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Authors: Jerome K. Jerome

Tres hombres en una barca (27 page)

BOOK: Tres hombres en una barca
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Un perro de pelo largo

Dos chicos del lechero, llevando una cesta

Un mozo, con una maleta.

Un amigo íntimo del susodicho mozo, con las manos en los bolsillos, fumando una colilla

El chico del verdulero, con un cesto.

Un servidor de ustedes, llevando tres sombreros y un par de zapatos e intentando caminar con el aire del que va con las manos en los bolsillos.

Seis golfillos harapientos y cuatro perros extraviados.

Al llegar al embarcadero, el guarda no pudo menos de preguntarnos:

— Oigan, señores... ¿su embarcación es un buque o un trasatlántico? – y al saciar su curiosidad viendo que se trataba de una canoa a dos remos, pareció muy sorprendido.

Las embarcaciones a vapor nos molestaron extraordinariamente aquella mañana. La “Semana de Henley” se aproximaba y numerosas barcas remontaban el río, algunas solas y otras remolcando casas flotantes. Por lo que a mí respecta, sólo puedo decir que siento un verdadero horror hacia ellas, como supongo que debe de ocurrir a todos los buenos aficionados al remo; siempre que veo uno de esos diabólicos artefactos, me entran furiosos deseos de conducirlo a un solitario lugar del río y allí, protegido por el silencio y la soledad, hundirlo en las claras aguas del Támesis.

La barca a vapor posee tal aire de insolencia que tiene el poder de despertar mis instintos sanguinarios y quisiera que la vida fuese como en los tiempos antiguos cuando uno, acompañado por un hacha, un arco y unas flechas, podía emitir su opinión particular sobre los seres animados y los inanimados. Esa expresión que aparece en el rostro del individuo apoyado a proa, con las manos en el bolsillo del chaleco y fumando un cigarro, es más que suficiente para justificar un principio de hostilidades y el aristocrático silbido con que se exige dejar el campo libre... estoy seguro de que sería suficiente para obtener de un jurado de remeros un veredicto de “inocente” en caso de homicidio, pues lo considerarían — y vuelvo a repetir que estoy seguro – como acto de propia defensa.

Tenían que tocar la sirena para que les dejáramos paso libre, y si se me permite hablar sinceramente, sin temor a parecer fatuo, creo poder decir, honradamente, que nuestra barca les causó más retrasos, molestias, preocupaciones y disgustos durante esos ocho días que todas las demás embarcaciones juntas.

— ¡Buque a la vista!.. – exclamaba uno de nosotros al divisar un artefacto infernal de esos, y en menos de lo que canta un gallo, todo estaba dispuesto para ofrecerle una gentil acogida. Yo me encargaba del timón, Harris y Jorge se sentaban a mi lado y la barca continuaba deslizándose dulcemente por el centro de la corriente.

La sirena gemía lastimosamente, sin inmutarnos lo más mínimo; a un centenar de metros volvía a oírse el agudo silbato, como si de repente se hubiera sentido presa de un ataque de indignación; los pasajeros se apoyaban en la borda, injuriándonos de lo lindo, pero sus insultos no llegaban a nuestros oídos. Harris nos explicaba divertidas anécdotas sobre su madre, y Jorge y yo no queríamos perder, ni por todo el oro del mundo, una sola de sus palabras.

Del vapor salía una última advertencia, un silbido desesperado; parecía que la caldera estaba a punto de explotar; haciendo marcha atrás, la embarcación reculaba entre sacudidas y estremecimientos; los pasajeros, vueltos hacia nosotros, aumentaban la temperatura de sus imprecaciones; los que se paseaban por las orillas se detenían a dar voces y las demás barcas y botes se paraban hasta que el río, en toda la extensión que nuestra vista alcanzaba, se hallaba en un estado de febril excitación.

Harris hacia una pausa, y siempre en el momento más interesante de su narración, miraba en torno suyo, dulcemente sorprendido, y decía a Jorge:

— ¡Vaya, por Dios!... Oye Jorge, mira, una lancha a vapor...

— A mí ya me había parecido oír algo – respondía este.

Entonces nos poníamos nerviosos y avergonzados, no sabíamos que hacer para apartarnos; los de a bordo nos daban instrucciones:

— Más adelante... ¡el de la derecha!... Usted... ¡Usted... pedazo de tonto!... Atrás el de la izquierda... ¡No... usted no... usted no!... ¡El oooootro!.. ¡No toque las cuerdas!... Los dos a la vez... así... ¡No!... Por este lado no...

A última hora bajaba una falúa y venían a darnos una mano; al cabo de un cuarto de hora de esfuerzos combinados, nos apartaban de su camino de manera que pudiesen navegar tranquilamente. Nosotros les dábamos las gracias de todo corazón y les pedíamos que nos remolcasen, pero jamás quisieron complacernos, ¡no sé por que!

Además de este, descubrimos otro sistema para crispar el sistema nervioso de los vapores: hacerles creer que nos confundíamos y tomamos a sus ocupantes por grupos que viajan con tarifa reducida, preguntarles si pertenecen al personal de los señores Cubit o a los Templarios del Bermod y, finalmente, pedirles amablemente:

— ¿Quieren prestarnos una cacerola?.

Las señoras ancianas, que no acostumbran a ir por el río, experimentan intenso terror hacia las embarcaciones a vapor. Recuerdo que una vez hice el trayecto de Staines a Windsor – un paraje del río frecuentadísimo por estas horribles “máquinas” – con un grupo en el que iban tres señoras de edad, y fue algo emocionante. Apenas divisaban un buque a vapor, querían saltar a tierra, se sentaban en el ribazo y no volvían a la barca hasta que había desaparecido del horizonte.

— Créame... lo sentimos mucho... pero nuestros antepasados han sido gentes eminentemente pacíficas y no podemos desmentir la raza.

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