Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Volvimos a la carretera; de pronto Harris se sentó encima del cesto, exclamando con voz quejumbrosa:
— ¡Ya no puedo más!.. Este me parece el lugar más adecuado para exhalar mi último suspiro... Amigos míos, dad un abrazo a mi madre... decid a mis parientes y amigos que muero feliz y que les perdono todo el mal que me han hecho...
Y en ese instante – de ternura indescriptible – apreció un ángel disfrazado de niño – no puedo imaginar más adecuado disfraz para un mensajero celestial – que llevaba un jarro de cerveza en una mano y en la otra un cordel del cual colgaba algo que al tropezar con las piedras planas producía un sonido carente de todo atractivo, que recordaba los gemidos de dolor. Interrogamos a este emisario de la Providencia (como pudimos constatar después bien merecía este nombre):
— ¿Sabes de alguna solitaria mansión, habitada por una familia poco numerosa e incapaz de defenderse, preferiblemente ancianos o caballeros paralíticos, a quienes se podría atemorizar fácilmente para que tres hombres desesperados pudieran cobijarse?... Y si esto no fuese posible, ¿conoces alguna pocilga, algún pozo de cemento o algo similar?...
— No sé que quieren decir; por lo menos no les entiendo bien... pero si lo que quieren es dormir... vengan conmigo... mi madre tiene un cuarto libre donde podrán pasar la noche...
Y allí, bajo los suaves rayos de la luna, le rodeamos con nuestros brazos, colmándole de dulces bendiciones – hubiéramos llegado a formar un cuadro muy bonito y sentimental si el chiquillo no se hubiese desconcertado con nuestra emoción y no hubiese resbalado, haciéndonos caer. – Harris sufrió una impresión tan grande, que le sobrevino un terrible vértigo; medio inconsciente cogió el jarro de cerveza y casi lo vació antes de recobrar el sentido, luego echó a correr dejándonos a Jorge y a mí el cuidado de transportar el equipaje.
El chicuelo y su madre vivían en una casita de cuatro habitaciones, que nos pareció un palacio; aquella mujer – nos referimos a su madre – nos dio para cenar: jamón caliente – las cinco libras que puso fueron rápidamente engullidas por nosotros – un pastel de confitura y dos jarros de té; luego nos fuimos a dormir. En la habitación había dos camas: una de doce pies y dos pulgadas de largo, que fue la que Jorge y yo utilizamos, teniendo antes la precaución de sujetarnos la sábana para estar más seguros, y la otra – la del niño – fue otorgada a Harris, a quien a la mañana siguiente encontramos con las piernas desnudas, colgando un metro fuera de la cama. (Por cierto que sus largas extremidades nos sirvieron a las mil maravillas para tender y colgar las toallas.)
La próxima vez que vayamos a Datchet no pensamos ser tan exigentes con el hotel que haya de tener el alto honor de albergarnos.
Volviendo a nuestra presente excursión, he de decir que sin que ocurriera nada digno de mención, fuimos más allá de Monkey Island, donde nos quedamos a almorzar. Sacamos la ternera fría y entonces – en ese preciso minuto – nos dimos cuenta que habíamos olvidado la mostaza; ¡no recuerdo haber deseado tan vivamente, ni antes ni después de ese día, la presencia de un tarro de mostaza! Generalmente este condimento me interesa muy poco, se puede decir que casi nunca lo utilizo; sin embargo, en esos momentos hubiese dado veinte años de vida por tener mostaza; no estoy muy seguro sobre la cantidad de tiempo que me queda por vivir, pero creo firmemente que lo hubiera regalado a cualquiera que se hubiese presentado con una cucharada de mostaza; a este extremo llego cuando deseo algo imposible.
El bueno de Harris se me parece bastante en esto; de modo que si allí llega a encontrarse alguien con un tarro de mostaza, hubiese hecho el gran negocio; por lo menos llega a centenario.
No obstante, hay que confesar que Harris y yo habríamos intentado retractarnos después de haber conseguido la mostaza; uno acostumbra a hacer extravagantes ofrecimientos en momentos críticos; pero si se piensa en ellos serenamente se ve lo absurdo de sus proporciones comparadas con el valor de lo que se codiciaba. Recuerdo que en cierta ocasión, un caballero que escalaba una montaña de Suiza, dijo que daría la mano derecha por un vaso de cerveza, y al llegar a una cabañita donde despachaban esa bebida, armó un tremendo escándalo porque le cobraron cinco francos por una botella; dijo que era intolerable tal abuso y que escribiría al “Times” quejándose de la explotación de que se hace objeto a los turistas.
La ausencia de la mostaza tendió un velo de triste melancolía sobre la barca; comimos la carne silenciosamente, la vida nos parecía vacía y carente de todo interés; recordamos los días felices de nuestra infancia y suspiramos hondamente. Al comer la tarta de manzana nos animamos un poco y cuando Jorge sacó una lata de piña en conserva, haciéndola rodar hasta el centro de la barca, tuvimos el convencimiento de que, a pesar de todo, la vida no era tan mala.
A nosotros nos encanta esta fruta; de ahí que mirásemos cariñosamente el dibujo de la etiqueta, pensando en el dulce jarabe, y cambiásemos sonrientes miradas. Harris tenía la cucharilla a punto; buscamos el abrelatas, revolvimos el cesto y las tablas que forman el suelo de la embarcación, y... ¡nada!... ¡el abrelatas brillaba por su ausencia! Harris intentó abrirla con un cortaplumas, pero sólo logró romperlo y hacerse un profundo corte. Jorge intentó agujerearla con unas tijeras: le saltaron de las manos y por poco no pierde un ojo. Y mientras los dos se curaban sus aparatosas heridas, quise abrirla con la punta del garfio, mas este resbaló, haciéndome caer entre el bote y la orilla, dentro de un agua fangosa. La conserva también rodó, haciendo añicos una taza de té.
Los tres nos indignamos, llevamos la lata a la orilla dispuestos a abrirla fuese como fuese. Harris trajo una gran piedra, muy afilada; yo subí al bote a buscar un palo y, mientras tanto, Jorge sostenía la lata debajo de la piedra.
En cuanto regresé, alcé en vilo la enorme estaca, dejándola caer con todas mis fuerzas... Fue el sombrero de paja de Jorge lo que aquel día le salvó la vida; aun lo conserva, mejor dicho, conserva los restos, y más de una velada de invierno, cuando las pipas están encendidas y los amigos explican los peligros corridos, Jorge saca su sombrero, exhibiéndolo orgullosamente, y vuelve a narrar lo que entonces sucedió, con aditamentos cada vez más exagerados.
Harris sólo se causó una pequeña desolladura; yo cogí la maldita lata de conservas y empecé a propinarle una serie de golpes, hasta perder las fuerzas y el aliento; cuando no pude más, Harris vino a relevarme. La dejamos plana como una galleta, luego cuadrada y así, sucesivamente, fue adquiriendo todos los perfiles geométricos sin que por ello consiguiésemos hacerle ni el más pequeño agujero. Jorge reemplazó a Harris y le dio una forma tan extraña, tan siniestra, tan fantástica en su salvaje apariencia, que se asustó de su obra y tiró el martillo.
Nos sentamos en la hierba contemplándola; en la parte superior tenía una gran abolladura, que semejaba burlona mueca, y esto nos indignó tanto, que Harris, saltando sobre aquel inanimado objeto, que casi costó la vida a uno de nosotros, la echó al río. Acompañamos su inmersión con terribles maldiciones completamente impunibles. Luego subimos a la barca y, remando incesantemente, no paramos hasta Maidenhead.
Miadenhead es demasiado elegante para ser atractivo; es el lugar por excelencia de las gentes a la moda, que van a lucir sus exagerados atavíos; es la ciudad de pretenciosos hoteles, especialmente frecuentados por ricachos y coristas; es el antro siniestro de donde salen los demonios del río: ¡las lanchas a vapor! El duque del folletín del “London Journal” siempre tiene su “pisito” en Maidenhead, y la protagonista de una novela de tres tomos siempre cena allí cuando va de paseo con un marido que no es el suyo. Cruzamos rápidamente esta población, disminuyendo velocidad en cuanto hubimos salido de su jurisdicción, y tranquilamente gozamos de las delicias de los amplios horizontes entre las esclusas de Boulder y Cookham. Los bosques de Cliveden aun lucían exquisitos atavíos primaverales y mostraban a las orillas del agua una larga hilera de árboles que desplegaban toda la gama de suavísimos verdes. En su inalterable encanto ese es, quizá, el más delicioso rincón del río, y con tristeza nos alejamos lentamente de su honda placidez.
Remontamos hasta las cercanías de Cookham, donde tomamos el té; las primeras sombras de la noche empezaban a caer a nuestro paso por la esclusa; soplaba una fuerte brisa que favorecía nuestros esfuerzos – cosa bastante rara, pues, generalmente, cuando se navega en el río, el viento siempre sopla de cara, sea cual sea la dirección en que se navegue – Por la mañana, al emprender la marcha para una excursión de un día, la dirección del viento hace pensar que, si bien entonces resulta bastante duro ir a los remos, por la tarde, cuando se vuelve fatigado, será agradable dejarse impulsar por el blando céfiro, pero ¡ay!..., después de merendar el viento sopla en sentido opuesto y hay que remar firmemente hasta regresar a tierra firme. En cambio, cuando se lleva vela, el viento está a favor en ambas direcciones, mas... ¿qué le haremos? Este mundo sólo es una prueba, y el hombre a nacido para el sufrimiento igual que las cometas han sido creadas para volar en el aire.
No obstante, en este particular atardecer, los encargados del suministro del viento estaban algo distraídos y lo emplazaron a espaldas nuestras, en lugar de ser de frente. No dijimos nada — ¡para que no se diesen cuenta de su error! – nos tendimos en la barca, la vela se hinchó, el mástil gruñó y el bote empezó a surcar velozmente las plácidas aguas del río.