Tres hombres en una barca (11 page)

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Authors: Jerome K. Jerome

BOOK: Tres hombres en una barca
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No obstante, lo más probable es que dentro de un par de siglos, este perro será desenterrado, con una patita rota y sin cola, y vendido como “porcelana antigua”. Se le colocará en una vitrina de cristal, los visitantes, llenos de admiración, se agolparán a contemplar los brillantes tonos de su rosada naricita y quizá lleguen a discutir sobre la innegable belleza que poseía la desaparecida cola.

Nosotros, por ahora, no sabemos apreciar su belleza; estamos demasiado familiarizados con su presencia (nos viene a suceder algo parecido con el sol y las estrellas; su magnificencia no nos sorprende mucho, pues son fenómenos habituales). Sin embargo, en 2287, la gente se estremecerá de entusiasmo, el secreto de la fabricación de objetos semejantes será considerado como “arte perdido para desgracia de los amantes de las obras de arte”; nuestros descendientes deslumbrados, nos proclamarán maestros habilísimos en el difícil arte de la porcelana; se hará alusión a nosotros con frases como estas: “Aquellos grandes artistas que florecieron en el siglo XIX y produjeron bellísimos perros de porcelana”.

Las cortinas bordadas en el pensionado por la más aprovechada de las alumnas, se convertirán en “curiosa tapicería de la época victoriana” y no tendrán precio. Estos jarros de cerveza blanquiazules utilizados en los bares, se buscarán con enorme interés, pagándolos a precio de oro (aunque estén rotos y resquebrajados), y los millonarios tendrán a gala utilizarlos como “vasos de Oporto”. Los viajantes japoneses comprarán todos los “regalos de Ramsgate” y “recuerdo de Margate” que puedan haber escapado a la destrucción del tiempo para llevarlos a Yedo como “antigüedades británicas”.

De pronto, Harris abandonó los restos, se puso de pie bruscamente y se echó al suelo levantando las piernas en el aire. Montmorency ladró con todas las fuerzas de sus pulmones – que son considerables – pegó un salto y el cesto, colocado encima del equipaje, cayó al suelo, volcándose todo cuanto había dentro. Como es de suponer, experimenté una enorme sorpresa, que gracias a mi serenidad no se convirtió en enfado, y le pregunté alegremente:

— ¿Qué te ocurre, muchacho? ¿Te encuentras mal?

— ¿Qué si me ocurre algo?... Voto a...

No, jamás, nunca, mientras quede un poco de sensatez en mi cerebro, repetiré las palabras de Harris. Puedo haber sido culpable – transijo con esto – pero no hay nada que excuse la violencia de lenguaje y grosería de léxico, sobre todo tratándose de una persona educada. Lo que pasó es que iba preocupado por otras cosas y olvidé – acción fácilmente comprensible – que llevaba el timón, y esto dio como resultado una “íntima” compenetración con la orilla del río. Nos costó bastante, al principio, distinguir lo que éramos nosotros y lo que era el ribazo del río, pero no transcurrió mucho rato sin que cada cual recuperase su primitiva posición.

Sin embargo, Harris insistió en que había remado bastante y me propuso relevarlo; como estábamos bastante cerca del ribazo, salté a tierra, cogí la cuerda y remolqué la barca hasta Hampton Court.

Aquí existe una antigua muralla a la que profeso verdadero cariño. Se extiende a lo largo del río y nunca he pasado por sus cercanías sin experimentar una saludable influencia. ¡Qué pared más dulce, más suave, más adorable! Los líquenes rastrean indolentemente a sus pies, el musgo empieza a cubrirla, una verde enredadera trepa por detrás hasta lo más alto, para poder ver el río, y la hiedra se extiende en torno suyo. ¡Si supiese dibujar..., si fuese capaz de pintarla! Estoy seguro de que lograría un delicioso apunte.

A menudo he pensado cuánto me gustaría vivir en Hampton Court. Es un lugar tan sereno, tan lleno de tranquilidad y tan bello para pasear por las mañanas temprano antes de que nadie holle los campos con humanas pisadas. De todas maneras, aunque me gustaría tanto dudo que ese deseo pueda realizarlo: aquel lugar debe resultar tan sombrío y deprimente después de la puesta del sol... La linterna proyecta sombras fantásticas contra las paredes, ornadas de roble tallado; a través de los fríos pasadizos se oye el rumor de lejanos pasos; ahora parecen acercarse, ahora se alejan... y todo queda impregnado de un sepulcral silencio, roto sólo por los acelerados latidos de nuestros corazones.

Somos criaturas del sol, amamos la luz y la vida, este es el motivo por el cual nos apiñamos en las ciudades y el campo se halla cada vez más desierto. Mientras los rayos del sol nos iluminan y es de día y la naturaleza palpita y trabaja en torno nuestro, gustamos de los verdes prados y los frondosos bosques, empero, durante la noche, cuando nuestra madre naturaleza cierra sus cansados ojos, entregándose al reposo, ¡que solitario es el campo! Nos sentimos atemorizados, como niños extraviados en una monumental mansión; nos sentamos en el suelo gimiendo y clamando por las calles resplandecientes de luces, el eco de otras voces y el latir de una vida humana que responda a la nuestra. Nos sentimos tan solos y tan insignificantes bajo la inmensidad tranquila de la noche, en tanto que la suave brisa nocturna orea los campos y agita levemente las hojas de los árboles... Los espíritus despiertan, comenzando su ronda nocturna entre desolados suspiros y sordas quejas, y sus misteriosas sombras nos llenan de inexplicable terror.

Reunámonos en las ciudades, encendamos las grandes hogueras de la alegría – que son los millones de faroles de gas – y gritando, cantando a coro, nos sentiremos valientes.

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