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Authors: Jerome K. Jerome

Tres hombres en una barca (15 page)

BOOK: Tres hombres en una barca
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CAPITULO 8

Chantaje. –Lo que se debe hacer. –Grosero si también egoísta comportamiento de los terratenientes ribereños. –Carteles informativos. –Sentimientos poco humanitarios de Harris. –Como canta Harris canciones cómicas. –Una reunión aristocrática. –Vergonzosa conducta de dos despreocupados jovenzuelos.— Informaciones inútiles. –Jorge se compra un banjo.

Nos detuvimos bajo los sauces de Kempton Park para almorzar plácidamente. Este lugar es una deliciosa llanura en las orillas del río, llena de grandes sauces cuyas flexibles ramas casi se hunden en el agua. Estábamos a punto de empezar el tercer plato – pan y mermelada – cuando un caballero en mangas de camisa y fumando una corta pipa, hizo su aparición, preguntándonos con escasa amabilidad:

— ¿Saben ustedes que están violando una propiedad particular?

— Aun no hemos dedicado nuestra atención a este asunto para sacar conclusiones definitivas – le respondimos – No obstante, si usted nos asegura, bajo palabra de honor, que nosotros infringimos algo... estamos dispuestos a creerle.

Con la misma carencia de amabilidad nos aseguró que, en efecto, nos hallábamos en una propiedad particular. Le dimos las gracias por sus palabras, creyendo que el incidente ya estaba zanjado; sin embargo, como su aspecto persistía en lo que podríamos llamar ligera indignación, le preguntamos:

— ¿Podríamos serle útiles en algo?

Y Harris, con la santa intención de bromear un poco, ofrecióle pan y confitura. El honorable ciudadano, que, indudablemente, pertenecía a alguna organización cuyos estatutos prohibían la ingestión de los susodichos alimentos, rechazó la oferta muy desabridamente – como si le hubiésemos molestado – y dijo que su deber era echarnos de allí.

— Si ese es su deber... ¡cúmplalo! – exclamó Harris – Ahora bien, mi querido amigo, me encantaría conocer su opinión sobre la manera de hacerlo.

Harris es lo que se llama un buen mozo, alto, fornido, musculoso y de aspecto agresivo; el caballero de la pipa le miró de arriba abajo, respondiendo con bastante cortesía:

— Voy a hablar con mi amo... y no tardaré en regresar para ponerles en remojo...

Naturalmente, no le volvimos a ver más; todo lo que pretendía era un indecente chantaje para obtener unos chelines como pago de su silencio. Existen una serie de parásitos ribereños que durante el verano se ganan su dinerito paseando a lo largo del río y haciendo pagar tributos a los que son lo suficientemente débiles para abonárselos. Acostumbran a presentarse como “enviados del propietario”, y lo que debe hacerse en casos de esta índole, es dar el nombre y dirección y dejar que el propietario – si es que en realidad tiene algún derecho – presente una reclamación judicial por daños y perjuicios causados a los dos metros cuadrados que se utilizaron para merendar. Desgraciadamente, la mayoría de gente es tan indolente y pusilánime que, en lugar de concluir con esas injusticias realizando una sencilla demostración de energía, prefieren ceder al primer intruso que se les presente.

Hay que dar un toque de atención a los propietarios dignos de vituperio, pues su egoísmo aumenta cada año, y si de ellos dependiese, se prohibiría en absoluto el acceso al Támesis. En la actualidad ya dan rienda suelta a su despotismo en los ríos de menor importancia; colocan estacas en el centro de la corriente, cadenas de orilla a orilla y grandes cartelones en cada árbol.

Cada vez que veo uno de estos carteles, todos mis instintos más perversos se agitan a flor de piel; me siento poseído de vehementes deseos de arrancarlos y clavarlos en la cabeza de quien los ha colocado hasta que su masa encefálica quede convertida en una pasta y luego enterrarlo sin ninguna solemnidad, colocando sobre su tumba, cual piedra funeraria de nuevo estilo, el nefasto cartelito. Apenas hube comunicado a Harris estos sentimientos tan poco humanitarios, una siniestra sonrisa cuajó en sus labios y repuso con voz cavernosa:

— Querido Jerome, yo haría más, mucho más... no solamente comparto en todos los detalles esos sentimientos que te animan, sino que también degollaría a toda la familia, amigos y conocidos y luego prendería fuego a la casa.

— ¡Hombre... Harris!...Francamente, lo encuentro algo exagerado...

— Pues sí, chico, sí... ¡Si pudiese haría todo eso! ¿O crees que no merecen semejante “atención”...? ¡Ah, y de buena gana cantaría canciones cómicas sobre su tumba!

Al escuchar esta “profesión de fe” criminal me quedé desconcertado. Todos hemos de procurar que nuestros instintos justicieros no degeneren en vil venganza, y fue necesario sermonear largamente a Harris para conseguir que volviera a ideas más cristianas; finalmente salí victorioso: me prometió respetar la vida de amigos y conocidos y abstenerse de cantar sobre la tumba.

Si alguna vez hubiesen oído a Harris dar una sesión de canciones cómicas, comprenderían el inmenso servicio que he rendido a la humanidad. Se le ha metido entre ceja y ceja el convencimiento de que ese género es suyo, a pesar de que sus amigos – que hemos gozado de las delicias de sus interpretaciones – tratamos de disuadirle, ya que estamos firmemente persuadidos de que no sabe cantar y de que no se le debiera permitir ni ensayar. Cuando se le ruega que cante, siempre responde:

— Por mí, encantado... Ahora que sólo conozco coplillas cómicas – y dice esto de una forma como si fuese algo digno de escucharse una vez y luego morir.

— Muy amble... – dice la dueña de la casa – Así, ¿nos hará el favor de cantar, señor Harris?

Harris se acerca al piano, con el aire resplandeciente del hombre presto a sacrificarse generosamente por la felicidad del género humano.

— Silencio... ¡por favor! – dice la señora dirigiéndose a los concurrentes – Nuestro buen amigo, el señor Harris, va a tener la atención de cantarnos una canción cómica.

— ¡Magnífico!...

— ¡Que bien!...

— ¡Estupenda idea!.. – exclaman los invitados, convencidos de que van a pasar un rato realmente delicioso.

Los que estaban en el invernadero regresan, suben los que se hallaban en el fumador; se busca a todo el mundo, y finalmente, el salón se llena de rostros sonrientes, dispuestos a pasar un buen rato.

Harris comienza...

Claro está que nadie exige una garganta privilegiada ni un hábil vocalizador – el género de canciones cómicas no es demasiado exigente – tampoco es motivo de extrañeza el que el cantante ataque una nota demasiado alta y luego, súbitamente, cambie de tono; no se busca la exactitud del compás ni se da gran importancia al hecho de que el artista adelante dos compases sobre el que le acompaña o se detenga en medio de una canción para discutir con el pianista y luego vuelva a empezar. En cambio, hay que estar dispuesto a oírle repetir los tres primeros versos, sin piedad, hasta el momento del refrán y ver como el cantante se para, de repente, soltando una burlona carcajada:

-¡Si que es curioso!...¡que me ahorquen si me acuerdo de lo que sigue!...

Entonces trata de recordar, al cabo de un rato de cantar otra cosa se acuerda de “lo que perdió”, se interrumpe en su actual recital – sin consideración para el público – vuelve a lo anterior y el auditorio acaba sintiéndose tan desamparado como el patito más huérfano de todos los patitos huérfanos.

Además..., bueno, será mejor que de una idea práctica de cómo resulta Harris actuando de cantante y... ¡nunca dirán que exagero!

— Me temo que encontrarán que es una canción pasada de moda – balbucea Harris de pie ante el piano – Seguro que la conocen... pero es la única que sé... Es la “Canción del Juez”, de Pinafore... No... no... no es de Pinafore lo que quiero decir... quiero decir... bueno, ya saben ustedes lo que quiero decir... es otra cosa. Me comprenden, ¿verdad?...Bien ahora cantaremos el refrán a coro...

(Murmullos de alegre inquietud ante la perspectiva del coro. Unos brillantes acordes marcan el preludio de la “Canción del Juez”, de una escena del “Proceso ante el Jurado”, interpretado por un pianista nervioso. Llega el momento de empezar y Harris está distraído. El pianista insiste con el preludio, Harris se pone a cantar la “Canción del primer lord del Almirantazgo”, de Pinafore. El pianista vuelve con el preludio, pero acaba prescindiendo de ese trozo e intenta seguir a Harris con la “Canción del Juez” del “Proceso ante el Jurado”. Ve que las cosas no siguen un ritmo justo, se pregunta donde está, que hace y de pronto pierde completamente la cabeza.)

Harris, amablemente alentador:

— Muy bien, muchacho, muy bien... tocas maravillosamente; sigue...

El pianista nervioso:

— Me temo que uno de los dos estamos equivocados... ¿qué es lo que cantas

Harris, prestamente:

— La “Canción del Juez”... ¿no la conoces?

Un amigo, desde el fondo de la sala:

— No, hombre, no... no digas tonterías... ¡Si estas cantando la “Canción del primer lord del Almirantazgo”, de Pinafore!...

Larga discusión entre Harris y su amigo, que, finalmente, sugiere que no importa lo que cantaba mientras continúe. Harris, vivamente dolorido por la injusticia, pide al pianista que vuelva a empezar. El pianista toca el preludio de la “Canción del primer lord del Almirantazgo” y Harris, aprovechando lo que consideraba un momento favorable, empieza:

“Cuando era joven y llevaba toga...”

(Carcajada general, que toma como cumplido. El pianista dedica un emocionado pensamiento a su esposa e hijos y abandona el desigual encuentro; su puesto es ocupado por un muchacho más enérgico)

El nuevo pianista:

— Mira, Harris, puedes comenzar cuando te dé la gana... yo me encargo de seguirte... ¡Nada de preludios!...

Harris – a quien esta explicación ha aclarado el cerebro – dice riendo:

— ¡Por Júpiter!... os ruego que me perdonéis... Ahora me doy cuenta de que confundía ambas canciones... Jenkins tenía la culpa... Ahora iremos bien.

(Se pone a cantar, su voz parece salir de los sótanos, y sugiere cierta analogía con los sordos murmullos de un próximo terremoto.)

“Cuando joven trabajé un trimestre

como ayudante de un magistrado...”

Harris, dirigiéndose al pianista:

— Demasiado bajo, muchacho... Si no te molesta lo repetiremos...

(Repite las dos primeras líneas con voz de falsete. Enorme sorpresa de los oyentes. Una anciana señora, acomodada junto a la chimenea, se pone a llorar, conmovida, y ha de marcharse.)

Harris, continuando:

“...sacudía ventanas, barría el suelo y...”

— No, no, “limpiaba las vidrieras de la gran puerta y el suelo enceraba”... No, tampoco... Me pierdo... Os ruego que me perdonéis... Es una cosa muy chocante, pero no puedo acordarme... “Y yo... yo...” ¿Qué le haremos?... Bueno, vamos con el refrán y “adelante con los faroles”...

“Y yo... tra... la... tra...la ta...

tra... la ... soy ministro de Marina”

— Vamos... ¡todos a una con el refrán! Hay que repetir estos dos versos:

Coro general:

“Y yo... tra... la... tra... la ta...

tra... la... es ministro de Marina”

El bueno de Harris no comprende hasta que punto hace el tonto y resulta cargante a gente que no le han hecho ningún daño. Está convencido de haberles proporcionado un rato de agradable diversión, y añade:

— Después de cenar tendré el gusto de cantar de nuevo.

Ahora que hablamos de recepciones y canciones cómicas, me acuerdo de una curiosa aventura en la que tuve parte y que demuestra cómo el trabajo mental es, generalmente, propio de la naturaleza humana. Estaba en una escogida reunión de gente de gran cultura, elegantemente ataviada y que sostenía animadas conversaciones. En pocas palabras: todos nos sentíamos completamente felices, exceptuando a un par de estudiantes, llegados de Alemania poco tiempo antes. Su aspecto era tan desagradable como aburrido. Resultábamos demasiado inteligentes a su lado, esta era la verdad y se daban cuenta de ello. Nuestra exquisita y brillante conversación y nuestros gustos refinados estaban por encima de ellos, dejándolos a un nivel inferior. (Más tarde todos hicimos la unánime observación de que no debieron haber acudido a esta velada.) Se interpretaron fragmentos de los antiguos músicos alemanes, se discutió filosofía y estética, los caballeros estuvieron sumamente galantes con las damas y se hicieron bromas, siempre dentro del mejor tono. Después de la cena alguien declamó un poema francés, y una señora cantó una balada española, tan sumamente sentimental que hizo derramar lágrimas a dos de los concurrentes. ¡Que balada más patética!

Entonces, uno de aquellos jóvenes se levantó preguntándonos si habíamos oído a Herr Slossen Boschen – un grave caballero que acababa de llegar y se encontraba en el comedor – cantando su gran creación cómica.

Ninguno de nosotros había tenido semejante placer, y los jóvenes añadieron:

— Es la canción más divertida que se ha compuesto... Miren si será divertida que después que fue cantada ante la corte alemana, el emperador tuvo que ser llevado a la cama, muerto de risa. Además, no hay nadie capaz de cantarla como él; conserva una seriedad tan grande que se podría creer que entona una triste endecha... Y esta actitud hace más original su canto; nunca deja adivinar, ni por su tono ni por sus gestos, que está interpretando algo dramático, ello quitaría sabor a la interpretación. Su aire grave, trágicamente melancólico, la convierte en una broma irresistible... Nosotros conocemos a Herr Slossen Boschen y, si gustan, iremos a rogarle que cante...

Ante esas explicaciones, expresamos nuestro vehemente deseo de escucharle y poder juzgar ampliamente. Los jóvenes se dirigieron a hacer su petición al honorable caballero, a quien satisfizo el requerimiento,, pues acudió al instante, sentándose al piano sin pronunciar ni una sola palabra.

— ¡Oh, se divertirán de lo lindo!... Van a reírse mucho – dijeron los dos jóvenes en voz baja al atravesar el salón, yendo a sentarse modestamente detrás del profesor.

Herr Slossen Boschen se acompañaba a sí mismo. El preludio, francamente, no hacía presentir una canción divertida; tenia un tono brillante y vigoroso que ponía la carne de gallina.

— Es el sistema alemán – dijimos, dispuestos a saborear la original audición.

No entiendo el alemán. A pesar de haberlo estudiado en el colegio durante largo tiempo, a los dos años de terminados mis estudios no recordaba ni una sola palabra. Sin embargo, no quería que la gente adivinase mi ignorancia y adopté el sistema que juzgué más oportuno: fijar la vista en el rostro de los dos estudiantes imitando todos sus movimientos. Cuando sonreían, mis labios esbozaban una sonrisa; cuando se aguantaban heroicamente las carcajadas, también yo me contenía; cuando reían ruidosamente, de mi garganta salían roncos aullidos y de rato en rato emitía roncos gruñiditos de satisfacción como si mi refinada sensibilidad hubiese advertido rasgos de humor no captados por nadie; sinceramente, consideraba extremadamente hábil portarme de esta manera.

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