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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (32 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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Odiaba a Fláccida y dijo que nadie en la casa conocía su paradero. No me molesté en llamar y hablar con Milvia.

En la calle no había presencia de vigiles, de otro modo, yo lo hubiera notado. Por ello regresé al Aventino pasando por el cuartel general de la Cuarta Cohorte del Sector Duodécimo. Hablé con Marco Rubella y le pregunté qué había ocurrido con su equipo de vigilancia.

—La actividad de Balbino ha terminado. Él está muerto y no queremos que nos acusen de acosamiento. ¿Qué equipo de vigilancia?

Rubella había sido jefe de centuriones, tenía una experiencia de veinte años en la legión y en aquel momento estaba al mando de mil aguerridos ex esclavos que formaban su cohorte contra incendios. Tenía el cuero cabelludo brillante, una barbilla gruesa y roma y unos profundos ojos castaños que habían presenciado cantidad de actos de violencia irracionales. Le gustaba considerarse una araña peligrosa que tiraba de los hilos de una gran tela perfectamente formada. Se tenía en demasiada estima, era obvio, pero yo nunca le desdeñaba o le contradecía. No era estúpido, y tenía mucho poder en el distrito donde yo vivía y trabajaba.

Me senté en su oficina sin que me lo ofreciera. Con cuidado, puse las botas en el borde de su valiosa mesa de trabajo y con el tacón rocé el tintero de plata como si fuera a volcarlo deliberadamente.

—¿Qué equipo? El grupo de vigilancia que cualquier tribuno inteligente como usted, Marco Rubella, pondría para seguir los pasos de Cornelia Fláccida, viuda de Balbino Florio.

Los ojos castaños de Rubella revolotearon de uno a otro de los objetos de su escritorio. Su larga carrera en el ejército le había enseñado a respetar el equipamiento, un respeto que aún tenía en aquel destacamento donde carecía por completo de él. Su tintero siempre estaba lleno y la bandeja de arena también. Una leve sacudida de mis pies insolentes y aquella bonita mesa se convertiría en un caos. Le sonreí como si no tuviera intenciones de hacerlo. Se le veía incómodo.

—No puedo hacer comentarios sobre el curso de la investigación, Falco.

—Muy bien. Guárdese sus comentarios donde le quepan. No soy el editor de
La Gaceta
en busca de un titular sensacionalista. Sólo quiero saber dónde se ha metido Fláccida. Eso, a usted, a largo plazo le interesa. —Podía basarme en ese argumento para obtener sus favores. Rubella era un oficial nato. Nunca se movía a menos que fuera en interés propio, pero si lo había, no se movía, saltaba.

—¿Cómo está la situación?

Le conté lo que sabía. Rubella era un profesional y eso me merecía demasiado respeto para confundirlo. Además, el ofrecimiento de compartir una confidencia siempre lo incomodaba, y eso era muy agradable.

—Fláccida ha tenido una gran discusión con su yerno, el mafioso Florio, y se ha marchado de casa. La estúpida de Milvia cree que el asesino de los acueductos ha cortado en rebanadas a su mamá, una tontería, por supuesto. Al asesino de los acueductos le gustan unas víctimas más jugosas; de eso podemos estar seguros.

—¿Hasta dónde has llegado? —preguntó Rubella—. ¿Es cierto que ayer apareció una cabeza en la cloaca?

—No exactamente lo que los excelentes ingenieros etruscos originariamente calcularon pero, sí, es cierto. Y un torso en Tíbur, la misma mañana. A decir verdad, de momento no es que estemos avanzando, y eso que cooperan todas las cohortes de los vigiles y se realizan dos investigaciones distintas. Una para el inspector de acueductos, que no ha conseguido nada, lo cual no lamento porque está dirigida por el jefe del Servicio Secreto.

—No te cae bien, ¿eh? —se burló Rubella.

—No apruebo sus métodos, su actitud, ni el hecho de que le esté permitido contaminar la tierra… El equipo con el que trabajo —con tacto deliberado omití especificar que trabajaba con Petronio, al cual Rubella había suspendido de empleo— tiene pocas pistas. Me marcho a Tíbur con Frontino, el ex cónsul encargado de la investigación. ¿Lo conoce? —Negó con la cabeza—. Al parecer, han sido hallados fragmentos de cuerpos desaparecidos. Dígame, por favor, ¿cómo trabajan las fuerzas del orden por ahí afuera?

—¿En el Lacio? —El tribuno habló del campo con el desdén de un hombre de ciudad. Él también lamentaba los fallos de la administración local—. Supongo que en los mejores pueblos hay algo parecido a un duunviro que organiza una cuadrilla armada si, por casualidad, son acosados por una banda de ladrones de pollos especialmente violentos.

—En las provincias extranjeras es el ejército el que se encarga de mantener el orden.

—Pero en la sagrada Italia no, Falco. Somos una nación de hombres libres, no podemos tener soldados a los que dar órdenes. La gente no les haría caso, ¿y cómo crees que se sentirían, los pobres muchachos? Hay una cohorte de la Guardia Urbana en Ostia, pero eso es una excepción porque se trata del puerto.

—Para proteger los cargamentos nuevos de cereales —añadí—. Sí, también hay urbanos en Puteoli, por la misma razón.

A Rubella le molestó que yo supiera tanto.

—Fuera de Roma no encontrarás policía regular.

—Qué asco.

—Dicen que en el campo no hay delitos.

—Sí, y todas sus cabras tienen cabeza humana y sus caballos nadan por debajo del agua.

—La Campiña es un lugar salvaje, y lo peor de todo son sus habitantes. Es por eso que tú y yo, Falco, vivimos en una gran ciudad, donde todos estos amables agentes de túnicas rojas garantizan que podamos dormir tranquilos.

Aquélla era una visión romántica de los vigiles y de su eficiencia, pero él ya lo sabía.

El Lacio no me sería un problema. Aunque Rubella lo ignoraba, yo me había pasado media infancia ahí. Sabía plantar ajos, sabía que las setas crecían sobre boñigas de vaca, pero que era mejor no mencionar ese detalle al servirlas. Y Rubella tenía razón: yo prefería Roma.

—No acabo de creerme que Fláccida haya sido secuestrada por un asesino —dije, retomando el hilo de la conversación—. Tiene que ser un tipo valiente e ingenioso a la vez. Petronio Longo diría que es probablemente Florio el que quiere quitarla de en medio. Florio está vinculado con las bandas y ahora ya podría organizarlas él solo. Y tiene otro móvil mucho más fuerte. Mi teoría, muy cínica, por cierto, es que a la propia Milvia le encantaría ver fuera de juego a su peleona madre.

—¿Y Petro? —bromeó Rubella—. Siempre había pensado que era grande, y callado y profundo…

—Supongo que le gustaría que esa bruja desapareciese, pero aún le apetecería más pescarla en pleno delito y llevarla ante el juez. Lo que Milvia pretende es que Petro la ayude a averiguar dónde está su querida madre. Si le puedo decir que la vieja está bien, con eso conseguiremos mantenerla alejada de Petro.

—¿Es cierto que alguien le dio una buena paliza? —Rubella solía saber todo lo que ocurría en su zona.

—Florio se ha enterado de la aventura de Milvia y Petronio, Fláccida se lo ha contado, por eso se pelearon. Él decidió por fin hacer notar su presencia.

—Roma puede apañárselas perfectamente sin Florio. —La sola idea de Florio flexionando los músculos bastaba para preocupar a Rubella—. Y todo eso, ¿afectará a la actitud que Petronio tiene hacia la mujer?

—Es la única esperanza a la que podemos aferrarnos.

—No pareces muy optimista.

—Bueno, creo que él quiere recuperar su trabajo cuanto antes. —Yo conocía a Petro desde hacía mucho tiempo.

—Pues vaya manera de demostrarlo. Yo le di un ultimátum que ha pasado completamente por alto.

—Y eso usted lo sabe —comenté en voz baja— porque sus hombres han visto a Petronio frecuentando la casa de Milvia. Desde el juicio de Balbino, ha tenido espías vigilando todos los movimientos de Fláccida, pero cuando ella decide desaparecer, ¿sus hombres no la han seguido hasta su nueva guarida?

—Tuve que disolver ese cuerpo de guardia —se quejó Rubella—. Ella es demasiado lista para ir dejando pistas, y esa vigilancia nos cuesta mucho dinero. Además, sin Petronio Longo, voy escaso de personal.

—¿Así que disolvió el equipo de vigilancia antes de que ella se marchara? ¿O es que por fin me han sonreído los hados?

Le gustaba tenerme intrigado. Luego sonrió.

—Se retirarán esta noche, después del último turno.

Alcé los pies de la mesa, evitando tirar el tintero y la bandeja de arena. Para añadir énfasis, me incliné hacia adelante y retoqué ligeramente la posición de los objetos hasta dejarlos pulcramente alineados. No sé si ese malnacido se sintió agradecido por mi moderación, pero me dio la nueva dirección de Cornelia Fláccida.

La mujer había alquilado un apartamento en un pasaje bajo el Esquilino, cerca de las Murallas Servias. Para llegar hasta allí, tuve que bajar hasta la puerta del ábside del circo, pasando por lugares que habían tenido mucha importancia en nuestra persecución del asesino de los acueductos. Dejé atrás el templo del Sol y la Luna, la calle de los Tres Altares y el templo del Divino Claudio. Me desvié hacia la calle del Honor y la Virtud y fui a visitar a Marina. Había salido. Conociéndola, aquello no era ninguna sorpresa.

El nuevo cubil de Fláccida era un amplio piso en la segunda planta de un limpio bloque de apartamentos. Cuando su marido fue condenado y el Tesoro confiscó todos sus bienes, se le permitió conservar todo el dinero que pudiera demostrar que era suyo, como la dote y las herencias personales. Así, y por más que afirmase que la habían dejado en la ruina, ya se había instalado en una casa nueva, con esclavos llenos de moratones negros y azules, como era habitual entre sus sirvientes, y un mobiliario básico. Todo el recinto estaba decorado con frescos y vasijas de tipo griego, fabricadas en serie en el sur de Italia y utilizadas por todos aquellos que quieren llenar espacios de una manera estética sin tener que molestarse comprando en los mercadillos de antigüedades. Parecía que Fláccida llevase tiempo viviendo allí y aposté a que no se lo había contado ni a Milvia ni a Florio.

Estaba en casa. Lo supe por los agentes de los vigiles que la controlaban desde una tienda de comestibles que se encontraba al otro lado de la calle. Fingiendo no saber que su presencia se consideraba un secreto, los llamé y los saludé con la mano. Seguramente Fláccida estaba al corriente de ello. Además, si el cuerpo de vigilancia estaba a punto de ser disuelto, ya no tenía demasiada importancia delatar su escondrijo. Me dejaron entrar aunque sólo fuera para que no alarmara a los vecinos. No era una casa en la que te invitaban a pasteles de sésamo y té de menta. Me daba lo mismo, ya que cualquier cosa que me diesen podía estar envenenada.

Para celebrar su emancipación de la generación más joven, la valiente dama se había mandado hacer un peinado nuevo, y había cambiado el tinte del cabello por un rubio más intenso. Estaba tumbada en un sofá de marfil, y vestía unas prendas en contrastados púrpuras y escarlatas cuya compra habría alegrado a un gran número de tejedores y tintoreros. Cuando mandase las gasas a la lavandería, se produciría un tumulto entre los clientes cuyas prendas quedasen manchadas por la terrible mezcla de colores. No hizo ningún ademán de levantarse y saludarme. Debió de ser porque sus zapatos tenían una suela de plataforma de varios centímetros y ponerse en pie con ellos o caminar tenía que ser un infierno. O tal vez pensó que no merecía la pena. Bueno, ese sentimiento era mutuo.

—¡Qué sorpresa, Cornelia Fláccida! Estoy encantado de verla viva y tan bien… Corrían rumores de que la habían secuestrado para hacerle una disección.

—¿Quién haría eso? —Era indudable que Fláccida creía que se trataba de algún enemigo de los bajos fondos. Seguramente tenía muchísimos.

—Podría ser cualquiera, ¿no cree? Hay tantas personas que albergan la fantasía de saber que usted ha sido torturada y mutilada…

—Oh, usted siempre lleno de buenos deseos. —Soltó una brusca carcajada que me hizo apretar los dientes.

—Yo apostaría a que son Florio, o Milvia, aunque, por extraño que parezca, ha sido su hija la que ha hecho correr el bulo. Le tiene tanto cariño que me ha contratado para que la busque. Tendré que informarla de que está usted tan fresca como una rosa, aunque no necesariamente tengo que revelarle dónde se encuentra.

—¿Cuánto? —preguntó con aire cansino, suponiendo que yo quería dinero para callar.

—No, no. No puedo aceptar dinero.

—Pensaba que era usted un investigador.

—Digamos que me conformaría con que usted se apuntara al movimiento general que hay en su familia para dejar de molestar a mi amigo Lucio Petronio. Me alivia no tener que añadirla a la lista de mujeres cortadas en pedazos y tiradas a los acueductos.

—No —convino Fláccida, impasible—. No le gustaría verme sonriendo, con la cabeza asomando en una fuente. Y no quiero entrar en unas termas de hombres y que esos bastardos tengan excusa para dar unos cuantos golpes bajos.

—No se preocupe —la tranquilicé—. Este asesino prefiere víctimas más jóvenes y lozanas.

XLVII

Para una salida de quince días, resolver asuntos y hacer visitas de despedida me tomó más tiempo que cuando me marché de Roma por seis meses. Yo hubiera preferido no decírselo a nadie, pero en ello había cierto peligro. Aparte del ambiente de histeria contenida de Roma, debido al cual hubiesen corrido rumores de que toda nuestra familia había sido secuestrada por el asesino de los acueductos, el tiempo era todavía cálido, y no queríamos que mi madre apareciera por casa y dejara media langosta en nuestra mejor habitación, en un recipiente sin tapadera.

Eso no significaba que tuviera que contárselo directamente, y le pedí a mi hermana Maya que lo hiciera después de nuestra marcha. Mi madre nos hubiera cargado de paquetes para la tía abuela Foeba, que vivía en la granja familiar. La Campiña se extiende al sur y al este de Roma, formando un gigantesco arco entre Ostia y Tíbur, pero en la mente de mi madre sólo contaba el pequeño lugar en Vía Latina en el que vivían los chalados de sus hermanos. Decirle que no íbamos cerca de la granja de Fabio y Junio hubiera sido como golpearme la cabeza contra una pared. Para mi madre, la única razón para ir al campo era traer más productos de mejor calidad, cogiéndolos gratis en casas de parientes a los que llevaba años sin ver.

Yo, en realidad, iba por el vino. Era absurdo ir a la Campiña sólo a por un asesino psicópata que mataba mujeres. El Lacio era el lugar al que iba un chico romano cuando sus bodegas se quedaban vacías.

—¡Tráeme un poco! —gruñó Famias, el marido de Maya, que era un borrachín.

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