Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Pasamos delante de Walton, lugar relativamente importante, por tratarse de una población ribereña; aunque sucede como en esta clase de poblaciones que sólo da al río el extremo más insignificante de la ciudad, de manera que hace el efecto de que se trata de algún pueblecito de veinte casas, como máximo. Windsor y Abingdon son los dos únicos lugares entre Londres y Oxford que pueden ser ampliamente advertidos desde el Támesis, los demás se ocultan entre las sinuosidades de los márgenes, limitándose a asomarse al río por una tortuosa calleja. Y hay que felicitarles por ese buen gusto de no asomarse, dejando los ribazos por los campos y los bosques; la misma ciudad de Reading, a pesar de sus esfuerzos para llegar al Támesis, tiene la discreción de esconder su desagradable rostro.
Como es natural, Cesar tiene reservado un rinconcito en Walton; es un campo amurallado o algo parecido. (¡Este emperador si que era un verdadero “cruzador de ríos”!), y, claro está, la reina Isabel también llegó hasta aquí. No hay manera de deshacerse de esta buena señora; donde quiera que se vaya, se ha de tropezar con su recuerdo.
Cromwell y Bradshaw, no el guía, sino el que pidió la cabeza del rey Carlos, tienen su “última morada” en Walton. ¡Que parejita más simpática y más saturada de “bondadosos sentimientos”! En la iglesia de Walton existe un artefacto infernal que en la antigüedad se usaba para “fijar” las lenguas femeninas. Este instrumento ha caído en desuso y en la actualidad sólo conocen su existencia unos cuantos eruditos. (El motivo de semejante abandono debe de ser debido a la carencia de hierro, y como este es el material más adecuado...)
En esta iglesia también existen importantes tumbas; por un momento temí que Harris intentase visitarlas; felizmente no pensó en ello y pudimos pasar tranquilamente. En estos parajes el río serpentea muchísimo – especialmente una vez pasado el puente – y gracias a esta disposición natural se encuentran una serie de rincones de ensueño. (La parte pintoresca es realmente admirable, digna de ser apreciada por todo amante de la naturaleza, pero la parte que llamaríamos práctica resulta algo complicada, pues remar o remolcar en estas condiciones es bastante difícil, causando innumerables conflictos entre remeros y remolcadores.)
A la orilla derecha, dejamos Oatlands Park, antigua plaza fuerte. Enrique VIII se la arrebató a su auténtico dueño, cuyo nombre he olvidado, y, según dicen, en el parque existe una curiosa gruta. La duquesa de York, que vivió en Oatlands, sentía tal amor hacia los perros – poseía una enorme jauría – que les hizo construir un cementerio donde existen alrededor de cincuenta tumbas, todas con su lápida y correspondiente epitafio. A mi entender, este ha sido un bello gesto; los fieles amigos del hombre bien merecen ser sepultados con todos los honores.
En Cornway Stakes, primer ángulo debajo del puente de Walton, se libró una batalla entre Cesar y Cassivellaunus, que fortificó el río, plantando una serie de estacas, y colocando un letrero que decía “prohibido el paso”; sin embargo, el emperador logró cruzarlo. ¿Se convencen como es imposible separar a Cesar del río? Hoy en día haría falta un hombre así en las proximidades de las esclusas.
Halliford y Shepperton son dos bonitos lugares, especialmente desde el río, si bien no tienen nada de notable. En el cementerio de Shepperton existe una tumba en la cual aparece cierto poema, y como observé que Harris daba miradas de envidia al embarcadero – lo que me hizo comprender sus evidentes deseos de ir a tierra – me las arreglé para tirar su gorra al agua y con el trabajo de recogerla y su indignación por mi torpeza, olvidó la existencia de sus bien amadas tumbas.
En Weybridge el Wey, delicioso riachuelo navegable sólo para botes de pequeñísimo calado, que siempre me he propuesto explorar y nunca lo he logrado, el Bourne y el canal Basingstoke tienen su confluencia en el Tàmesis. La esclusa se halla, justamente, al otro lado de la población, y lo primero que divisamos al aproximarnos fue la chaqueta de Jorge, y luego, tras un examen más profundo, descubrimos que Jorge estaba dentro. Montmorency movió la cola furiosamente, yo grité, Harris mugió y Jorge agitó su gorra en el aire, vociferando enérgicamente.
El guarda de la esclusa salió de su casa con aire preocupado y enarbolando un garfio en la mano – por lo visto pensaba que ocurría algo grave – y al darse cuenta de la equivocación me pareció que puso mala cara.
Nuestro excelente Jorge llevaba un singular paquete, envuelto con tela impermeable, algo redondo, chato y con un largo mango recto que sobresalía.
— ¿Qué es esto? – preguntó Harris – ¿Una satén?
— No – repuso Jorge mirándole indignado – Es el último grito de la moda... Todo el mundo lo toca... Es un banjo...
— Caramba, no te conocíamos esa habilidad... – exclamamos Harris y yo al unísono.
— Francamente, no tengo la menor noción de ese arte – dijo Jorge – pero me han dicho que es facilísimo. ¡Además, tengo el folleto de instrucciones!...
Jorge se ve obligado a trabajar. –Indigno proceder de las cuerdas de remolque y un esquife de dos remos. –Remolcadores y remolcados. –Sistema de una pareja de enamorados. –Imprevista desaparición de una anciana señora. -¡Cuánto más se corre, menos se avanza!. –Nos remolcan tres muchachos. –La esclusa perdida sobre el río encantado. –Música celestial. -¡Salvados!
En cuanto tuvimos a Jorge en nuestro poder, empezamos a poner en práctica nuestros propósitos de que trabajara, lo que no pareció afectarle mucho; se limitó a decir:
— ¡He tenido un horror de trabajo en la ciudad!...
Harris, que de por sí es duro y nada compasivo, contestó:
— Pues ahora tendrás un horror de trabajo en el agua... Además, no olvides que es conveniente cambiar de actividad... Anda... desembarca...
En conciencia no podía objetar nada; sin embargo, intentó escabullirse:
— Me gustaría quedarme en la barca... Os prepararé el té... Eso es bastante complicado, y vosotros tenéis un aspecto tan fatigado...
Nuestra única respuesta fue alargarle la cuerda del remolque; la cogió y saltó a tierra.
Las cuerdas de remolcar ofrecen la curiosa e inexplicable particularidad de que se enrollan cuidadosa y pacientemente, se dejan en el suelo, y al cabo de cinco minutos nadie dirá que aquello es un rollo de cuerda sino un informe lío. No siento deseos de ser insolente, mas tengo la seguridad de que si cogen una soga ordinaria, la desenrollan dejándola estirada en medio de un campo, y después se vuelven de espaldas, sólo por dos segundos, la encontrarán perfectamente trenzada y llena de nudos, con los dos cabos perdidos; ella solita habrá hecho todo eso, y tendrán que pasar media hora, sentados en la hierba, desenredándola y soltando imprecaciones sin parar.
Esta es mi opinión sobre las cuerdas de remolques, en general. Claro que deben de existir honorables excepciones, no aseguraría lo contrario; deben de existir sogas que son el orgullo de su profesión, concienzudas, respetables, que no creen que su labor consista en hacer ganchillo y no disfrutan, tan pronto se las deja, en convertirse en trozos de “jersey”. Que conste que digo que pueden existir, confío en ello; no obstante, hasta la fecha no he tropezado con ninguna.
La cuerda que cogí antes de llegar a la esclusa, no permití que fuese todavía tocada por Harris; conozco su poca habilidad y quería evitar un incidente, y cuando la tuve a punto la cogí dé acuerdo con los cánones de la intrincada ciencia del remolque, pasándola a Jorge, quien se apoderó de ella, se la puso al brazo y empezó a deshacerla como si luchara con los pañales de un recién nacido. Pues sí, aun no había desenredado una docena de metros que ya la cuerda parecía una estera mal trenzada y... ¡siempre pasa lo mismo!, el que está en la orilla cree que la culpa es del que la enrolló, y cuando un hombre está en la orilla, pues... dice lo que piensa, sin tener en cuenta el vocabulario a utilizar.
— ¿Qué demonios habéis estado haciendo con esto? ¿Una red de pescar...? Sólo sabéis enredarlo todo... ¡Cuidado que sois estúpidos!... ¿No podíais haberlo hecho un poco mejor? – va gruñendo incesantemente, luego hace frenéticos esfuerzos y logra ponerla plana y comienza a dar vueltas buscando uno de los cabos.
Por otra parte, el que la enrolló cree que la culpa es del que intenta arreglarla:
— ¡Si estaba bien!... – exclama indignado – ¿Qué es lo que estás haciendo?... Tienes unas manos horrorosas... Cuando digo que serías capaz de enredar una docena de velas marinas...
Y se enfadan tanto, que sueñan con ahorcarse con la misma cuerda al cabo de diez minutos; alguien lanza un grito, como si se hallase al borde de la demencia, baila encima de la cuerda, – intentando arreglarla, – coge el primer cabo que encuentra y estira con todas sus fuerzas, cosa que, naturalmente, aumenta la confusión. Entonces, el otro salta de la barca, ambos cogen el mismo cabo, tiran juntos y, al hallar resistencia se quedan pasmados. Al fin, la desenredan del todo y al volverse se dan cuenta de que la barca ha escapado a la deriva, yendo en línea recta hacia la esclusa.
En cierta ocasión un caso semejante ocurrió ante mi vista. Era una mañana de viento en los alrededores de Bovency; nosotros nos deslizábamos pacíficamente a favor de la corriente y, al acercarnos al recodo que forma el río, nos llamaron la atención dos individuos que vimos en la orilla. Se contemplaban con enorme expresión de desconsuelo en los rostros, pálidos por la desolación; una expresión como nunca hubiéramos imaginado ver en un rostro humano. Era más que evidente que algo catastrófico acababa de ocurrirles, y llevados de nuestros sentimientos humanitarios, anclamos, acercándonos a preguntarles cual era el motivo de su congoja.
— ¡¡Se nos ha escapado la barca!!... – repusieron indignados – Estábamos desenredando esta maldita cuerda, y cuando nos volvimos... ¡se había escapado!...
Y parecían consternados por lo que juzgaban una acción de refinada ingratitud.
Encontramos a la infiel, media milla más abajo retenida por unos cañaverales, y la devolvimos a sus dueños. Estoy seguro de que no le concedieron un margen de confianza por lo menos durante una semana. Por mi parte, y como soy una persona eminentemente sensible a los dolores del prójimo, he de confesar que nunca olvidaré el cuadro que formaban aquel par de desgraciados paseando por el ribazo, con la cuerda de remolcar entre las manos, y esforzándose por descubrir su bote.
Navegando por el río suelen presenciarse divertidos incidentes relacionados con el remolque de embarcaciones; uno de los más corrientes es este: dos remolcadores marchan a grandes pasos, discutiendo animadamente, mientras el que se encuentra en el bote, a cien metros de ellos, vocifera inútilmente. Se dedica a una exhibición de mímica tan violenta como desesperada, uno de sus remos cae al agua y no por ello interrumpe su alarde de facultades; es que ha perdido su sombrero o un garfio se ha hundido en las aguas.
Al primer momento les llama correcta y amablemente:
— ¡He... eh... deteneos!... – grita alegremente – Se me ha caído el sombrero...
Luego:
— ¡Eh, vosotros... eh!... ¡Tom... Dick!...¿qué estáis sordos? – y esto no es dicho con la misma afabilidad.
Después:
— ¡Eeeeeh!... ¡Eeeeeeh!... ¡Ooooooh, si os pudiese coger por mi cuenta... animales!... ¡Paraos de una vez!... ¡Oooooh, maldita sea vuestra estampa!
Se pone de pie, pegando feroces patadas a la indefensa barca, grita hasta desgañitarse, con el rostro congestionado por la ira, maldiciendo sus compañeros, hasta agotar su bien surtido vocabulario de escogidas imprecaciones. Los golfillos del río se detienen en los márgenes y se burlan, tirándole piedras, mientras pasa ante ellos a una velocidad de cuatro millas por hora y no puede salir de la barca.
La mayor parte de estos inconvenientes desaparecerían si los remolcadores tuviesen presente su cometido y recordaran que llevan a alguien en la barca; de ahí que sea más aconsejable utilizar una sola persona para semejantes menesteres; siendo dos se ponen a hablar y olvidan sus deberes, cosa bastante comprensible, pues la barca no se molesta en recordarles el cumplimiento de sus obligaciones.
Jorge, a fin de hacernos comprender hasta que punto los remolcadores pueden olvidar sus dignas funciones, nos explicó un caso curioso. El y tres amigos conducían una barca, bastante pesada, y no muy lejos de Cookham vieron una pareja de enamorados que caminaban por el sendero de los remolques, absortos en una conversación tan interesante como larga; entre ambos sostenían una barra con un gancho, en el cual habían atado una cuerda cuyos extremos estaban sumergidos en el agua. En lontananza no se percibía barca alguna, posiblemente debía de haber una, ¿mas, qué se había hecho de ella?, ¿qué fatal destino la hizo desaparecer?, ¿cuál fue la suerte de sus ocupantes? Esto no parecía preocupar a los jóvenes, los cuales, llevándola barra y el gancho, parecían poseer todos los elementos necesarios para su labor. Jorge estuvo a punto de llamarlos y despertarlos de ese marasmo embrutecedor, pero una idea luminosa cruzó su cerebro; no dijo nada, con un garfio cogió el extremo de la cuerda que iba en el agua, haciendo una argolla que los bromistas sujetaron a la quilla de la barca, luego dejaron los remos y encendieron sus pipas. ¡Y de esta manera el par de novios remolcó a un cuarteto de forzudos mocetones hasta Marlow!
— Raras veces he visto tanta pensativa tristeza concentrada en unas pupilas humanas – dijo Jorge – como cuando descubrieron que llevaban dos millas remolcando una barca que no era la suya; estoy convencido de que si aquel muchacho no llega a tener a su lado la dulce y serena influencia de su novia, hubiese dado rienda suelta a sus instintos más violentos. Ella fue la primera en reaccionar, crispó las manos, preguntando alocada: “Enrique... ¿dónde está la tía?”
— ¿Volvieron a verla? – preguntó Harris interesado. Empero eso Jorge nunca pudo saberlo.
Hace algún tiempo, en las cercanías de Walton, Jorge y yo, presenciamos otro ejemplo de la peligrosa falta de cooperación que existe entre remolcadores y remolcados. Era en el lugar donde el camino muere suavemente en el río; nosotros habíamos acampado en el margen opuesto, e indolentemente tendidos sobre la hierba, observábamos el mundo y sus habitantes con ojos cargados de benevolencia. Lentamente avanzó un botecito remolcado por un caballo montado por un chicuelo. Cinco muchachotes iban dentro de la barca, tumbados en soñadoras actitudes que llegaban a su máxima expresión en la figura del timonel.