Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
— No es ese...
— ¿Qué quieres decir?...
— Es bien raro, pues una aventura semejante sucedió a mi padre... Se lo había oído contar muchas veces, por eso pensaba si había ocurrido en el mismo sitio...
A las diez nos fuimos a acostar, y aunque sentía enormes ganas de dormir, pues estaba muy cansado, no pude cerrar los ojos; generalmente apoyo la cabeza en la almohada y me parece que no han pasado ni cinco minutos cuando llaman a la puerta, advirtiéndome que son las ocho y media. No obstante, esa noche todo iba en contra mía; la novedad, lo duro del bote, la incómoda posición – tenía la cabeza sobre un banco y los pies en otro – el chapoteo de las mansas aguas, la suave brisa que agitaba las hojas de los árboles, todo se conjuraba para no dejarme dormir.
Logré dormitar varias horas hasta que un trozo de la barca, posiblemente colocado durante la noche, pues a nuestra partida no estaba y al despertarme no supe encontrarle, comenzó a acariciarme vigorosamente la espina dorsal. Dormía soñando que me había tragado una moneda de media corona y que por quitármela me agujereaban la espalda con un taladro; debo confesar que encontraba el procedimiento poco amable y les dije que les debería ese dinero, que se lo pagaría a fin de mes, pero mis acreedores no aceptaban excusas y preferían cobrar ipso ipso para evitar la acumulación de intereses. Me enfadé, expresándoles mi opinión particular sobre sus personas y, furiosos, clavaron tanto el taladro que me desperté.
La atmósfera de la barca resultaba pesada; tenía dolor de cabeza y se me ocurrió que me convendría respirar el aire fresco de la noche; me vestí con lo primero que me llegó a mano – formaban parte de mi indumentaria prendas de Harris y Jorge – y salté al ribazo. Era una noche de maravilla: la luna dormía, dejando la tierra alumbrada sólo por la pálida luz de las estrellas; parecía como si en la silenciosa calma, mientras nosotros, sus hijos, dormíamos, ella conversara con sus hermanos los luceros, sobre profundos misterios, con voces tan hondas y sobrehumanas que nuestros infantiles oídos eran incapaces de captarlas.
Esas estrellas tan frías, tan extrañas, tan claras, nos imponen como una especie de respetuoso temor; somos como niños (llevados por sus débiles piececitos a un sombrío templo de la divinidad a quien han de adorar, mas a quien desconocen, y se hallan temblorosos en un rincón desde donde se percibe el indefinible eco de millones de seres y en la inmensa perspectiva se advierte una misteriosa luz, suave y opaca). Alzamos la vista, vacilando entre el espanto y la esperanza, semitemerosos de ver surgir alguna horrenda visión; por otra parte... la noche parece estar tan llena de consuelo, de tranquilidad, que ante su augusta presencia nuestras tristezas pierden toda su virulencia.
El día ha estado lleno de inquietudes y amarguras, nuestros corazones han alentado dolorosos y mezquinos pensamientos; el mundo nos ha parecido duro y engañoso; entonces llega la noche, pone dulcemente su mano, cual la de una tierna madre, sobre nuestra febril frente y vuelve hacia ella nuestras caras humedecidas por las lágrimas y la vemos sonreír dulcemente; no habla; sin embargo, la comprendemos, y apoyando contra su amplio regazo nuestras mejillas ardientes y sofocadas, sentimos como las penas van disipándose. A veces, el dolor que nos embarga es muy profundo, muy lacerante, y ante la noche permanecemos mudos, inmóviles, porque no hay palabras capaces de expresar nuestra angustia; su corazón, todo bondad y piedad, no puede aliviarnos, empero nos coge de una mano, y este mundo tan bajo, tan pequeñito, disminuye más y más... Llevados en sus oscuras alas pasamos un corto instante en presencia de una Presencia más poderosa que la suya; bajo esa suprema luz toda vida humana es cual libro abierto y nos enteramos que el dolor y el sufrimiento son emisarios de Dios.
Sólo aquellos que han llevado la corona del sufrimiento pueden contemplar ese supremo resplandor; al retornar de ese viaje misterioso, no son capaces de explicar ni describir la inefable belleza y dulzura de tal Presencia.
Había una vez... unos caballeros, bondadosos y valientes, que caminaban por un extraño país; su camino cruzaba un poblado bosque lleno de tan espesos y pinchantes abrojos que los desgraciados que se extraviaban dejaban trozos de su cuerpo entre las zarzas. Y las hojas de los árboles eran oscuras y tupidas de un modo tal que ni un solo rayo de luz se filtraba para iluminar ese lugar de sombras y tristezas.
Al pasar el bosque, se perdió uno de los caballeros, y sus compañeros le lloraron, creyéndolo muerto, y siguieron su jornada.
Una vez llegados a un suntuoso castillo, término del viaje, dedicaron varios días al jolgorio y la diversión, y cierta noche en que se hallaban confortablemente sentados junto a la gran chimenea, donde ardían enormes troncos, bebiendo desmesuradamente, ¡apareció el compañero perdido!... Iba lleno de harapos, el cuerpo casi cubierto por terribles heridas, mas en su rostro aparecía una expresión de suprema felicidad.
Le preguntaron qué le había sucedido y explicó como se perdió y tuvo que caminar al azar largos días e interminables noches, hasta que, desfallecido y desangrándose por sus numerosas heridas se disponía a morir; y en este momento supremo, cuando yacía tendido en el duro suelo, se le apreció una doncella de elevada estatura, lo cogió de una mano y, a través de ocultos senderos, jamás hollados por el pie humano, le llevó a un lugar del bosque donde brillaba tan radiante esplendor que las palabras humanas son incapaces de describirlo. Bajo aquella luz radiante, incomparable, el caballero vio, como en sueños, una aparición tan bella y esplendorosa que olvidó sus sangrientas heridas, quedando poseído de una inefable felicidad, tan profunda como el mar, cuyos misteriosos abismos nadie conoce. La visión se desvaneció, y el caballero, arrodillado en el suelo, dio gracias al Cielo por haberle permitido contemplar la visión.
El nombre de aquel negro bosque es el de la Tristeza, pero no podemos decir palabra alguna sobre la visión del buen caballero.
Algo que ocurrióle a Jorge cierta vez que se levantó temprano. –Jorge, Harris y Montmorency no sienten aficiones al agua fría. –Heroísmo y decisión de un servidor. –Jorge y su camisa: una historia con moraleja. – Las habilidades culinarias de Harris. –Historia antigua, expresamente adaptada para usos escolares.
Al despertarme, a las seis y media de la mañana, encontré a Jorge completamente desvelado; hicimos todo lo posible para dormir, mas fue imposible en toda la extensión de la palabra. Si por necesidad o algún motivo especial hubiésemos tenido que levantarnos enseguida y vestirnos sin pérdida de tiempo, a buen seguro que nuestros ojos se hubieran abierto el tiempo justo de dar una mirada al reloj, pero tal como estaban las cosas no existía motivo alguno para que nos levantásemos, por lo menos hasta dentro de un par de horas, y saltar de la cama – bueno, eso de la cama es un decir – a una hora tan intempestiva como las seis y media de la mañana era un absurdo; sin embargo – la vida es eterna contradicción – en lugar de reposar plácidamente teníamos la sensación de que si permanecíamos echados más de cinco segundos falleceríamos de muerte repentina.
Jorge dijo que esto mismo ya le había sucedido – y bajo su forma más virulenta – hace dieciocho meses, cuando se hospedaba en casa de una cierta señora llamada Gippings. Una noche se le paró el reloj a las ocho y cuarto, de primer momento no lo advirtió, pues al acostarse olvidó darle cuerda, dejándolo colgado, como siempre, encima de la cabecera de la cama. (Me olvidaba una cosa: esta lamentable aventura tuvo lugar en invierno, y en la época en que los días son cortos y la niebla reina durante semanas enteras.) Al despertarse todo estaba oscuro, lo que se llama oscuro, y como no podía orientarse sobre la hora estiró el brazo y cogió el reloj: eran las ocho y cuarto.
— ¡Que Dios y toda la corte celestial tengan piedad de mi alma! – exclamó Jorge desolado — ¡y yo que debo estar a las nueve en la City! Oh... ¿por qué no me han despertado?... ¡Esto es intolerable!...
Tiró el reloj encima de la cama, tomó una ducha fría, se vistió – afeitándose con agua fría, pues no tenía tiempo de calentarla – y corrió a ver la hora que marcaba su cronómetro. ¿Podía ser posible que el golpe que recibió en la cama lo adelantara? Y si no era así... ¿qué explicación cabía?... A esto no podía responder, pero lo evidente era que cuando lo vio, hacía escasamente cinco minutos, marcaba las ocho y cuarto y ahora indicaba las nueve menos cuarto. Lo cogió y echó a correr escaleras abajo. Silencio y oscuridad completos en el comedor; el desayuno no estaba preparado y la chimenea tampoco había sido encendida.
— ¡Que desfachatez la de mi patrona! – masculló Jorge indignado, pensando añadir alguna cosa más cuando la viese por la noche.
Se metió dentro de su abrigo y se caló el sombrero casi hasta los ojos, empuñó furiosamente el paraguas e intentó salir: la puerta ni siquiera estaba abierta. Jorge prorrumpió en silenciosos denuestos contra la señora Gippings, calificándola de vieja perezosa, y no pudo por menos de pensar cuan extraño resultaba que la gente no se levantara a horas convenientes para tener las puertas abiertas.
Finalmente logró salir; el primer kilómetro lo cubrió como quien dice volando, luego aminoró la marcha, sorprendido de encontrar tan pocos transeúntes y ver como las tiendas aún estaban cerradas. Es cierto que la mañana estaba muy oscura y caía una densa neblina; sin embargo, el estado del tiempo no poseía gravedad tal que suspendiera todas las actividades comerciales, y si él tenía que acudir a sus obligaciones, ¿por qué los demás se quedaban en la cama? ¿Por un poco de mal tiempo? ¡Eso era inaudito, absurdo e indignante!