Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
La gente empezó a arremolinarse, y se cruzaron apuestas sobre su próxima maniobra; mis amigos llegaron entretanto y se pararon a mirarle; como estaba de espaldas, sólo veían la chaqueta y la gorra, lo que les sirvió para llegar a la conclusión de que era yo, su bien amado compañero, que exhibía mi talento, y su alegría no tuvo límites. Se metieron despiadadamente con él; de momento no di importancia a su equivocación. “Exageran un poco... – pensé – eso de tomarse tanta libertad con un desconocido...”, pero antes de llamarles para afearles su conducta me hice cargo de lo que sucedía y me escondí detrás de un árbol. ¡Cómo se divirtieron ridiculizando a aquel pobre muchacho!
Durante más de cinco minutos le prodigaron toda clase de bromas, escarnios, burlas sin nombre – antiguas, modernas y hasta se inventaron unas cuantas calificaciones que no había oído en mi vida – Le soltaron todos los chistes reservados al uso exclusivo de nuestra peña – y que al infeliz debieron de resultar incomprensibles – hasta que harto de sus brutales ironías se volvió hacia ellos... Me complació observar que aún les quedaba la suficiente decencia para sofocarse avergonzados; le presentaron todo género de disculpas, diciéndole que se habían confundido, tomándole por un amigo particular, y que le rogaban no creyera que fuesen capaces de insultar así a nadie que no fuese muy íntimo.
Claro está que el haberse confundido les disculpaba ampliamente. Esto me hace recordar – observarán que paso la vida recordando – algo que Harris me contó relativo a una experiencia que le sucedió en Boulogne. Nadaba pacíficamente en las cercanías de la playa, cuando se sintió repentinamente hundido por unos brazos gigantescos. Luchó violentamente; mas como por lo visto se hallaba en poder de un ser sobrenatural, sus esfuerzos no le sirvieron de nada; se cansó de pegar patadas y puñetazos y ya sus pensamientos se remontaban hacia elevadas regiones cuando su agresor le dejó en libertad, y al mirar en torno suyo descubrió a su martirizador que reía a grandes carcajadas, que se cortaron súbitamente al distinguir el congestionado rostro que emergía del agua; retrocedió unos pasos seriamente preocupado y tartamudeó confusamente:
— Caballero..., le ruego que me perdone... le confundí con un amigo mío...
Harris pensó que estuvo de suerte en que le confundiera con un amigo; si no llega a ser así... ¡lo ahoga sin compasión!
Navegar a la vela es algo que requiere ciencia y práctica; ahora que, cuando era pequeño, no lo creía. Tenía la idea de que era tan natural como jugar a pelota, y como tenía un amiguito que compartía esta misma opinión, decidimos probar este deporte – por cierto que el día que se nos ocurrió esta demostración deportiva soplaba un fuerte viento capaz de tumbar al balandro más bien dispuesto – Estábamos pasando una temporada en Yarmouth y decidimos ir a Yare, a cuyo efecto alquilamos un bote de vela.
— Hace mal día – dijo el marinero que nos alquiló la embarcación – vale más que ricen y orcen rápidamente cuando tengan que virar.
Le aseguramos que seguiríamos sus consejos al pie de la letra y, despidiéndonos con un alegre “buenos días”, nos preguntábamos como se “orzaba” y cuando era el momento de “rizar” y que debíamos hacer una vez realizadas ambas operaciones.
Remamos hasta perder de vista la ciudad, y teniendo ante nosotros una gran extensión de agua sobre la cual soplaba un huracanado viento, pensamos que había llegado el momento de comenzar nuestra tarea.
Héctor – me parece que así se llamaba mi amiguito – continuó remando y yo procedí a desenrollar la vela, complicada operación que me costó bastante.
En cuanto la tuvimos lista, nos asaltó otro interrogante: ¿dónde estaba la punta? Suerte que llevados por una especie de instinto natural decidimos que lo de abajo era lo de arriba y la colocamos – naturalmente que al revés... – y pasó mucho rato antes de que ondeara al viento. La vela tenía el convencimiento de que jugábamos a funerales, que yo era el cadáver y ella el blanco sudario, y cuando se dio cuenta que no teníamos ganas de jugar, se enfadó tanto que me golpeó un buen rato.
— Mójala... – dijo Héctor – extiéndela sobre la borda y mójala bien. Los marineros lo hacen así...
Seguí su consejo, más la situación empeoró. Una vela seca que se enrede en torno a la cabeza o los pies de uno, no resulta muy agradable, pero si la vela está chorreando, entonces es horroroso. Finalmente, y gracias a nuestros esfuerzos aliados, pudimos colocarla (claro está que un espíritu algo crítico podía haber pretendido que no estaba muy recta, sino bastante torcida, mas eso, comparado con las guerras púnicas, no tiene importancia), atándola al mástil con la cuerda del ancla que cortamos a ese efecto.
Que el bote no se hundió es una cosa que me limito a hacer notar, simple y sinceramente, como hecho positivo; ¿el por que?, eso si que no lo puedo decir. Desde entonces he pensado a menudo sobre esto sin lograr una satisfactoria explicación del fenómeno; posiblemente llegamos a este agradable resultado por la natural contradicción de todas las cosas de este mundo. A lo mejor el bote llegó a la conclusión, juzgando nuestra conducta, de que teníamos el propósito de cometer un suicidio mañanero, de ahí que se opusiera terminantemente a tan cruel decisión. Francamente, esto es lo único que se me ocurre como conclusión lógica y verosímil.
Aferrándonos a la borda, como si estuviésemos en trance de muerte, logramos permanecer dentro del bote; sin embargo, la estancia en él resultó muy pesada. Héctor dijo que los piratas y demás gente del mar acostumbraban a atar el timón y maniobraban con la cofia mayor y el foque durante los golpes de mar y que creía que debíamos hacer algo por el estilo, pero mi opinión era no meternos en camisa de once varas, y como esta resultaba más fácil de observar que sus sugerencias, terminamos adoptándola y decidimos ceñir la borda, dándole toda su latitud.
El bote navegó contra la corriente a una velocidad que nunca he navegado, ni pienso navegar, y luego fue a encallarse en un largo banco de lodo que nos salvó la vida. Sorprendidos al ver que podíamos movernos de acuerdo con nuestra voluntad y no ser zarandeados como guisantes en una caja, nos arrastramos hacia proa y bajamos la vela. Estábamos más que hartos de este deporte y no teníamos la menor gana de continuar un juego hacia el cual no experimentábamos interés alguno. Habíamos navegado a la vela, entretenimiento emocionante y completo, y ahora queríamos remar para cambiar un poco. Tomamos los remos, intentando sacar el bote, pero con tanta desgracia que rompimos uno de los remos; luego cogimos el otro con grandes precauciones, mas como se trataba de un par de indecentes miembros del honrado ramo de los remos, se rompió con más facilidad que el primero, dejándonos sin esperanzas. Ante nosotros, y en una extensión de más de cien yardas, se extendía un lodazal y detrás de nosotros la gran sábana del río... Sólo nos cabía sentarnos a esperar auxilio, y como no era de aquellos días, alegres y luminosos, que invitan a pasear, estuvimos allí, abandonados, más de tres horas antes de que apareciera un viejo pescador que con grandes dificultades nos rescató, remolcándonos hasta el embarcadero.
Aquella nefasta salida nos costó una buena parte de nuestros ahorros, pues entre dar propinas al que nos llevó a tierra firme, pagar los remos y el tiempo de más – estuvimos cuatro horas y media – nos quedamos casi arruinados. Sin embargo, adquirimos experiencia, y dicen que la experiencia, sea cual fuere su precio, siempre es barata.
Reasing. –Nos remolca una barca a vapor. –Indignante conducta de unos botecitos que entorpecen el paso de las embarcaciones a vapor. –Jorge y Harris se niegan a trabajar. –Una historia bastante vulgar. –Streatley y Goring.
A eso de las once de la mañana, avistamos Reading. El río aquí es triste y sucio y no es cosa de entretenerse en estos parajes. La ciudad data de muchos siglos, poseyendo gran fama, pues su fundación se eleva a los tiempos lejanos del rey Ethelred, cuando los daneses anclaban sus buques de guerra en el Kennet y salían de Reading para destruir Wessex; aquí Ethelred y su hermano Alfred lucharon contra los paganos, Ethelred oraba y Alfred combatía. Años después pareció como si Reading fuese escogido como el lugar más adecuado para refugiarse cuando la situación en Londres no era del todo placentera. Siempre que alguna epidemia azota el país el Parlamento se traslada a Reading. En 1625 los tribunales de justicia también se dirigieron a esa ciudad. (Valdría la pena que hubiese epidemias a menudo para librar a Londres de las gentes de ley y del Parlamento).
Durante la guerra parlamentaria, Reading fue sitiada por el conde de Essex y un cuarto de siglo después el príncipe de Orange derrotó allí mismo a las tropas del rey Jaime. Enrique I se halla enterrado en la abadía de benedictinos que fundó, cuyas ruinas aun pueden ser visitadas, y en esta misma abadía el gran John de Gaunt se casó con lady Blanche.
En la esclusa de Reading encontramos una embarcación a vapor, propiedad de unos buenos amigos, que tuvieron la amabilidad de remolcarnos hasta una milla de Streatley. Ir remolcado es sencillamente delicioso, al menos a mí me gusta más que ir doblado sobre los remos. El viaje hubiera resultado más delicioso si no hubiese sido por una colección de endemoniadas barcas que se ponían delante de nosotros, obligándonos a dar contramarcha o pararnos a cada momento a fin de evitar desgracias. El entorpecimiento causado por estas barcas es sumamente molesto; deberíanse tomar medidas para evitar su desagradable intromisión. Y como si esto fuera poco, tienen una indescriptible osadía; ya puede uno echar al vuelo las sirenas, hasta casi reventar las máquinas; no por ello se molestan en apartarse. Si me dejasen... de cuando en cuando hundiría una o dos barquitas, sólo para darles una buena y merecida lección.