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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (2 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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La calle de los Sastres era un escenario típico del Aventino, unos bloques anónimos de casas de alquiler construidos en una sucia calle estrecha que subía ondulante desde el Emporio, que estaba abajo, junto al Tíber, para abrirse camino después hacia el templo de Ceres y perderse en algún lugar de las empinadas cuestas que empezaban tras cruzar el puente de Probo. Unos niños casi desnudos jugaban con piedras junto a un charco de origen dudoso y se contagiaban de la fiebre que imperase aquel verano. De lo alto procedía una voz que recitaba con monotonía y que contaba una historia melancólica a un oyente silencioso que podía volverse loco en cualquier momento con un cuchillo de cocina. Estábamos a la sombra, aunque sabíamos que, en cualquier parte que diese el sol, el calor de agosto era abrasador. Incluso donde nos hallábamos, las túnicas se nos pegaban a la espalda.

—Bien, por fin he encontrado tu carta. —Petronio quiso abordar una cuestión difícil por aquel camino serpenteante y espectacular.

—¿Qué carta?

—La que decía que habías sido padre.

—¿Qué?

—Ha tardado tres meses en llegar.

No está mal… Hacía poco que Helena y yo habíamos llegado a Roma con la niña, procedentes de la Tarraconensis, y sólo habíamos pasado ocho días en el mar y un par más viajando sin prisas desde Ostia.

—Eso no es posible.

—La mandaste al cuartelillo —se quejó Petronio—. Ha pasado semanas de mano en mano de los empleados y luego, cuando decidieron entregármela, yo ya no estaba allí, claro. —Lo explicaba con cierto reparo, una señal inconfundible de tensión.

—Pensé que sería más seguro mandarla a los vigiles. Ignoraba que te hubieran suspendido —le recordé, pero no estaba de humor para lógicas.

No se veía a nadie. Nos habíamos pasado la tarde holgazaneando allí casi en privado.

Esperaba que mis hermanas y sus hijos, a quienes Helena y yo habíamos invitado a almorzar para presentarles a todos a la vez a nuestra nueva hija, se hubieran ido a sus casas. Cuando Petro y yo salimos, ninguno de los invitados daba muestras de querer marcharse. Helena ya estaba cansada y yo tendría que haberme quedado.

La familia de Helena tuvo la delicadeza de no venir, pero nos había invitado a cenar un día de esa misma semana. Uno de los hermanos, el único al que yo toleraba, nos había traído un mensaje en el que se nos comunicaba que sus nobles padres declinaban cortésmente nuestro ofrecimiento de compartir un almuerzo frío con mis numerosos parientes en nuestra diminuta casa a medio amueblar. Algunos miembros de mi tribu ya habían intentado vender al ilustre Camilo obras de arte falsas que no podían permitirse pagar o que no querían. Muchos de mis familiares eran detestables y todos ellos carecían de tacto. Era imposible encontrar un colectivo mayor de idiotas pretenciosos, viles y pendencieros. Gracias a que mis hermanas se habían casado todas con gentes de clase baja, yo no había tenido oportunidad de impresionar a los miembros de la familia de Helena, que eran socialmente superiores. De todos modos, los Camilo no querían que los impresionaran.

—Podías haber escrito antes —dijo Petronio en tono quejumbroso.

—Estaba demasiado ocupado. Cuando escribí había recorrido, como un loco, más de mil kilómetros de una punta a otra de Hispania, y me acababan de decir que Helena tenía un parto muy difícil. Pensé que iba a perderla, y también al bebé. La comadrona nos dejó a medio camino de la Galia, Helena estaba exhausta y las chicas que nos acompañaban estaban aterrorizadas. Fui yo quien traje al mundo a esa criatura y me costó mucho tiempo recuperarme.

Petronio se estremeció. Aunque era un abnegado padre de tres hijas, su carácter era conservador y remilgado. Cuando Arria Silvia tuvo a sus hijas, le ordenó alejarse hasta que se acabó el griterío. Ésa era su idea de la vida familiar. Yo no cosecharía honores por mi gesta.

—Y le pusisteis Julia Junila por las dos abuelas, ¿no? Realmente sabes cómo tener niñeras gratis, ¿eh, Falco?

—Julia Junila Layetana —corregí.

—¿Le has puesto nombre de vino? —Al menos en su tono había cierta admiración.

—Es la región donde nació —repliqué orgulloso.

—¡Maldito cabrón! —Tenía envidia. Ambos sabíamos que Arria Silvia nunca le hubiera permitido algo así.

—¿Dónde está Silvia? —pregunté en tono de desafío.

Petronio respiró hondo y despacio y miró hacia arriba. Mientras él buscaba golondrinas, me pregunté qué debía ocurrirle. La ausencia de su mujer e hijas en nuestra fiesta era sorprendente. Nuestras familias cenaban juntas a menudo, incluso habíamos sobrevivido a unas vacaciones juntos, aunque aquello fue llevar las cosas al límite.

—¿Dónde está Silvia? —repitió Petronio en tono reflexivo, como si la pregunta lo intrigase tanto como a mí.

—Ésta sí que es buena.

—Buena no, buenísima.

—Entonces, ¿sabes dónde está?

—En casa, supongo.

—¿Es que nos evita? —Eso sería esperar demasiado. Yo nunca le había caído bien a Silvia, que me consideraba una mala influencia para Petronio. ¡Qué calumnia! Él siempre fue perfectamente capaz de meterse en líos solo, sin mi ayuda. Sin embargo, nos seguíamos tratando, aunque ni Helena ni yo soportábamos demasiado a Silvia.

—Me evita a mí —explicó.

Se acercaba un trabajador. Típico. Vestía una túnica de una sola manga atada por encima del cinturón y llevaba un cubo viejo. Venía a limpiar la fuente, lo cual parecía una ardua labor. Como era de suponer, se presentaba al final de su jornada de trabajo.

Dejaría la faena a medio hacer y nunca volvería.

—Lucio, hijo mío. —Miré a Petro con severidad ya que, si aquel hombre convencía a la fuente de que manase de nuevo, tendríamos que abandonar enseguida nuestro rincón—. Se me ocurren varias razones, casi todas ellas femeninas, de por qué Silvia te rehúye. ¿Quién es?

—Milvia.

Lo mío fue una broma. Además, creía que había dejado de flirtear con Balbina Milvia hacía meses. Si hubiese tenido un mínimo de sentido común, nunca lo habría hecho, aunque el sentido común nunca disuadió a un hombre de perseguir chicas.

—Milvia tiene muy malas noticias, Petro.

—Sí, eso me ha dicho Silvia.

Balbina Milvia tenía unos veinte años. Era bonita hasta lo indecible, delicada como una rosa bañada por el rocío, una pequeña delicia dulce y morena a la que Petro y yo habíamos conocido en el curso de nuestro trabajo. Tenía una inocencia que pedía a gritos ser esclarecida y estaba casada con un hombre que no la atendía. Además, era hija de un perverso mafioso, un gángster a quien Petronio condenó y al que finalmente yo contribuí a liquidar. Su esposo Florio tenía los fríos planes de vivir del crimen organizado de la familia. Fláccida, la madre de la chica, tenía previsto cogerle la delantera. Era una zorra de rostro huraño cuya idea de una afición tranquila era la de planear la muerte de los hombres que la contradecían. Tarde o temprano, su yerno Florio sería uno de ellos.

En esas circunstancias, podía pensarse que Milvia necesitaba consuelo. Como agente de los vigiles, Petronio Longo corría un riesgo si se lo proporcionaba; como marido de Arria Silvia, una violenta fuerza a la que tener que enfrentarse en cualquier momento, estaba loco. Lo más sensato hubiera sido dejar que Milvia se apañase sola con su vida.

Hasta ese día yo había fingido saberlo todo al respecto. De todas maneras, Petronio nunca hubiese escuchado mis consejos. No los había escuchado cuando estábamos en el ejército y se quedaba prendado de exuberantes bellezas célticas que tenían unos padres británicos muy corpulentos, pelirrojos y de muy mal genio, y tampoco los había escuchado desde que habíamos regresado a Roma.

—¿No estarás enamorado de Milvia?

La pregunta pareció asombrarlo. Yo sabía que pisaba terreno firme al sugerirle que aquella aventura no podía ser seria. Para Petronio Longo lo serio era ser el marido de una chica que le aportó una suculenta dote (que tendría que devolverle si se divorciaba) y ser el padre de Petronila, Silvana y Tadia, que lo adoraban y a las que él idolatraba.

Eso todos los sabíamos, aunque resultaría muy difícil convencer a Silvia de ello si se había enterado de lo de la pequeña y dulce Milvia. Y Silvia siempre había sabido alzar la voz por sí misma.

—Entonces, ¿cuál es la situación?

—Silvia me ha echado.

—Y ¿qué hay de nuevo en ello?

—Hace más de dos meses.

—¿Y dónde vives? —pregunté tras un silbido de admiración. No vivía con Milvia.

Milvia estaba casada con Florio. Éste era tan débil que las mujeres de su familia ni siquiera se molestaban en tiranizarlo, pero se sometía gustoso a Milvia porque su dote, generada con los quehaceres del crimen organizado, era enorme.

—Estoy en el cuartelillo.

—A menos que esté más borracho de lo que pienso, toda esta conversación ¿no ha empezado porque te habían suspendido de los vigiles?

—Eso —admitió Petro— lo complica todo más cuando quiero entrar para dormir un rato.

—A Martino le habría encantado poder decir algo al respecto. —Martino había sido el jefe de Petro. Un rigorista de las reglas, sobre todo cuando éstas lo ayudaban a agraviar a otros—. Ha ascendido hasta la Sexta, ¿no?

—Fui yo mismo quien se lo sugerí —respondió Petro con una sonrisa.

—¡Pobre Sexta! Y entonces, ¿quién ha ascendido a la Cuarta? ¿Fúsculo?

—Fúsculo es un tesoro.

—¿Hace la vista gorda y te deja dormir en un rincón?

—No. Me ha ordenado que me marche. Fúsculo cree que por hacer el trabajo de Martino, ha heredado también su actitud.

—¡Por Júpiter! ¿O sea que no tienes donde dormir?

—Quería alojarme con tu madre. —Petro y mi madre siempre habían hecho buenas migas. Les gustaba conspirar, criticarme.

—Mi madre te aceptará.

—No puedo pedírselo. Todavía tiene a Anácrites como huésped.

—¡No menciones a ese hijo de puta! —El huésped de mi madre era anatema para mí—. Mi viejo apartamento está vacío —sugerí.

—Estaba esperando que lo dijeras.

—Todo tuyo, siempre y cuando —añadí en tono socarrón— me cuentes por qué, si estamos hablando de una pelea con tu esposa, también te han suspendido de la Cuarta. ¿Cuándo ha tenido Rubella una razón para acusarte de deslealtad? —Rubella era el tribuno encargado de la Cuarta Cohorte, y el superior inmediato de Petro. Era pesadísimo pero muy justo.

—Fue la propia Silvia quien se encargó de informar a Rubella de que yo tenía una aventura con la pariente de un estafador.

Bueno, él se lo buscó, pero resultaba muy duro. Petronio Longo no pudo elegir una amante que lo comprometiera más. Cuando Rubella se enteró del asunto, no le quedó otra alternativa que suspenderlo de empleo, y Petro tenía mucha suerte de poder conservar su trabajo. Arria Silvia debía haberlo comprendido. Tenía que estar realmente enfadada para arriesgarse a perder su fuente de ingresos. Era como si mi viejo amigo también estuviese perdiendo a su esposa.

Estábamos demasiado desalentados incluso para beber. De todas formas, el ánfora estaba casi vacía pero no queríamos volver a casa con aquel malhumor. El empleado de la compañía del agua no nos había pedido que nos quitáramos de en medio, por lo que no nos movimos de donde estábamos mientras él limpiaba la concha del caño con una asquerosa esponja prendida de un palo. La fuente se negó a manar y el hombre sacó un trozo de alambre de su bolsa de herramientas. Lo metió por el caño, rascó y empujó hasta que la fuente hizo un ruido grosero. Salió barro seco y luego el agua empezó a brotar despacio, ayudada por los movimientos del alambre.

Petronio y yo nos incorporamos de mala gana. En Roma, la presión del agua es baja, pero a la larga la taza se llenaría y se derramaría, lo cual no sólo proporcionaría al vecindario el suministro doméstico de agua sino también un interminable reguero que se llevaría porquería de la calle hacia las cunetas. La calle de los Sastres apenas necesitaba ese reguero pero, por borrachos que estuviéramos, no queríamos terminar sentados en él.

Petronio aplaudió con ironía al trabajador.

—¿Ése era todo el problema?

—Se ha atascado mientras no funcionaba, legado.

—¿Y por qué no funcionaba?

—Porque la tubería de suministro estaba vacía. Se quedó atascada en el desagüe de la torre de las aguas.

El hombre hundió la mano en el cubo que llevaba consigo, como un pescador cogiendo un cangrejo. Sacó un objeto ennegrecido que sostuvo por su único apéndice en forma de garra para que pudiéramos verlo bien: algo viejo y difícil de identificar, y sin embargo, inquietantemente familiar. Volvió a tirarlo al cubo, en el que cayó con gran ruido y salpicaduras. Pesaba mucho. Petronio y yo casi lo pasamos por alto. Nos hubiera ahorrado muchísimos problemas. Luego, mi amigo me miró con recelo.

—¡Espera un momento! —exclamé.

—No se asusten, legados —intentó tranquilizarnos el empleado—. Ocurre continuamente.

Petronio y yo nos acercamos y miramos las sucias profundidades del cubo de madera. Un olor nauseabundo salió a recibirnos. En esos instantes, la causa del atasco en la torre de las aguas yacía en un lecho de basura y barro.

Era una mano humana.

II

Ninguno de mis familiares había tenido la cortesía de marcharse. En realidad, habían llegado más. La única buena noticia era que, entre los recién llegados, no se contaba mi padre.

Mis hermanas Alia y Gala se excusaron con desdén al verme reaparecer, pero Veroncio y el sanguinario Lolio permanecieron sentados, muy erguidos. Junia se ocultaba en un rincón con Gayo Baebio y su hijo sordo, ocupados como siempre en hacerse pasar por una familia clásica para evitar, de ese modo, hablar con cualquier otra persona. Mico, el viudo de Victorina, sonreía con cara de necio, esperando que alguien le dijera lo guapos que se habían hecho sus horribles hijos. Famia, el borracho, estaba borracho. Su esposa Maya se encontraba en la habitación trasera ayudando a Helena a recoger. Muchos niños se aburrían, pero hacían todo lo posible por entretenerse pateando las paredes recién pintadas con sus sucias botas. Todos los presentes se animaron al verme.

—Hola, madre. Veo que has traído a un soldado de infantería. Si me hubieras avisado con antelación, habría contratado a unos cuantos tipos duros para que lo echasen. Un par de gladiadores mercenarios, con instrucciones de ponerlo de patitas en la calle y romperle los dos brazos como aviso adicional.

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