Read Tres manos en la fuente Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (35 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
12.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Miramos hacia abajo, al maldito río que corría a nuestros pies.

—¿Relevante? —lo presionó Frontino.

—Creo que sí.

—Tú siempre has creído que los restos son arrojados primero al río —dije—. Eso fue lo que sugeriste la primera vez que hablamos.

—¡Buena memoria! —exclamó con una sonrisa.

Se me acababa de ocurrir una mala idea.

—¿Y crees que los tiran precisamente aquí?

Nos miramos el uno al otro y luego volvimos a fijarnos en la presa. Enseguida vi los problemas. Cualquier persona que se subiera al puente a tirar cosas al agua sería vista desde varios kilómetros de distancia. El embalse tenía una cara vertical en el lado del depósito, pero bajaba en suave pendiente por el lado del río. Tirar miembros humanos con fuerza suficiente para que cayesen al Anio era imposible y además, el asesino corría el riesgo de caer él mismo. Si soplaba viento, sería especialmente peligroso. Aun ese día, en que el valle estaba lleno de flores silvestres y pájaros cantores, un día caluroso, húmedo y sin viento, allí arriba las constantes ráfagas amenazaban con hacernos caer.

—Es una idea pintoresca, pero, piénsala de nuevo —dije, explicando mis dudas.

—Entonces tendrían que ver el río entre este punto y Vía Valeria —dijo Bolano, encogiéndose de hombros.

Lo único que yo quería era cruzar el puente con mucho cuidado y volver a tierra firme.

L

Mis compañeros me encargaron la tarea de inspeccionar las fincas de importancia.

Esa noche nos alojamos en Sublaqueum y me pasé el resto de la tarde averiguando que casi toda la tierra cultivada de la entrada del valle y al pie del monte Livata formaba parte de la inmensa finca imperial. Cualquier emperador que planease construir un parque recreativo tendría que asegurarse que sólo sería controlado por los aduladores que se llevase consigo para ayudarle a disfrutar de su aislamiento. Los chismosos inveterados nunca se quedarían sin trabajo.

La villa había pasado a Vespasiano. Estaba casi abandonada y era probable que siguiera de ese modo. Nuestro nuevo emperador y sus dos hijos detestaban los delirios de ostentación a los que Nerón era tan aficionado. Cuando querían visitar las montañas de la Sabina, como hacían con frecuencia, iban hacia el norte, a Reato, pueblo natal de Vespasiano, donde la familia poseía numerosas fincas y pasaba los veranos al viejo estilo, en la tranquilidad y la paz del campo, como si fueran unos sanos mozos rurales.

Ninguno de los esclavos imperiales que en esos momentos cuidaban la villa de Nerón o los habitantes ordinarios del pueblo podían permitirse la costumbre de viajar regularmente a Roma para divertirse. Todavía teníamos que encontrar una mansión privada, cuyos dueños fueran personas que tuvieran tiempo libre, dinero y que, año tras año, asistieran a los festivales más importantes.

Al día siguiente regresamos hasta Vía Valeria, en busca de ese tipo de propiedad.

Frontino y Bolano se adelantaron una vez más para encontrar alojamiento nocturno, mientras yo me detenía a investigar en una villa privada que parecía lo bastante fastuosa.

—Te toca a ti. Yo ya he cubierto mi cupo en Tíbur —me dijo Frontino alegremente.

—Sí, señor. ¿Y tú, Bolano? ¿No quieres ayudarme a hacer unas cuantas preguntas?

—No, Falco. Yo sólo aporto mi experiencia técnica.

—Gracias, amigos.

La finca era propiedad de los hermanos Fulvio, un jovial trío de solteros. Todos tenían alrededor de cuarenta años y admitieron alegremente que les gustaba ir a Roma para los juegos. Les pregunté si el conductor regresaba a la finca después de dejarlos en la ciudad. Oh, no, porque los Fulvio prescindían de pagar sueldos extra y se turnaban conduciendo. Eran gordos, curiosos, no paraban de contar historias divertidas, y se los veía muy desinhibidos. Enseguida me formé la imagen de un grupo alborotador, unos borrachines alegres que iban y venían de Roma cuando les apetecía. Dijeron que iban a menudo, aunque no eran asistentes fijos y de vez en cuando se perdían algún festival.

Aunque ninguno de ellos se había casado, parecían demasiado amantes de la diversión y demasiado unidos entre sí para que uno de ellos fuera un asesino secreto y morboso.

—Por cierto, ¿fueron a la ciudad durante los últimos Juegos Romanos?

—Pues no. —Aquello los exculpaba del asesinato de Asinia.

Cuando los presioné, resultó que no habían estado en Roma desde los últimos juegos de Apolo, que tuvieron lugar en julio, y luego confesaron un tanto avergonzados que había sido en julio del año anterior. Vaya hombres de mundo. Aquellos solteros eran realmente unos hombres amantes del hogar. Al final les conté a los Fulvio la razón de mi interés y les pregunté si sabían de algún vecino que se desplazase a Roma para los festivales. Por ejemplo, en sus anteriores viajes, ¿nunca habían adelantado a algún otro vehículo local que llevara el mismo destino que ellos? Respondieron que no. Luego se intercambiaron miradas y pareció como si compartieran alguna broma secreta, pero creí sus palabras.

Eso pudo ser un error. El Anio pasaba exactamente por su finca. Me dejaron que inspeccionara la zona; el terreno estaba lleno de cabañas, establos, graneros, corrales para animales y hasta un mirador en forma de imitación de templo en la soleada orilla del río. En cualquiera de esos lugares podían haber encerrado a las mujeres secuestradas para torturarlas, matarlas y descuartizarlas. Yo era muy consciente de que los Fulvio parecían unos seres felices y de naturaleza sincera y que, sin embargo, podían albergar oscuros celos y descargar odios largo tiempo contenidos a través de actos perversos.

Yo era romano y cualquiera que prefiriese vivir en el campo despertaba mis sospechas.

Seguí recorriendo el valle y encontré otra entrada particular, no mucho más arriba de donde el agua era desviada del río hacia la conducción del Anio Novus. La finca se veía algo distinta de las fértiles huertas de los Fulvio. Había olivos aunque, como ocurría en tantos otros lugares, parecían no tener dueño pero eso no significaba que estuvieran abandonados. Era probable que el propietario apareciera en la época de la cosecha. Sin embargo, los árboles tenían un aspecto tan descuidado que mis amigos de la Bética que cultivaban olivos los hubieran mirado con desdén. Alrededor de los troncos crecía demasiada vegetación. Los conejos silvestres se sentaban a mirarme en vez de huir para poner a salvo sus vidas. Quise seguir caminando, pero el deber me obligaba a entrar en esa finca e investigar. Seguí un sendero flanqueado de altas hierbas, escondido bajo la maleza. Cuando llevaba recorrida una corta distancia, encontré a un hombre quieto junto a un montón de troncos que estaban a un lado del camino. Si hubiera llevado un hacha o alguna otra herramienta afilada, me habría puesto nervioso, pero me miraba sorprendido como si no esperase encontrar a nadie. Como me hallaba en una finca particular, tuve que detenerme.

—¡Hola!

Su respuesta fue una insondable mirada rural. Probablemente era un esclavo, bronceado y curtido por el trabajo al aire libre; llevaba el pelo descuidado, le faltaban varios dientes y tenía la piel gruesa; edad indeterminada, unos cincuenta años tal vez; ni demasiado alto ni enano; iba mal vestido, llevaba una burda túnica marrón, cinturón y botas. Difícilmente podría considerársele un dios, pero no era peor que los otros miles de plebeyos que poblaban el imperio y que nos recordaban lo afortunados que habíamos sido por haber ido a la escuela, tener personalidad y la energía necesaria para procurar por nosotros mismos.

—Iba a acercarme a la casa. ¿Podrías decirme quién vive allí?

—El viejo —dijo con una recia voz rural. Tenía los pómulos anchos y su expresión no era exactamente hostil. De hecho, había respondido. Como yo no me había presentado, eso era mucho más de lo que podía esperarse en Roma. Era probable que tuviera órdenes de ahuyentar a los desconocidos, ya que podían ser ladrones de ganado.

Dejé de lado los prejuicios.

—¿Trabajas para él?

—Ésa es mi tarea en la vida. —Había conocido a tipos como él. Culpaban al mundo de todas sus desventuras personales. Un esclavo de su edad podía esperar ganarse la libertad de una manera o de otra, tal vez no tenía la posibilidad de ahorrar dinero gracias a su encanto personal o de demostrar una forma correcta de lealtad. En realidad, carecía del encanto y la sofisticación de los esclavos de Roma.

—Necesito saber si alguien de aquí se desplaza a Roma para asistir a los juegos del Circo Máximo.

—El viejo no. ¡Tiene ochenta y seis años!

Nos reímos un poco. Eso explicaba el aire de abandono de la finca.

—¿Te trata bien?

—No podría pedirle más. —Con la broma, el esclavo se había vuelto más tratable.

—¿Cómo se llama?

—Rosio Grato.

—¿Y vive aquí solo?

—Sí.

—¿No tiene familiares?

—Están en Roma.

—¿Puedo ir a verlo? —El esclavo se encogió de hombros a modo de asentimiento.

Supuse que no averiguaría nada importante pero me había equivocado en mi juicio anterior. No se había opuesto a mi petición—. Y tú, ¿cómo te llamas?

Me miró con la leve arrogancia que muchas otras personas demuestran, como si esperasen que todo el mundo las conociera.

—Turio.

Asentí con la cabeza y seguí caminando. Rosio Grato estaba sentado en un diván en el porche, perdido en sueños de cosas ocurridas sesenta años antes. Era obvio que se pasaba las horas de ese modo. Iba tapado con una manta, pero vi una figura encogida, algo jorobada, con el pelo cano y los ojos acuosos. Se le veía muy bien atendido y, teniendo en cuenta su edad, en relativa buena forma, aunque no lo bastante para dar siete vueltas corriendo al estadio. Ciertamente no era un asesino.

Una ama de llaves me hizo pasar y me dejó hablar a solas con él. Le formulé unas cuantas preguntas sencillas, a las que respondió con gran cortesía. Me miró como si fingiera ser más bobo de lo que era, pero a casi todos los ancianos les divierte hacerlo; yo esperaba con ganas poder hacerlo algún día. Conversando, le dije que había ido hasta allí desde Tíbur.

—¿Has visto a mi hija?

—Pensaba que su familia vivía en Roma, señor.

—Oh… —El pobre viejo parecía confundido—. Sí, tal vez. Sí, sí, eso es. Tengo una hija en Roma…

—¿Cuándo la vio por última vez, señor? —Deduje que llevaba tanto tiempo abandonado en aquel lugar que había olvidado qué familia tenía.

—Oh…, no hace mucho —me aseguró, aunque algo me sugirió que había pasado mucho tiempo, pero el viejo era tan vago que muy bien hubiese podido ser dos días antes. Como testigo, el viejo consiguió aparentar que no podía fiarme de él. Sus hundidos ojos sugirieron que él también lo sabía y que no le importaba confundirme.

—¿Y visita Roma con frecuencia?

—Tengo ochenta y seis años, ¿no lo sabe?

—¡Eso es fantástico! —le aseguré. Ya me lo había dicho dos veces.

Se le veía deseoso de compañía, aunque tenía pocas cosas interesantes que contar.

Conseguí librarme de él lo más amablemente que pude. En Rosio Grato había algo que sugería cierta maldad, pero cuando supe que no podía ser el asesino, me marché. Volví a la carretera y en esta ocasión no me encontré a nadie en el sendero.

LI

El lugar donde nos alojaríamos estaba cerca de las diversas fuentes que alimentaban el Aqua Marcia. Bolano había sugerido que su situación subterránea hacía que su acceso para el asesino fuera muy difícil e improbable. Las manos mutiladas no entraban de esa forma en el suministro de agua. Pero Bolano creía que podría encontrar la respuesta a nuestra pregunta. Tal como habíamos acordado, Frontino y él me esperaban en el hito cuarenta y dos de la carretera, que estaba junto a un gran depósito de barro en el nacimiento del Anio Novus. El valle estaba lleno de cantos de pájaros. Era una brillante tarde que contrastaba con las sombrías conversaciones que tendríamos que mantener.

Una presa con una compuerta en el lecho del río ayudaba a canalizar parte de la corriente hacia ese depósito. Formaba un gran estanque de sedimentos que filtraba las impurezas antes del inicio del acueducto. En esos instantes, por primera vez en muchos años, había sido vaciado y limpiado. En toda su superficie se secaban bancos de barro dragado. Unos esclavos públicos de lentos movimientos descargaban su desayuno de un asno, después de dejar las herramientas en las bolsas: una escena típica. El asno volvió repentinamente la cabeza, y cogió un bocado que desapareció rápidamente. Sabía cómo sacarle el máximo provecho a la Compañía de Aguas.

—Con los acueductos —nos explicó Bolano—, es difícil e innecesario elaborar un sistema de filtración en todo su recorrido. Intentamos hacer un gran esfuerzo al principio y luego situamos depósitos adicionales al final, justo antes de que empiece la distribución, pero eso significa que todo lo que pase el primer filtro puede llegar hasta Roma.

—Y llegar enseguida. Al día siguiente —apunté, recordando lo que me había contado en otra de nuestras conversaciones.

—¡Es mi discípulo predilecto! En fin, tan pronto como llegamos aquí arriba vi que habíamos tenido problemas. Este estanque no se había limpiado desde que Calígula inauguró el canal. Ya pueden imaginar qué encontramos.

—¿Eso fue cuando descubriste más restos? —se apresuró a preguntarle Frontino.

—Encontré una pierna. —Bolano parecía mareado.

—¿Eso es todo? —Frontino y yo intercambiamos una mirada. El mensaje que nos había llegado antes implicaba extremidades de todo tipo y tamaño.

—¡Para mí fue suficiente! Su estado de descomposición era muy avanzado. Tuvimos que enterrarla. —Bolano, que había aparentado tanta frialdad, estaba verdaderamente alterado hablando de la horrible pierna que encontró—. No puedo explicar lo que fue quitarle el lodo. Encontramos huesos sueltos que no pudimos identificar. Los trajo un capataz. A los obreros les gustaba tener una jarra en la que coleccionaban los hallazgos interesantes, y si entre ellos había restos humanos antiguos, mucho mejor.

—Preguntaré a alguien que se dedique a la caza —sugirió Frontino, siempre práctico mientras sostenía, impasible, los trozos de nudillo y fémur—, pero aunque lleguemos a la conclusión de que son humanos, no creo que nos ayuden en la investigación.

—Pero éstos sí —dijo Bolano, al tiempo que abría su mochila.

Sacó un paquete pequeño de tela que parecía una servilleta de su excelente cesta del almuerzo. Lo desenvolvió con cuidado y nos mostró un pendiente de oro. Era un buen trabajo de joyería, en forma de luna creciente y cinco cadenitas colgando, las cuales terminaban en unas hermosas bolas de oro. Bolano lo sostuvo en silencio, como si lo imaginara en una hermosa oreja femenina. Con el pendiente, había también una cadena que debía ser un trozo de un collar más largo porque le faltaba el cierre. Estaba formado por unas bonitas cuentas azules, probablemente lapislázuli o algo parecido, que alternaban con unos rombos de oro de delicada talla.

BOOK: Tres manos en la fuente
12.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Intercept by Dick Wolf
The First Lie by Diane Chamberlain
Lady in Red by Máire Claremont
Exile by Julia Barrett
Forest & Kingdom Balance by Robert Reed Paul Thomas
El enemigo de Dios by Bernard Cornwell
Hero, Come Back by Stephanie Laurens