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Authors: Jerome K. Jerome

Tres hombres en una barca (28 page)

BOOK: Tres hombres en una barca
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En las cercanías de Hambledon Lock nos dimos cuenta de que carecíamos de agua, y cogiendo el cántaro nos dirigimos a la caseta del guarda a pedir un poco del transparente líquido.

Jorge tomó la palabra, pidiendo, con la más dulce de sus sonrisas:

— ¿Podría darnos un poco de agua?

— Naturalmente – replicó el anciano – Cojan la que quieran y dejen el resto.

— Agradecidos... – murmuró Jorge mirando en torno suyo – ¿Donde... donde la tiene?

— Siempre en el mismo sitio, muchacho – fue la respuesta.

— Pues no la veo... – contestó Jorge dando una vuelta.

— ¿Dónde tiene los ojos...? – comentó el hombre señalando el río – Me parece que hay bastante, ¿verdad?

— ¡Oooooh! – repuso Jorge comprendiendo – ¡No vamos a beber agua del río!.. No nos gusta bebernos el río...

— Claro que no... pero pueden beber un poquito – replicó el guarda – Al menos esto es lo que hago desde hace más de quince años...

— Francamente... si he de juzgar los resultados de semejante sistema por usted... ¡prefiero el agua de pozo!...

En un huerto cerca de la esclusa encontramos un pozo... ¡y también era agua del Támesis! Si lo llegamos a saber... mas, como lo ignorábamos, la encontramos sabrosa; ojos que no ven, estómago que no duele.

En otra ocasión probamos agua del río, aunque con resultados poco halagüeños. Habíamos conducido la barca a un recodo, en las cercanías de Windsor, para tomar el té; nuestro cántaro estaba vacío y, por lo tanto, se trataba de irnos sin tomar el té o utilizar el agua del río. Harris sostenía la opinión de que podíamos arriesgarnos:

— Si hervimos el agua no habrá microbio que pueda resistir... Las miasmas perniciosas no resisten a la alta temperatura del agua hirviente.

Llenamos la tetera y la hicimos hervir; ya estaba hecho el té y estábamos a punto de beber cuando Jorge, que tenía la taza en los labios, exclamó:

— ¿Qué es eso...?

— ¿Qué es que? – preguntamos Harris y yo.

— ¡Pues “eso”! – repitió Jorge mirando hacia el oeste.

Harris y yo miramos en aquella dirección y vimos un perro que, llevado por la corriente, se iba acercando a nuestra barca. Era uno de los perros más serenos y pacíficos que he visto en mi vida; flotaba de espaldas, con las cuatro patas en el aire y una expresión hondamente pensativa en todo su ser; podía llamarse un perro de “tamaño extra”; su perímetro torácico estaba ampliamente desarrollado; llegó, digno y sereno, hasta casi rozarnos, se detuvo en un cañaveral, acomodándose para pasar la noche.

— No tengo ganas – murmuró Jorge vaciando su taza.

Harris tampoco tenía sed y siguió su ejemplo. Yo me había bebido la mitad de la mía y de todo corazón hubiese querido no haberlo hecho.

— ¿Crees que cogeré la fiebre tifoidea? – pregunté a Jorge.

— ¡Hombre...! Creo que tienes muchas probabilidades a tu favor... En todo caso... eso lo averiguarás antes de quince días.

Remontamos hasta Margrave, un lugarejo que va a parar a media milla de Marsh Lock y que vale la pena de visitar, pues tiene un caminito sombreado que corta mucho camino. Como es de suponer, la entrada a este afluente del Támesis está llena de carteles y cadenas con innumerables prohibiciones que amenazan con torturas sin nombre, prisión y muerte al que ose hundir sus remos en esas claras aguas. Me asombra que todavía ningún señor feudal de la ribera haya reclamado el aire del río como propiedad y no imponga a los desgraciados que lo respiran una multa de cuarenta chelines.

Con un poco de habilidad, se triunfa fácilmente de las estacas y cadenas, y en cuanto a los letreros... si se dispone de cinco minutos y no hay testigos se pueden arrancar un par o tres y hundirlos en el río.

A medio camino, desembarcamos para el almuerzo, durante el cual Jorge y un servidor experimentamos una de las emociones más fuertes de nuestras vidas. Harris también pasó un mal rato, si bien no tuvo la magnitud del nuestro.

Las cosas pasaron así: estábamos sentados en un prado, a diez metros de la orilla y acabábamos de instalarnos cómodamente para reparar fuerzas. Harris tenía el pastel de carne sobre sus piernas y se ocupaba en partirlo, mientras Jorge y yo esperábamos con los platos a punto.

— ¿Tenéis una cuchara? – dijo Harris – La necesito para la salsa.

El cesto estaba detrás de nosotros. Jorge y yo nos volvimos para sacar la cuchara – en semejante operación tardamos menos de cinco segundos – al volvernos... ¡Harris y el pastel habían desaparecido! El prado era espacioso, abierto, sin árboles ni maleza en muchos cientos de metros; no podía haber caído al agua, pues le hubiéramos visto – sin contar con que hubiera tenido que saltar por encima de nosotros para lograrlo – Jorge y yo inspeccionamos por nuestro alrededor y nos miramos asombrados:

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