Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
El lunes por la mañana, a la sazón nos encontrábamos en Marlow, nos levantamos a una hora decentemente temprana y fuimos a bañarnos antes del desayuno; al regresar Montmorency hizo una de las suyas. El único punto de controversia entre Montmorency y un servidor son los gatos, siento por estos malditos animalitos una profunda simpatía, mientras que él los odia cordialmente. Cuando encuentro un felino de estos me acerco y agachándome para acariciarle la cabeza le digo: “¡Pobrecito minino!”... El gato contesta estirando la cola – como si imitase a un pararrayos, arquea el lomo y frota sus narices contra mis pantalones y todo el mundo es dulzura y paz... En cambio cuando Montmorency tiene un encuentro semejante, todo el barrio ha de enterarse y en diez minutos se oyen una serie de palabrotas más que suficientes para llenar la vida de un hombre corriente.
Sin embargo, no me siento con ánimo de reñirle, me limito a darle golpes o tirarle piedras – procurando que no sean muy grandes – pues me consta que todo esto es obra de su propia naturaleza. Los fox terrier nacen con una dosis de pecado original cuatro veces mayor que la del resto de los perros, y harán falta muchos años de pacientes esfuerzos por parte de nosotros, los cristianos, para llevar una apreciable reforma a su batallador temperamento.
Recuerdo que en cierta ocasión me hallaba en el vestíbulo de los Haymarket Stors, lleno de perros que esperaban a sus dueños mientras estos realizaban sus compras. Se veía un mastín, un bulldog, uno o dos collies, un San Bernardo, algunos retrievers y terranovas, un perro de aguas francés de peluda cabezota y cuerpo esmirriado, algunas de aquellas bestezuelas nacidas en Lowther Arcade, cuyo tamaño es el de una rata, y un par de tykes del Yorkshire.
Allí estaban... sentados, con aires pacientes, buenos y pensativos...; una solemne serenidad reinaba en el vestíbulo; se hubiese dicho que la calma y la resignación, la melancolía y la dulzura habíanse apoderado de los ánimos que aquellos representantes de la raza canina.
Entonces hizo su aparición una gentilísima joven que llevaba un fox terrier de humilde aspecto, que dejó entre el dogo y el perro de aguas. El animalito se sentó, mirando en torno suyo durante un minuto, luego alzó la vista al techo con expresión tal que hacia sospechar que pensaba en sus seres queridos, bostezó y examinó a los demás, envueltos en sus aires de silenciosa y grave dignidad; miró al dogo, que dormitaba indolentemente, a su derecha, después dirigió la vista al perro de aguas, erguido y majestuoso, y sin mediar ni una palabra ni la más pequeña provocación, le mordió en una de sus patas. Un alarido de dolor atronó los espacios del vestíbulo, llevando la zozobra a los que ahí se encontraban.
Y como el resultado de su primer experimento le pareciera altamente satisfactorio, decidió continuar animando la aburrida reunión. Saltó encima del perro de aguas, atacando vigorosamente a un collie, que se despertó y entabló una ruidosa y encarnizada pelea con el perro de aguas. Inmediatamente, el pequeño fox terrier volvió a su sitio y cogiendo al bulldog por una oreja intentó echarlo fuera; el bulldog, animal extrañamente imparcial, se precipitó sobre todo lo que se hallaba al alcance de sus afilados colmillos, incluyendo las pantorrillas del portero, lo que permitió al simpático y dinámico fox terrier sostener una pelea por su cuenta con un igualmente dispuesto tyke... Cualquiera que conozca el temperamento canino, comprenderá fácilmente que durante las anteriores escenas, los perros luchaban entre sí y los pequeños liquidaban sus asuntos ocupándose en morder las patas de los grandes como descanso en su pesada tarea.
El vestíbulo habíase convertido en la más perfecta imitación de un antro infernal; el tumulto adquirió proporciones inauditas, un enorme gentío aglomeróse en la puerta haciendo todo género de comentarios.
— ¡Santo cielo!... ¿Qué pasa allí dentro?...
— ¿Hay reunión del Ayuntamiento? ¿Con quien se pelea el alcalde?
— ¿A quien asesinan?... ¡Hagamos algo!... ¡No estemos mano sobre mano!
— ¡Están descuartizando a seres humanos!...
Varios animosos individuos acudieron dispuestos a separar a los alborotadores animalitos, pero sus esfuerzos, a pesar de ir secundados por palas y estacas, no se vieron coronados por el éxito y tuvieron que mandar a buscar a la policía.
Y en medio de esta atroz pelea, reapareció la gentilísima joven, que cogió al simpático perrito – hacia por lo menos un siglo que había dejado al tyke y ahora tenía la expresión de un corderito recién nacido – besándolo suavemente:
— ¡Pobrecito mío! ¿Te han hecho mucho daño?... ¡Que perrazos más salvajes!...
El animalito se acurrucó en sus brazos y la miró como diciendo:
— ¡Por fin has llegado! ¡Que contento estoy de que hayas venido a librarme de este vergonzoso espectáculo!
Mientras ella proseguía:
— ¡Parece mentira! ¿Por qué admiten estas bestias semisalvajes dejándolas al lado de los animalitos de la gente decente?... ¡No sé que es lo que me impide presentar una denuncia!
He aquí, someramente descrita, la naturaleza de los fox terrier. Por eso no puedo reñir a Montmorency, a pesar de su exacerbada agresividad hacia los gatos, aunque estoy seguro de que probablemente hubiese preferido no haber adoptado sus usuales procedimientos en esta mañana a que me refería antes.
Pues..., tal como iba diciendo, regresábamos de bañarnos, y a la mitad de High Street, un gato salió de su casa y comenzó a trotar por la calle; Montmorency prorrumpió en un grito de júbilo semejante al del valeroso guerrero que ve caer malherido a su peor enemigo; un grito semejante al que Cromwell debió haber emitido cuando los escoceses bajaron de la colina, abalanzándose sobre su presa.
Su víctima era un enorme gato negro, y jamás he visto un gato tan grande ni tampoco de tan mala calidad; le faltaba la cola, una de sus orejas y una porción bastante considerable de nariz, si bien poseía un aspecto ágil y vigoroso y un aire de tranquila serenidad.
Montmorency corrió hacia aquel pobre felino a una velocidad de cien kilómetros por hora; no obstante, el gato no apresuró en lo más mínimo su marcha; parecía no comprender que su vida corría peligro; prosiguió tranquilamente hasta que su presunto asesino estuvo a un metro de distancia, luego se volvió, sentándose en medio del arroyo, y clavó en Montmorency una mirada interrogatoria, fríamente inquisidora, que parecía decir:
— ¿Se le ofrece algo?...
Aunque Montmorency es muy valiente, había algo en aquella mirada felina que habría atemorizado al perro más audaz; ni uno ni otro cruzaron una palabra, si bien no resultaba difícil imaginarse el diálogo:
— No... nada... muchas gracias... – repuso Montmorency.
— Si desea algo, dígalo con toda franqueza...
— Oh... no... nada... francamente nada – balbuceó Montmorency, retrocediendo – no se moleste... Creo... me temo haberme confundido... Creía conocerle... Siento haberle molestado...
— Ninguna molestia... al contrario... ¿De verdad no se le ofrece nada?...
— No... nada... gracias – tartamudeó Montmorency, siempre retrocediendo – ¡Es usted muy amable!... Buenos días...
Entonces se levantó el gato, continuando su camino. Montmorency regresó con aquello que, optimistamente, llama su cola, entre las piernas, y se colocó a retaguardia.
Desde aquel día, cada vez que se pronuncia la palabra gato, Montmorency se estremece visiblemente, se encoge y mira lastimeramente como si rogara:
— ¡Por favor!... No hablemos de eso...
Después del desayuno, fuimos a comprar provisiones para tres días. Jorge dijo que debíamos llevar verdura, alimento altamente saludable, cuya fácil preparación corría a su cargo; así es que compramos diez libras de patatas, treinta y seis de guisantes y coles, pastel de carne, dos tartas de grosella, una pierna de cordero – preparada en el hotel – fruta, pastas, mantequilla, jamón, huevos y otros artículos que adquirimos en diferentes establecimientos de la ciudad. (A mi entender, el mayor éxito de nuestra vida fue la salida de Marlow; resultó un acontecimiento digno, imponente, sin lunares in ostentaciones).
Al realizar nuestras compras insistimos en que fueran llevadas detrás de nosotros, nada de “sí, señor, se lo mandaré enseguida”, pues luego se pasan las horas y uno está a punto de coger un ataque de nervios esperando al mozo; por eso esperamos mientras las acondicionaban y salimos acompañados de los respectivos dependientes. El resultado fue que, como visitamos un buen número de tiendas y en todas observamos este principio con la máxima rigidez, al terminar nuestras compras poseíamos el sequito más perfecto de mozos portadores de cestas que nuestros corazones hubiesen podido desear. Y nuestra marcha por el arroyo central de High Street, camino del río, constituyó uno de los espectáculos más majestuosos que la ciudad de Marlow nunca hubiese presenciado.
El orden de la comitiva fue el siguiente:
Montmorency llevando un palo.
Dos miserables ejemplares de la raza canina, íntimos amigos de Montmorency.
Jorge, llevando abrigos y mantas y fumando en una pipa corta.
Harris, esforzándose por caminar desenvueltamente, abrumado bajo el peso de una maleta, llena hasta los topes, y una botella de jarabe de limón.
El chico del panadero y el del frutero, con sendos cestos.
El botones del hotel, con una canasta de provisiones.
El dependiente de la pastelería, con una cesta.
El mozo del droguero, con un cesto.