Mi madre frunció el ceño. Era una mujer diminuta, de ojos negros, que podía alborotar en el mercado como un ejército bárbaro. Tenía en el regazo a mi hija recién nacida, que había empezado a berrear justo en el momento de mi aparición. El enfado de Julia al contemplar a su padre no era la razón de que mi madre frunciera el ceño. Yo había insultado a su favorito.
Era su huésped Anácrites. Un tipo afable, pero sus ropas tenían el mismo perfume que una pocilga tras varios meses de descuido. Trabajaba para el emperador, era el jefe del Servicio Secreto. Era de tez blanca, callado, y tenía una grave herida en la cabeza que, lamentablemente, no había podido terminar con él y lo había reducido a un espectro. Mi madre le había salvado la vida. Eso significaba que, en esos instantes, se sentía obligada a tratarlo como a un semidiós especial al que merecía la pena cuidar.
Relamido, Anácrites había aceptado el trato. Afilé los dientes.
—Saluda a Anácrites, Marco. —¿Saludarlo? No era amigo mío. Una vez planeó un complot para matarme aunque mi odio hacia él no tenía nada que ver con eso. Lo único que ocurría era que en mi grupo de allegados no había lugar para un manipulador malvado y peligroso con el sentido moral de un holgazán.
Cogí a la pequeña que gritaba. Dejó de llorar y nadie pareció impresionarse. Emitió unos sonidos guturales junto a mi oreja de una forma que yo sabía que significaba que estaba a punto de vomitarme encima. La tumbé en la hermosa cuna que Petronio había hecho para ella, con la esperanza de poder fingir que cualquier desaguisado que ocurriera a continuación me sorprendería como a todo el mundo. Mi madre empezó a mover la cuna y la crisis remitió.
—Hola, Falco.
—¡Anácrites! ¡Qué mala cara tienes! —le dije alegremente—. ¿Acabas de volver de los Mundos Inferiores porque ensuciaste la barca de Caronte? —Estaba decidido a confundirlo antes de que tuviese la oportunidad de saltarme encima—. ¿Qué tal va el espionaje en estos tiempos? Todas las golondrinas del Palatino cantan que Claudio Laeta ha hecho todo lo posible para que consiguieras ese trabajo.
—Oh, no. Laeta se esconde en las alcantarillas.
Sonreí con complicidad. Claudio Laeta era un ambicioso alto funcionario de palacio que esperaba incorporar a Anácrites y a la red de inteligencia a su departamento. Ambos estaban implicados en una lucha de poder que a mí me parecía divertidísima, siempre que pudiera mantenerme al margen de ella.
—¡Pobre Laeta! —me burlé—. Nunca tendría que haberse metido en ese negocio con Hispania. Tuve que hacer un informe al emperador en el que no salía muy bien parado.
Anácrites me miró con el ceño fruncido. Él también se había metido en el negocio de Hispania. A buen seguro se preguntaba qué le habría contado de él a Vespasiano.
Todavía convaleciente, una película de sudor brilló de pronto en su frente. Estaba preocupado y eso me gustaba.
—Anácrites no está en condiciones de volver al trabajo. —Mi madre nos contó algunos detalles que lo sonrojaron de vergüenza. Asentí con falsa compasión para que supiera que me encantaba que sufriera jaquecas terribles y problemas intestinales.
Intenté preguntar por más detalles, pero mi madre captó mis intenciones—. Tiene una baja indefinida, firmada por el emperador.
—¡Oh! —me burlé, como si aquello fuera el primer paso hacia la jubilación—. A muchas personas los golpes fuertes en la cabeza les han provocado después un cambio de personalidad. —A él no parecía haberle afectado, lo cual era una pena, porque cualquier cambio en la personalidad de Anácrites hubiera sido una mejora.
—He traído a Anácrites para que podáis charlar un rato a solas —dijo mi madre. Yo permanecí impasible—. Ahora que eres padre tendrás que encontrar algún trabajo decente. Necesitas un socio, alguien que te dé unos cuantos consejos. Anácrites puede ayudarte a ponerte en marcha… los días en que se sienta bien.
En esos instantes fue a mí a quien entraron ganas de vomitar.
En un rincón, mi fiel amigo Lucio Petronio había estado mostrando furtivamente a mis cuñados la mano mutilada de la torre de las aguas. Esos devoradores de cadáveres siempre esperaban algo sensacional.
—Bah —oí alardear a Lolio—. Eso no es nada. En el Tíber cada semana pescamos cosas peores.
Algunos de los hijos de mis hermanas vieron aquel espeluznante objeto y se acercaron corriendo llenos de curiosidad. Petro se apresuró a envolver la mano en un trozo de tela. Esperé que no fuera una de nuestras nuevas servilletas hispanas. Formaba un paquete intrigante, que despertó la curiosidad de
Nux,
una decidida perra callejera que me había adoptado. El animal saltó sobre el paquete y todo el mundo se abalanzó sobre él para quitárselo.
La mano se desenvolvió y cayó al suelo, de donde fue recogida por Mario, el hijo mayor de mi hermana Maya; un chico muy serio que acababa de entrar en la habitación en ese instante. Cuando vio a su hijo de ocho años, siempre tan comedido, oliendo aquel despojo tan descompuesto, con la aparente aprobación de Lucio Petronio, mi hermana favorita utilizó un lenguaje que yo no pensaba que conociera. Buena parte de él describía a Petronio y el resto me lo dedicaba a mí.
Maya se aseguró de haber cogido la botella del excelente aceite de oliva que yo le había traído como regalo de la Bética y entonces ella, Famia, Mario, Anco, Cloelia y la pequeña Rhea se fueron a casa.
Bueno, de ese modo ganamos algo de espacio.
Mientras todos los demás reían con disimulo y se mostraban evasivos, Petro me pasó su grueso brazo por el cuello y saludó a mi madre con afecto.
—¡Cuánta razón tienes, Junila Tácita, al decir que Falco tiene que sentar cabeza! En realidad, él y yo hemos estado por ahí hablando largo y tendido de la cuestión. Se siente inútil, ¿sabes?, pero reconoce su posición. Tiene que montar un despacho, resolver unos cuantos casos lucrativos y que le ayuden a ganarse una reputación para que el trabajo siga llegando.
Qué buena idea. Me pregunté por qué no se me habría ocurrido antes, pero Petronio no había terminado.
—Hemos encontrado la solución ideal. Como ahora estoy apartado de los vigiles, me voy a mudar a su viejo apartamento y le echaré una mano. Como socio.
Miré a Anácrites con compasión.
—Has llegado una décima de segundo tarde para el festival. Me temo que el puesto de trabajo ya está cubierto, amigo. ¡Mala suerte!
Cuando dejamos caer el paquete en la mesa de recepción, Fúsculo se apresuró a cogerlo. Siempre había sido un buen comedor y pensó que se trataba de un tentempié.
Le dejamos abrirlo.
Por un segundo creyó que se trataba de alguna nueva forma de fiambre de carne y luego retrocedió con un chillido.
—¡Aggg! ¿Donde habéis estado jugando, pequeños vagabundos? ¿A quién pertenece esto?
—Quién sabe. —Petronio había tenido tiempo de acostumbrarse a la mano mutilada.
Mientras el dicharachero Fúsculo aún estaba pálido, Petro se mostraba indiferente.
—No tiene anillo de compromiso con el nombre de su amado, ni tatuaje céltico de glasto azul. Está tan hinchada y deformada que ni siquiera puede decirse si es de hombre o de mujer.
—De mujer —dijo Fúsculo. Estaba muy orgulloso de su experiencia profesional. La mano, a la que le faltaban cuatro dedos, estaba tan hinchada por haber estado en el agua que su afirmación no tenía ninguna base real.
—¿Cómo va el trabajo? —le preguntó Petronio anhelante. Comprendí que, como socio de mi empresa, su compromiso sería escaso.
—Iba muy bien hasta que llegasteis vosotros dos.
Estábamos en el cuartelillo de la Cuarta Cohorte. Casi todo él era un almacén de material contra incendios, que indicaba cuál era la primera ocupación de los vigiles.
Cuerdas, escaleras, cubos, hachas, grandes esterillas de hierba, zapapicos y la bomba de agua, estaba todo preparado para entrar en acción. Había una diminuta celda vacía en la que se encerraba a pequeños maleantes y pirómanos, y una habitación donde los agentes de guardia jugaban a dados o pegaban a los ladrones y los pirómanos si eso les resultaba más divertido.
A esa hora, ambos recintos solían estar vacíos. La celda preventiva se utilizaba de noche. Por la mañana, sus miserables inquilinos eran puestos en libertad tras una amonestación o eran conducidos a la oficina del tribuno donde los sometían a un interrogatorio formal. Como la mayoría de delitos ocurrían al amparo de la oscuridad, de día el cuerpo de guardia era muy escuálido. Los otros agentes salían a realizar sus investigaciones y a buscar sospechosos o se sentaban en un banco a tomar el sol. Que nadie se lleve a engaño, la vida de los vigiles era dura y peligrosa; muchos de ellos habían sido esclavos públicos; habían firmado contrato con los vigiles porque al final, si lograban sobrevivir, se ganaban la condición de ciudadanos. La duración del servicio estaba fijada en seis años; en la legión, los soldados servían un mínimo de veinte. Era una buena razón para el alistamiento corto, y no muchos vigiles aguantaban todo el plazo.
Tiberio Fúsculo, el mejor de los agentes elegidos por Petro y que en aquellos momentos sustituía a su jefe, nos miró con cautela. Era un tipo alegre y cabal, delgado, mordaz y rebosante de salud. Estaba muy interesado en la teoría del crimen, pero por su forma de apartar la mano hinchada supimos que no tenía intención de ocuparse de aquel caso si podía darle carpetazo y sepultarlo en el olvido.
—¿Y qué queréis que haga?
—Encontrar el resto —sugerí. Fúsculo se burló.
—Como es obvio, ha pasado mucho tiempo bajo el agua —comentó Petronio, examinando el objeto. Su tono de voz era casi de disculpa—. Nos han dicho que lo encontraron obturando una tubería en un
castellum
del Aqua Appia, pero pudo llegar allí procedente de cualquier otro sitio.
—Casi todo el mundo es incinerado —dijo Fúsculo—. En algún pueblo de las provincias a veces ves a un perro desenterrando una mano humana, pero en Roma los cadáveres son incinerados.
—Sí, huele a asunto sucio —convino Petro—. Si han liquidado a una mujer, como parece, ¿por qué nadie ha denunciado su desaparición?
—Porque probablemente siempre se liquida a mujeres —explicó Fúsculo en tono servicial—. Son sus maridos o sus amantes quienes lo hacen y luego, al despertarse sobrios, o les roe el remordimiento y vienen a confesarlo todo o agradecen tanto la paz y la tranquilidad recién descubiertas que lo último que harían sería denunciar su desaparición.
—Todas las mujeres tienen amigas charlatanas —apuntó Petro—. Muchas tienen madres que se meten en todo, otras cuidan de tías ancianas que, si las desatienden, salen a la carretera y asustan a los asnos. Y los vecinos, ¿qué?
—Los vecinos denuncian la desaparición —dijo Fúsculo—. Nosotros vamos a la casa y preguntamos al marido. Éste nos dice que los vecinos son unos cabrones venenosos que hacen acusaciones maliciosas y luego afirma que su mujer se ha ido a Antium, a ver a unos familiares. Entonces le pedimos que, cuando vuelva, pase por el cuartelillo y nos lo haga saber, pero nunca tenemos tiempo de seguir investigando porque enseguida ocurren veinte cosas más. Y el marido acaba huyendo. —Y no añadió «por suerte para él», pero estaba implícito en su tono de voz.
—No me vengas con historias. Yo no soy miembro de la administración pública.
Petronio empezaba a descubrir cómo se sentía el público cuando se aventuraba a entrar en su cuartelillo. Parecía preocupado, posiblemente consigo mismo, por no haberse preparado para ello.
Fúsculo fue cortés hasta lo indecible. Llevaba quince años desembarazándose del público.
—Si ha habido un crimen, pudo ocurrir en cualquier sitio, señor, y las posibilidades de encontrar el resto del cuerpo son nulas.
—Este caso no te interesa, ¿verdad? —quise saber.
—Eres un tipo listo.
—La mano ha aparecido en el Aventino.
—En el Aventino aparece cantidad de porquería —replicó Fúsculo con amargura, casi como si él mismo se incluyese en esa categoría—. Esto no es una prueba, Falco. Las pruebas son objetos materiales que arrojan luz aprovechable sobre un incidente conocido, lo cual permite su procesamiento. No sabemos de dónde procede esta mano y apuesto lo que quieras a que nunca lo sabremos. Si me lo preguntan —prosiguió, pensando que había encontrado una respuesta llena de inspiración—, diré que debe de haberse pasado mucho tiempo contaminando el suministro de aguas, por lo que buscar otras partes del cuerpo es asunto de la compañía. Denunciaré el hallazgo y será el inspector de acueductos el que tenga que emprender la acción.
—No seas estúpido —se burló Petro—. ¿Has visto alguna iniciativa por parte de ese departamento? El papeleo les roba casi todo el tiempo.
—Amenazaré con desenmascarar a alguien de allí. ¿Hay alguna señal de tu vuelta al trabajo, jefe?
—Pregúntale a Rubella —gruñó Petro, aunque sabía que el tribuno había dicho que mi estúpido compañero debía desembarazarse de la hija del mafioso antes de aparecer de nuevo por la cohorte. A menos que se me hubiera escapado algo, a Petro no le quedaba otro remedio que despedirse de Milvia.
—Pensaba que en la actualidad trabajabas con Falco. —Para ser un hombre agradable, Fúsculo parecía estar de muy mal humor. No me sorprendía. Los informantes tenían mala fama entre los romanos pero, en nuestro caso, los vigiles nos despreciaban de manera especial. Las cohortes confeccionaban listas con nuestros nombres para poder llamar a la puerta de casa y sacarnos de ella a medio cenar, sólo para interrogarnos sobre nada en concreto. Los funcionarios del Estado siempre han detestado a las personas a quienes se les paga por los resultados de su trabajo.
—Colaboro con Falco de modo informal. ¿Por qué? ¿Me echáis de menos? —preguntó Petro.
—No. Sólo quiero saber cuándo puedo solicitar tu puesto. —Su tono era jocoso pero si Petronio Longo no arreglaba su vida privada, el chiste se convertiría en historia real.
Avisarlo, sin embargo, sólo empeoraría las cosas. A veces, Petronio era muy testarudo.
Siempre había tenido tendencia a rebelarse contra la autoridad. Por eso éramos amigos.
La Cuarta tenía un horripilante museo que mostraba al populacho por medio denario.
Así se recaudaban fondos para las viudas de los miembros de la cohorte. Donamos la mano al museo y nos dijimos que ya no era problema nuestro.
Entonces, Petronio y yo caminamos hacia el Foro, pasando por el del Circo Máximo, donde teníamos una cita con una pared.