Tres hombres en una barca (23 page)

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Authors: Jerome K. Jerome

BOOK: Tres hombres en una barca
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Desde este momento la situación se ha complicado; uno se siente nervioso e incómodo, teme irrumpir en cualquier habitación; se dedica a subir y bajar escaleras, luego sube a su cuarto, pero el encanto de la habitación no es como había pensado, así es que se pone el sombrero y baja a pasear por el jardín. Durante breves minutos no encuentra ni rastro de ser viviente por los enarenados senderos; de pronto, al pasar por la glorieta, se le ocurre mirar dentro: allí están el par de idiotitas, ¡acurrucados en un rincón! Otra vez vuelven a dirigirle la mirada, pero no ya con manifiesta hostilidad, sino con sentimientos homicidas; tienen el convencimiento de que uno, llevado por perversos instintos, se dedica al eterno espionaje.

— ¡Santo Cielo! – uno exclama furioso – ¿Por qué no tendrán habitaciones especiales para enamorados? – y vuelve al vestíbulo, coge el paraguas y se dirige tristemente a vagabundear por los campos.

Sí; algo parecido debía de ocurrir cuando aquel absurdo muchacho de Enrique VIII cortejaba a Anita Bolena; las gentes de Buchamsghire les encontraban paseándose por Windsor y Wraysbury.

— ¡Que casualidad!... ¿Ustedes por aquí?...

— ¡Sí, he venido a un recado! – contestaba Enrique, bastante sofocado.

— Estoy muy contenta de verles – decía ella con el rostro encendido – ¿Verdad que tiene gracia eso de encontrarnos todos?... Acabo de tropezar con el señor Enrique VIII, aquí mismo, en el prado, y... ¡sigue mi camino!...

— Es mejor que nos marchemos – decían los paseantes, apenas habían perdido de vista a la enamorada pareja – Esos muchachos son muy pegajosos... ¿Qué os parecería ir a Kent?...

Iban a Kent y lo primero que veían era a Enrique VIII y Ana haciendo el tonto, en el mejor estilo, en los alrededores del castillo de Hever.

— ¡Que pesados!... – murmuraban molestos – Vámonos de una vez... son insoportables... Vayamos a St. Albans.

Sin embargo, apenas llegaban a St. Albans, volvían a tropezar con los enamorados, que esta vez se dedicaban a cambiar besos bajo los arcos de la vieja abadía; y entonces aquella pobre gente no tenía más solución que darse a la mala vida, enrolándose en la tripulación de un barco pirata hasta que Enrique y Ana hubiesen contraído matrimonio.

Desde Picnic Point hasta Old Windsor Lock, el río es sencillamente encantador; un sendero sombreado por grandes árboles discurre entre huertas y bosques a lo largo de la ribera, hasta llegar a “Bells de Ouseley”, pintoresca posada – como acostumbran a ser la mayor parte de los lugares de esta clase situados en la parte alta del río – donde, según afirma Harris, que en esta clase de asuntos es lo que se llama un perito, se puede encontrar un buen vaso de cerveza. Old Windsor también es, en cierta forma, famoso. Eduardo el Confesor poseía un palacio y aquí el gran par Godwin fue reconocido culpable por la justicia de la época de haber intervenido en la muerte del hermano del rey; Godwin partió un trozo de pan, sosteniéndolo entre los dedos

— ¡Si soy culpable – exclamó fanfarronamente – que este pan me ahogue!...

Se llevó el trozo a la boca y murió ahogado.

Después de pasar Old Windsor, el río resulta poco atractivo, no volviendo a recobrar su encanto hasta llegar a las cercanías de Boveney. Jorge y yo remolcamos debajo del Hoe Park, que se extiende a la orilla derecha, desde el Puente Albert hasta el Puente Victoria, y cuando pasábamos por Datchet me preguntó si recordaba nuestra primera excursión fluvial, cuando desembarcamos en Datchet a la diez de la noche y queríamos acostarnos.

— Es un recuerdo que tardará mucho en borrarse de mi mente – le dije.

Era el sábado anterior al “Bank Holiday”
[5]
de agosto y estábamos cansados y hambrientos – al decir estábamos me refiero a Harris, Jorge y a mí – desembarcamos, sacando el cesto, los maletines y las mantas y abrigos, y nos pusimos a buscar un hotel donde cobijarnos. Pasamos delante de una bonita posada, con clematites y enredaderas que trepaban sobre el porche, pero no había ni el menor rastro de madreselvas.

— ¡Oh, no... aquí si que no! – exclamé firmemente – Busquemos un poco más... a ver si encontramos una que tenga madreselva.

Y reanudamos la marcha hasta llegar a otro hotel cuyo aspecto era sencillamente delicioso: la madreselva cubría media fachada, más tropezamos con un inconveniente: a Harris no le gustó el individuo que se hallaba en la puerta; dijo que no parecía buena persona y que sus botas eran horrendas, y con harto dolor de mi corazón abandonamos aquel delicioso lugar saliendo en busca del albergue que nuestro estómago reclamaba insistentemente.

Al cabo de andar mucho rato nos cruzamos con un hombre a quien rogamos nos indicara algún hotel.

— ¿Hoteles?... ¡Si se están alejando de ellos!... Den media vuelta a la derecha y enseguida llegarán al del “Ciervo”

— Muchas gracias... Venimos de allí... no nos gusta... carece de enredaderas de madreselva...

— Bueno; siendo así... ¿Y por qué no prueban “Manor House”?... Está enfrente del otro... ¿Han ido allí?

— Si... pero de ninguna manera pensamos aposentarnos en semejante hotel. El sujeto que está a la puerta es simplemente repulsivo y su pelo... ¡horrible!... y sus botas... ¡tres veces horribles!...

— Pues miren, no sé que decirles – manifestó nuestro informador rascándose la barbilla perplejo – pues son las únicas posadas del pueblo.

— ¿No hay ninguna más? – preguntó Harris asustado.

— No, señor...

— ¿Y que vamos a hacer? – balbuceó Harris anonadado.

Entonces Jorge, ese chico que a ratos tiene destellos de relativa inteligencia, intervino tajante y concisamente:

— Mirad, muchachos, vosotros podéis hacer construir un hotel a vuestro gusto y encargar sea habitado por gentes que satisfagan vuestros instintos estéticos... En cuanto a lo que a un servidor se refiere... me voy al “Hotel del Ciervo”.

Es algo lamentable como los grandes idealistas nunca podemos materializar nuestros sueños; siempre han de quedarse en cosas confusas, vagas, nebulosas... de ahí que a Harris y a mí no nos tocara más remedio que exhalar un triste suspiro y seguir a Jorge.

Llegamos al “Ciervo”, dejando nuestros equipajes en el vestíbulo; inmediatamente hizo su aparición el hotelero, saludándonos cortésmente:

— Buenas noches, caballeros.

— Muy buenas – replicó Jorge – ¿Nos hará el favor de tres camas?

— Lo lamento, caballero... Temo que me pide un imposible.

— Ah... bueno – dijo Jorge sonriente – ya nos arreglaremos con dos... Vosotros podéis dormir en una... – prosiguió dirigiéndose a Harris y a mí.

— Sí... si... – afirmó Harris, pensando que Jorge y yo podíamos dormir juntos.

— Lo lamento, caballeros – repitió el hotelero – no hay ni una sola cama libre en toda la casa... Con decirles que dos o tres personas están durmiendo juntas...

Esto nos desconcertó, pero Harris, ducho en peripecias turísticas, hizo frente a este contratiempo con una alegre carcajada:

— Que le vamos a hacer... tendrá que darnos un colchón para dormir sobre el billar...

— Lo lamento, señor... Tres caballeros duermen en el billar y dos en el bar... Me es completamente imposible acogerles esta noche.

No tuvimos más remedio que recoger nuestros bártulos y dirigirnos a Manor House; esta era una posada de pintoresco aspecto que, no puedo ocultarlo, me gustaba mucho más que el “Hotel del Ciervo”.

— Si, muchacho – asintió Harris – Es muy bonita... además, no hace falta que miremos al individuo de la puerta... ¡Pobre hombre... con ese color de pelo y esas botas... y ese aspecto!..

¡Ah!... – suspiró conmovido – prescindiremos de él... Al fin y al cabo... ¿qué nos importa?

Sí, estábamos llenos de santos y fraternales propósitos, empero... tampoco pudimos pasar de la puerta; la posadera nos acogió amablemente, comunicándonos que éramos el grupo número catorce que en el término de hora y media habíamos comparecido en busca de alojamiento, y a nuestras tímidas proposiciones de utilizar el establo, la sala de billar, la carbonera, etc., opuso unas burlonas si que sonoras carcajadas: todos esos deliciosos parajes habían sido tomados por asalto hacía mucho rato.

— ... por casualidad, ¿no sabría de algún sitio del pueblo donde acomodarnos?

— Si no les importa carecer de comodidades... en la carretera de Eton, a media milla de aquí... hay una especie de cafetucho... Ahora que... conste que no se lo recomiendo, pues...

No esperamos la continuación; cogimos el cesto y los maletines, las frazadas y los abrigos, y echamos a correr en la dirección indicada. Se hubiera dicho que aquella media milla tenía gigantescas proporciones, que doblaba las dimensiones de cada metro; finalmente, jadeantes y extenuados, logramos llegar. Las gentes que se cuidaban del cafetucho carecían de las más mínimas nociones de educación; a nuestras corteses preguntas contestaron con groseras carcajadas: sólo había tres camas en toda la casa, ocupadas ya por dos matrimonios y siete solteros.

Nuestro desconsuelo empezó a bordear los límites de la tragedia; un bondadoso anciano que se encontraba apoyado en el mostrador, nos aconsejó ir a probar fortuna en la casa del droguero, que vivía junto al Hotel del Ciervo. Esta casa también estaba llena hasta los topes; una ancianita nos acompañó bondadosamente, durante un cuarto de milla, hasta la casa de una señora amiga suya que, al parecer, alquilaba habitaciones. La ancianita caminaba tan lentamente que tardamos más de veinte minutos en llegar a la casa de su amiga; de todas formas, no nos pudimos quejar del paseo: lo animó en todo lo posible explicándonos la diversa serie de dolores reumáticos que se reunían en su paciente espalda. ¡Y allí tampoco pudimos quedarnos: todas las habitaciones estaban ocupadas! Nos recomendaron ir al número 27, que también estaba lleno; de aquí nos enviaron al 32, donde no cabía ni un alfiler.

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