Tres hombres en una barca (16 page)

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Authors: Jerome K. Jerome

BOOK: Tres hombres en una barca
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A medida que la canción progresaba, observé, ligeramente molesto, que la mayoría también imitaba a los dos jóvenes, copiando todos sus movimientos por desordenados que fuesen y entregándose a las mayores muestras de alegría. Podía decirse que la canción constituía un éxito completo; no obstante, el caballero alemán no parecía estar satisfecho. Al oír nuestras primeras carcajadas, su fisonomía expreso enorme sorpresa, como si eso hubiese sido la última muestra de admiración que esperase. Nosotros encontrábamos que esa expresión constituía el colmo de lo gracioso y convinimos que por si sola resultaba sumamente cómico. La más pequeña manifestación de darse cuenta de su propia broma hubiese sido de fatales efectos, restándole mucho mérito a su inigualable flexibilidad interpretativa.

Como que las risas proseguían, su actitud de sorpresa convirtióse en molestia y después en indignación, obsequiándonos con feroces miradas que no alcanzaban a los estudiantes, pues como he dicho, estaban a sus espaldas. ¡Aquella canción iba a hacernos morir de risa! Y esa extraordinaria mímica nos producía convulsiones de risa; las palabras podían tener mucha gracia – eso no lo íbamos a discutir – mas esa seriedad, esa refinada ironía... ¡era demasiado!

Al llegar a la última estrofa, el artista se sobrepasó a sí mismo e hizo girar sobre nosotros sus claras pupilas llenas de una furia que nos hubiese turbado si no hubiéramos estado prevenidos, y para acabar de arreglarlo, largó un gemido de agonía, tan doloroso, que si no llegamos a tener la certeza de que se trataba de una canción cómica, los sollozos nos hubieran ahogado. Y la canción terminó con una cascada de risas.

-¡Oh! – dijimos a coro – ¡que cosa más divertida!... Si que es absurda la opinión de que los germanos no poseen sentido del humor... ¿Por qué no habrán traducido esa canción para mayor felicidad de la humanidad acongojada?

En ese preciso momento, Herr Slossen Bosche se levantó, imprecándonos terriblemente. Por la letanía de denuestos que nos dirigió, deduje que su idioma es verdaderamente privilegiado a tales efectos; saltó, crispó los puños y nos sirvió todo el inglés más expresivo que poseía. Al parecer, la canción no tenía nada de cómica; narraba la triste historia de una doncella de las montañas de Hartz que dio su vida por salvar el alma de su prometido; después de la muerte, ambos espíritus se encuentran en las regiones siderales y él menosprecia y abandona el alma de la que le ofrendó su vida, alejándose con otra. Si bien no recuerdo todos los detalles, estos son suficientes para darse cuenta de que es un tema sumamente triste. Herr Slossen Boschen dijo que al cantarla ante el emperador, este sollozaba como un niño; además, según opinión mundial, era uno de los cantos más patéticamente trágicos de la lengua alemana.

¡En que situación más crítica nos encontramos! ¿Se imaginan? No nos atrevíamos ni a abrir la boca; buscamos detenidamente a los autores de la estúpida broma, mas apenas terminó el recital se habían despedido a la francesa. La velada finalizó abruptamente, nunca he visto unas despedidas tan silenciosas y poco ceremoniosas; todos nos fuimos si apenas dar las buenas noches, bajando la escalera cautelosamente. Se pedía sordamente el abrigo y el sombrero y salimos silenciosamente, procurando llegar a la primera esquina para esquivar a los otros invitados.

¡Que poco interés me despiertan – desde aquella fecha – las canciones alemanas!

A las cuatro menos treinta llegamos a Sunbury Lock. Aunque estos parajes son sencillamente maravillosos, todo lo que pueda decir a su favor es poco. Existe un inconveniente que es necesario solucionar a base de sentido común, y es la fuerte corriente. No recomiendo intentar remontar el río, pues algo sencillamente tremendo. En cierta ocasión, encontrándome cerca de allí, pregunté a los que me acompañaban si eso era posible.

— Si te ves con ánimos de remar mucho... – me dijeron.

En esos momentos nos encontrábamos justamente debajo del puentecito que cruza el afluente del río y me encorvé sobre los remos; remaba enérgicamente poniendo a contribución brazos y piernas. Mi labor era tan sostenida, elegante y rápida que mis compañeros aseguraban que daba gusto verme.

Al cabo de cinco minutos pensé que debíamos estar cerca de la esclusa y me volví a comprobarlo, mas... ¡estábamos en el mismo sitio donde inicié mis esfuerzos! Mis compañeros reían tonta y fuertemente; ¡había sudado horrores para no moverme ni dos palmos! Ahora, cuando me encuentro en las proximidades de una esclusa y hay que remar contra la corriente, acostumbro a dejar que lo hagan los demás.

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