Tres hombres en una barca (31 page)

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Authors: Jerome K. Jerome

BOOK: Tres hombres en una barca
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Después de cenar no sé lo que le pasó a Harris que estaba sencillamente insoportable. Creo que el guisado irlandés le sentó mal; no está acostumbrado a tales refinamientos; así es que Jorge y yo le dejamos en la barca y nos fuimos a dar una vuelta por Henley. Nos dijo que fumaría una pipa, se remojaría la garganta con un poco de whisky y dispondría todo para dormir, que cuando volviésemos diésemos voces para que viniera en nuestra busca.

— No te duermas, muchacho... – le recomendamos al irnos.

— No me dormiré... mientras este guisote y yo estemos juntos... – gruñó Harris al disponerse a regresar a la isla.

En Henley se estaban haciendo los preparativos para las regatas y la ciudad hallábase atestada de forasteros; encontramos una serie de alegres y buenos amigos y en su compañía se nos pasó el tiempo sin darnos cuenta, hasta el punto de que cuando nos dispusimos a volver “a casita”, como cariñosamente calificábamos nuestra barca, eran las once de la noche.

Era una noche oscura y fría, con una lluvia menuda que caía incesantemente, y mientras cruzábamos los oscuros caminos, llenos de siniestro silencio, hablándonos en voz baja, preguntándonos si íbamos bien, pensábamos en nuestra confortable barquita, en su clara luz que atravesaba el protector toldo, en Harris y Montmorency, con la botella de whisky, y hubiéramos dado cualquier cosa por encontrarnos allí; deseábamos llegar, necesitábamos llegar, y, fatigados y hambrientos, nuestro cerebro no cesaba de presentarnos en encendidas imágenes los contornos del río, las confusas formas de los árboles y, entre las sombras de la noche, cual gigantesco gusano, nuestra barca, tan alegre, tan cálida, tan confortable.

Imaginábamos la cena – nada de carne fría... – con muchas barritas de pan tierno; nos parecía oír el alegre sonido de nuestros cuchillos, las risueñas voces que llenaban la barca y despertaban los ecos de la noche... y nos apresurábamos para que ese sueño fuese realidad.

Finalmente dimos con el sendero que llevaba al embarcadero y eso nos llenó de alegría, porque antes de encontrarlo no sabíamos si íbamos hacia el río o caminábamos en dirección opuesta, y cuando se está cansado y con ganas de ir a dormir estas incertidumbres son algo de espanto... Pasamos por Shiplake cuando tocaban las doce menos cuarto de la noche.

— Oye – preguntó Jorge preocupado – ¿te acuerdas de cual de las islas es la nuestra?

— No – contesté, sintiéndome a mi vez preocupado – No me acuerdo ¿Cuántas hay?

— Cuatro – repuso Jorge – Todo irá bien si Harris está despierto...

— ¿Y si duerme?... – pregunté interesado, pero enseguida abandonamos este turbador pensamiento.

Al llegar a la primera isla prorrumpimos en fuertes voces, que no obtuvieron respuesta alguna; pasamos a la segunda, repitiendo el mismo procedimiento, mas el resultado fue idéntico al de la primera.

— Oh... ahora me acuerdo – dijo Jorge – Es la tercera isla.

Y corrimos, llenos de esperanza, hacia la tercera isla, gritando con toda la fuerza de nuestros pulmones, sin lograr, tampoco, resultado alguno. Las cosas se ponían serias, era más de media noche, los hoteles de Shiplake y Henley estarían abarrotados de gente y no podíamos ir de puerta en puerta buscando cobijo.

— Tu verás lo que se te ocurre, chico – exclamó Jorge muy serio – a mí me parece que lo mejor es agredir a un policía, así pasaríamos la noche en la delegación.

— No es mala idea... aunque yo veo un inconveniente... suponte que opte por devolvernos los golpes sin detenernos...

No podíamos pasar la noche peleándonos con la policía, máxime cuando nuestros deseos no eran los de ultrajar a la fuerza pública sino los de lograr un techo y un colchón sin necesidad de hacer oposiciones a una condena de seis meses “por agresión a los representantes de la ley”; así es que abandonamos esta sugerencia por inútil.

Intentamos reconocer lo que debía ser la cuarta isla, mas no tuvimos éxito; la lluvia caía intensamente y por lo visto se había propuesto continuar a ese tren toda la noche; estábamos calados hasta los huesos, helados y moralmente deshechos; nos preguntábamos si es que de veras había cuatro islas o si es que estábamos a cientos de kilómetros de distancia del río, o si habíamos cambiado de orilla; ¡todo tenía un aspecto tan extraño e inhospitalario! En esos trágicos instantes comprendimos cuánto debió de sufrir Pulgarcito cuando se perdió en el bosque... ¡pobrecillo!

Si embargo, en el momento en que habíamos abandonado toda esperanza – ya sé que este es siempre el momento en que las novelas y los cuentos llegan a su punto culminante, pero no puedo evitarlo; al empezar este libro he decidido ser estrictamente veraz y debo ceñirme a este propósito a pesar del uso de las locuciones conversacionales necesarias para expresar lo ocurrido – si, en el momento en que habíamos abandonado toda esperanza – ¡así fue y así debo decirlo! – distinguí a lo lejos una extraña luz, sobrenatural, movediza, brillando entre los árboles de la orilla opuesta.

Por un instante creí que fuese el resplandor de seres del más allá, – era tan sombrío y siniestro – pero enseguida se me ocurrió que debía ser nuestra barca y lancé un grito tal que la noche debió estremecerse sobresaltada en su oscuro lecho. Esperamos un minuto, sin atrevernos ni a respirar y luego – ¡oh infinita melodía del silencio! – oímos el ladrido de Montmorency. Volvimos a gritar – y lo hicimos con las suficientes fuerzas para despertar a los Siete Durmientes (nunca he comprendido porque hay que hacer más ruido para despertar a siete durmientes que para uno sólo) – y al cabo de lo que nos pareció una hora, que en realidad debieron ser cinco minutos, vimos el bote iluminado deslizándose dulcemente sobre las plácidas aguas y oímos la soñolienta voz de Harris preguntando donde estábamos.

Había algo extraño en torno a Harris, algo más que un cansancio ordinario. Llevó la barca a una parte de la orilla donde nos era imposible saltar a la embarcación y enseguida se puso a dormir. Tuvimos que gritar mucho para despertarle, aunque al fin lo conseguimos y pudimos subir a bordo felizmente.

En su rostro aparecía una triste expresión, algo semejante a la del hombre que ha sufrido un grave trastorno.

— ¿Te ha ocurrido algo, muchacho? – inquirimos solícitamente.

— Cisnes... – fue la lacónica respuesta.

Parecía ser que habíamos anclado muy cerca de un nido de cisnes y poco después de nuestra partida, la hembra hizo su aparición, indignándose por nuestra indeseable presencia. Harris la espantó y ella fuese en busca de su macho.

— Tuve que librar una verdadera batalla con esos cisnes – agregó Harris sombríamente – finalmente el valor y la inteligencia recibieron la recompensa. Pero media hora después la pareja regresó acompañada por dieciocho cisnes... No os podéis imaginar lo horroroso que fue... Los cisnes hicieron lo posible para sacarnos de la barca a Montmorency y a mí y ahogarnos cruelmente. Horas y horas estuve luchando hasta dispersar a la banda de perversos animales, que fueron a morir lejos, muy lejos...

— ¿Cuántos cisnes te atacaron?...

— Treinta y dos – murmuró Harris medio dormido.

— ¡Si acabas de decir dieciocho!... – dijo Jorge.

— No puede ser – gruñó Harris – ¿O es que no sé contar?

Lo que hay de verdad en esta historia de los cisnes nunca lo hemos podido averiguar; a la mañana siguiente volvimos a interrogarle y nos contestó muy indignado:

— ¿Cisnes?... Me parece que estáis soñando...

¡Que delicioso es hallarse a bordo después de las angustias pasadas! Hicimos una substanciosa cena; Jorge y yo hubiéramos deseado unos grogs de whisky bien calentitos, pero como el licor había desaparecido tuvimos que prescindir de ellos. Interrogamos a Harris sobre el particular, mas nuestro amigo parecía no saber a que nos referíamos, ni que líquido respondía a semejante denominación; Montmorency tenía el aspecto de saber algo; pero, eminentemente discreto, guardó un silencio sepulcral.

Aquella noche dormí bien, aunque hubiese dormido mejor si no llega a ser por Harris; recuerdo vagamente que me despertó más de diez veces; iba arriba y debajo de la barca, con una linterna, buscando sus pantalones. Toda la noche estuvo preocupado por su indumentaria; dos veces nos sacudió a Jorge y a mí para ver si dormíamos encima de sus pantalones; la segunda vez Jorge se irguió furioso:

— ¿Para que diantres quieres tus pantalones a media noche? – preguntó airado – ¿Por qué no te echas y duermes?...

La vez siguiente que desperté vi a Harris muy preocupado porque no encontraba sus calcetines, y mis últimos vagos recuerdos son de haber sido empujado hacia un lado mientras Harris murmuraba:

— ¿Dónde puedo haber metido el paraguas?

CAPITULO 15

Los quehaceres domésticos. –Amor al trabajo. –El viejo marinero del río; lo que hace y lo que dice. –Escepticismo de la nueva generación. –Recuerdos de las primeras tentativas. –Una balsa. –Jorge practica de acuerdo con las normas clásicas. –El viejo barquero y su sistema. –Tan dulce, tan sereno. –El principiante. –Un triste incidente. –Placeres de la amistad. –Mi primera experiencia de ir a la vela. –Posible motivo por el cual no nos ahogamos.

A la mañana siguiente nos levantamos temprano y, para satisfacer un vivísimo deseo que embargaba a Harris, preparamos un sencillo desayuno, sin dulces. Inmediatamente después procedimos al lavado de la vajilla y arreglamos nuestra casa flotante, (este trabajo continuo comenzaba a hacerme ver claro en una cuestión que me había planteado frecuentemente, a saber: en que puede pasar su tiempo una mujer cuyos brazos tienen la tarea de cuidar una sola casa), y a eso de las diez salimos a emprender lo que habíamos decidido que sería una deliciosa jornada. Nuestro parecer era remar para cambiar el remolque y así lo comunicamos a Harris, quien respondió:

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