Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Harris me preguntó si había estado en el laberinto de Hampton Court. Según parece él estuvo una vez acompañado de cierto primo lejano; había estudiado la topografía del lugar y al ponerse en contacto con la realidad, experimentó la más terrible de las desilusiones. En el mapa parecía tan sencillo efectuar su recorrido, que no valía la pena pagar los veinticinco céntimos del guía. (Ahora que, por lo visto, el mapa no era más que una broma pesada que nada tenía que ver con el laberinto).
— Entraremos sólo para que puedas decir que lo has visitado – dijo Harris a su primo – Créeme, no hay nada más fácil en el mundo. Esto de llamarlo laberinto es una incongruencia. Apenas se ha dado la primera vuelta sólo hay que pensar en ir siempre a la derecha... Tú mismo lo comprobarás... Daremos un paseo de diez minutos y luego ...¡a almorzar!
A los pocos minutos de haber entrado, encontraron varias personas que les dijeron:
— Empezamos a estar hartos de tanto laberinto. Llevamos más de tres cuartos de hora aquí dentro...
Harris, muchacho tan amable como bien educado – cuando le conviene – ofreció gentilmente:
— Si gustan ustedes venir con nosotros... No haremos más que entrar y salir.
Los paseantes, admirados por la amable seguridad que latía en las palabras de Harris, respondieron agradecidos:
— Es usted muy amable... Muchas gracias...
A medida que iban adentrándose en el recinto, encontraban más visitantes deseosos de salir, hasta que, finalmente, el grupo absorbió a todos los que entraron deseosos de admirar las innegables bellezas del laberinto. Personas que habían abandonado toda esperanza de regresar a sus hogares y volver a ver a sus familiares, recobraron nuevos ánimos, uniéndose a la procesión y colmándole de bendiciones. Una mujer, que con su hijito, había permanecido toda la mañana sin lograr salir, insistió en cogerse de su brazo, pues temía perderse.
Aunque Harris avanzaba siempre hacia la derecha, el camino se hacía muy largo.
— ¡Que laberinto más grande! – exclamó su primo.
— Sí..., uno de los más grandes de Europa.
— A la fuerza tiene que serlo. Llevamos andando más de dos millas...
A Harris comenzó a extrañarle todo cuanto ocurría. No obstante continuó guiándoles con la mayor buena fe, hasta que viendo en el suelo un trozo de pastel, su primo juró haberlo visto en el mismo sitio diez minutos antes.
— ¡Imposible...! – murmuró Harris indignado.
— ¡Qué va a ser imposible! – dijo la mujer que iba con el niño – Si no hace cinco minutos que se lo quité al niño...¡Maldita sea la hora en que tropezamos con usted, grandísimo embustero!
Harris se enfureció, y con el mapa desplegado intentó demostrarles su teoría.
— Si el mapa es tan seguro como dice – observó alguien – ¿por qué no adivina dónde estamos?
Esto si que no podía decirlo el mapa, y Harris propuso, como mejor solución volver a la entrada y empezar de nuevo. La primera parte del programa mereció la aprobación de todos, mientras que la segunda fue acogida con bastante tibieza. Reemprendieron la marcha, en fila india y capitaneados por Harris, dirigiéndose en sentido opuesto al anterior. Pasaron diez minutos, pasaron quince y cuando las agujas del reloj de pulsera del primo de Harris indicaban veinte minutos de recorrido se encontraron en el mismo lugar que antes... Fueron inútiles los esfuerzos del “guía” para hacerles comprender que eso era lo que se había propuesto, y, ante la actitud levantisca de sus seguidores, tuvo que reconocer su error.
Sin embargo, al fin y al cabo, se había hallado un punto de partida; por lo menos sabían dónde estaban. Se consultó el mapa – parecía como si la situación se hubiese aclarado – y decidieron ponerse en marcha por tercera vez, pero no habían pasado tres minutos cuando volvieron a encontrarse en el centro del laberinto. Y todas las tentativas subsiguientes, cualquiera que fuese la dirección tomada, terminaban dando este mismo resultado. Esto resultaba tan exacto que la mitad de la gente se detenía esperando que los otros diesen la vuelta, segurísimos de que irían a parar al mismo punto de partida. Harris – ¡dudando todavía! – esbozó el movimiento de sacar el mapa, pero al darse cuenta de su gesto los que le seguían se enfurecieron, aconsejándole que lo rompiera en pedazos – cuanto más pequeños mejor, – y tuvo que reconocer, con harto dolor de su corazón, que había perdido su popularidad.
El grupo de visitantes fue indignándose más y más, empezando a llamar a voces al guarda, que apareció, subido a una escalera, por la parte de afuera dándoles instrucciones; desgraciadamente los cerebros estaban tan excitados que no entendieron ni una palabra. Les recomendó no moverse de donde estaban, mas la gente iba de un lado a otro, esperando que viniese. El guarda entró en el laberinto y se encontró con la imprevista sorpresa de que la gente habíase dispersado en todas direcciones. (Para acabar de arreglar las cosas se trataba de un nuevo empleado, que, al hallarse en el interior del laberinto, no supo encontrarlos). Empezó a recorrer el recinto de punta a punta y acabó por perderse también; le veían desaparecer entre los setos y los macizos, luego tornaba a aparecer en el mismo sitio, exclamando furioso:
— ¿Qué hacen ustedes yendo de un lado a otro?
Y para poder salir tuvieron que esperar que acabase de almorzar uno de los guardas antiguos que ya conocía el laberinto.
En opinión de Harris, ese laberinto es sumamente atractivo, y ambos decidimos convencer a Jorge para que lo visitara.
El Támesis endomingado. –Indumentaria necesaria para navegar por el río. –Excelente oportunidad para los caballeros. – Harris carece de gusto en el vestir. – La chaqueta de Jorge. – Una jornada con la joven figurín de modas. –La tumba de la señora Thomas. – El hombre a quien no gustan las tumbas, féretros, cráneos, etc. –Harris tiene un disgusto. –Sus opiniones sobre Jorge, los ribazos y la limonada.— Actividades de Harris.
Harris me estuvo narrando su paseo por el laberinto mientras atravesábamos la esclusa de Mousley, que por cierto es bastante grande e invertimos bastante tiempo en pasarla, aunque no había ninguna otra barca. Es la única vez que he visto una sola barca en esta esclusa, la más animada de todas, incluso más que la de Boulter.
Infinidad de veces me he detenido a contemplarla, especialmente en instantes en que resulta imposible ver el agua, que desaparecía totalmente bajo una confusa mezcolanza de trajes de brillantes colores, gorras claras, exagerados sombreros, sombrillas multicolores, brillantes damascos, capas de seda ondeando al viento, vestidos blancos... Ante este mosaico abigarrado de colorines, uno se hace la ilusión de estar contemplando una monumental caja llena de flores de todos los colores, brillando dentro de la esclusa cual un arco iris.
Los domingos de verano y primavera este espectáculo dura todo el día; largas hileras de embarcaciones esperan turno para entrar en la esclusa, se las ve avanzar, pasar y desaparecer en la lejanía. Desde el palacio de Hampton hasta la iglesia, el río está cubierto de amarillo y azul, naranja y blanco, rojo y rosa. Todos los habitantes de Hampton y Mousley, adecuadamente ataviados, vienen a vagabundear en torno a la esclusa, acompañados de sus perros, fumando y contemplando las embarcaciones. El conjunto de las gorras y los vestidos masculinos, los trajes de las muchachas, los perros excitados, los barquitos con sus blancas velas, el paisaje tan agradable y el continuo movimiento de las mansas aguas, componen uno de los espectáculos más alegres que conozco en las afueras de la antigua ciudad de Londres.
El río constituye un buen pretexto para exhibirse. Los hombres, sobre todo, podemos demostrar nuestra debilidad por los colores y, según mi opinión, salimos de la dura prueba con un gran éxito. Por lo que se refiere a mi humilde persona, siempre me ha gustado un poco de encarnado en la indumentaria – con algo oscuro, se entiende – Debo decirles que mis cabellos tienen un bonito tono rubio oscuro – muy llamativo, opinan mis amistades – con cuya tonalidad el rojo armoniza maravillosamente bien. También opino que una corbata azul pálido entona bien con el encarnado y si a esto añaden zapatos de cuero de Rusia y una faja roja enrollada a la cintura – siempre es más recomendable usar faja que cinturón – la mezcla de colores queda tan original como audaz, dando así una evidente prueba de buen gusto.
Harris es demasiado aficionado al amarillo y naranja, cosa que conceptúo muy equivocada. Es demasiado moreno para llevar amarillo, que, además, no le favorece lo más mínimo. (Le tengo aconsejado el azul con blanco o crema; pero cuanto menos sentido de los colores tiene una persona, más obstinada está en ir como le parece). Y es una lástima, pues dada su manera de vestirse es imposible que logre ningún éxito entre las muchachas; en cambio, hay uno o dos colores que le favorecerían bastante... siempre y cuando tuviera precaución de meterse el sombrero hasta las orejas.
Jorge hizo varias compras para la excursión y he de confesar que no me satisficieron lo más mínimo. Especialmente su chaqueta...¡Santo Cielo, que cosa más horrendamente chillona! No quisiera que se enterase de este calificativo aplicado a la indefensa chaqueta pero, sinceramente no se la puede adjetivar de otra manera.
El jueves la trajo para que la viésemos y no puedo dejar de transcribir el diálogo que tuvo lugar:
— ¿Cuál es el nombre de este color? – preguntamos Harris y yo al unísono.
— Lo ignoro... creo que ninguno. El dependiente me dijo que se trataba de un matiz oriental...¿Qué os parece a vosotros?