventura habría salido? ¿Lo sabía su amiga?

Petronio, que llevaba el anillo, lo sacó del bolsillo. Se tomó su tiempo. Sus movimientos eran lentos y su expresión grave. Se suponía que Cayo empezaría a intuir la verdad, pero no daba muestras de hacerlo.

—Quiero que vea una cosa, Cayo. ¿Lo reconoce?

—¡Claro que sí! Es el anillo de Asinia. Entonces, ¿la han encontrado?

Impotentes, vimos que la cara del marido se iluminaba de alegría.

Advirtió despacio que los tres hombres que llenaban su diminuta habitación se habían puesto sombríos. Lentamente comprendió que estábamos esperando que llegase a la trágica conclusión verdadera y palideció gradualmente.

—No encuentro otra manera de decirlo —empezó Petronio—, pero me temo, Cayo Cicurro, que debemos dar por muerta a su querida esposa. —El afligido esposo calló—. Hay muy pocas dudas acerca de ello. —Petronio intentaba decirle que no había cadáver.

—¿La han encontrado?

—No…, y lo peor de todo es que tal vez no la encontremos.

—Entonces, ¿cómo puede decir que…?

—¿Ha oído hablar de los restos humanos que de vez en cuando aparecen en el suministro de agua? —preguntó Petronio tras un hondo suspiro—. Hace tiempo que un asesino mata mujeres, las descuartiza y luego las deja en los acueductos. Mis colegas y yo estamos investigando el caso.

—¿Y qué tiene que ver todo esto con Asinia? —Cicurro seguía negándose a comprender.

—Tenemos que creer que este asesino la ha secuestrado. El anillo de Asinia se encontró en el depósito terminal del Aqua Claudia. Lamento mucho tener que decírselo pero una de sus manos estaba con él.

—¿Sólo la mano? ¡Entonces tal vez esté viva! —El hombre se aferraba a la mínima esperanza.

—No lo crea —dijo Petro con voz áspera. Aquello le resultaba casi insoportable—. Convénzase a sí mismo de que ha muerto, amigo. Convénzase de que murió muy deprisa, cuando la secuestraron hace tres días. Dígase que ella no sabía nada en absoluto y que lo que le ocurrió después al cuerpo no tiene ninguna importancia porque Asinia no lo sintió. Díganos todo lo que sepa y que nos ayude a arrestar al hombre que mató a su esposa antes de que mate esposas de otros ciudadanos.

Cayo Cicurro lo miró asombrado. Su mente no podía ir tan deprisa.

—Entonces, ¿Asinia está muerta?

—Me temo que sí.

—Era tan hermosa… —Empezaba a asimilar lo ocurrido. Su tono de voz se intensificó—. Asinia no era como las demás mujeres. Tenía un carácter tan dulce y nuestra vida familiar estaba tan llena de afecto… No, no puedo creerlo. Es como si sintiera que va a volver a casa en cualquier momento. —Unas gruesas lágrimas surcaron su rostro. Finalmente, había aceptado la verdad y a partir de ese momento, tendría que aprender a soportarla, y eso tal vez le llevaría toda la vida—. ¿Sólo han encontrado la mano? ¿Qué le ha ocurrido al resto del cuerpo? ¿Qué tengo que hacer yo? ¿Cómo debo enterrarla? —Cada vez se ponía más frenético—. ¿Dónde está ahora esa mano?

—La mano de Asinia está siendo embalsamada —intervino Frontino—. Se la devolveremos en un cofrecito cerrado con candado. No rompa el candado, se lo ruego.

A todos nos aterraba la idea de que si aparecían más restos, tendríamos que decidir si se los devolvíamos, pieza por pieza, a aquel pobre desgraciado. ¿Celebraría funerales por cada miembro por separado o los coleccionaría para un solo y último funeral?

¿Llegado qué punto decidiría que ya tenía bastantes trozos del cuerpo de su amada para justificar la ceremonia? ¿Cuando encontráramos el torso con el corazón? ¿Cuando encontrásemos la cabeza? ¿Qué filósofo podía decirle dónde residía el alma de su amada? ¿Cuándo terminaría su dolor?

Resultaba indudable que su devoción por Asinia era auténtica. Las semanas que tenía por delante podían llevarlo a la demencia, nada de lo que hiciéramos le ahorraría el sufrimiento de pensar en su amargo final. Le diríamos muy poco pero, como nosotros, enseguida imaginaría el trato que la víctima había recibido del asesino.

Petronio salió de la habitación como si fuera a buscar a la esclava para que atendiera a su amo. Primero lo oí hablar en voz baja. Supe que estaba comprobando discretamente la información sobre los últimos movimientos conocidos de Asinia y que, probablemente, conseguiría el nombre y la dirección de la amiga en cuya casa se había hospedado. Hizo pasar a la chica a la sala y nosotros nos marchamos.

Al salir, hicimos una pequeña pausa. El encuentro nos había desmoralizado.

—Una esposa perfecta —dijo Frontino, citando las esquelas tradicionales—. Modesta, casta y en absoluto pendenciera. Se quedaba en casa y cardaba la lana.

—Tenía veinte años —gruñó Petronio desesperado.

—Que la madre tierra la acoja en su seno —dije para terminar la fórmula. Como todavía no habíamos encontrado lo que quedaba de Asinia, tal vez nunca la completaríamos.

XVIII

Esa noche, ninguno de nosotros podía afrontar más trabajo. Petro y yo acompañamos al cónsul a su casa. Se desvistió en las escaleras de la entrada y me devolvió la túnica.

Se notaba que era de clase alta; un plebeyo se avergonzaría de tal excentricidad. Yo conocía luchadores que se volvían de espalda para desnudarse, incluso en el ambiente tranquilo de las termas. El portero de la mansión de Frontino pareció alarmarse y eso que, seguramente, estaba acostumbrado a la conducta de su amo. Dejamos al cónsul a buen recaudo y el esclavo nos hizo un guiño para agradecernos que no nos hubiéramos reído.

Entonces Petro y yo volvimos despacio al Patio de la Fuente. Unas cuantas tiendas abrían de nuevo sus puertas para aprovechar las ventas de la tarde a medida que el circo se vaciaba; todas las calles estaban llenas de hombres con expresión pérfida, buscavidas, esclavos que no andaban detrás de nada bueno y chicas en acción; la gente hablaba demasiado fuerte. Nos echaron a empujones de las aceras y cuando nos metimos en la calzada otros nos dieron empellones y tropezamos con alcantarillas abiertas.

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