Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
A la mañana siguiente nos levantamos temprano, pues teníamos el propósito de ir a Oxford por la tarde; por cierto que es sorprendente como puede uno levantarse cuando está acampado sin implorar otros “cinco minutitos”. (Se conoce que no es lo mismo dormir envuelto en una manta teniendo una maleta como almohada, que sobre colchón de plumas); la cuestión es que a las ocho y media ya habíamos terminado de desayunar y pasábamos por la esclusa de Clifton.
Desde Clifton a Culham los márgenes del río son monótonos y poco atractivos; sin embargo, luego de cruzar la esclusa de Culham, la más fría y profunda del Támesis, el paisaje se embellece paulatinamente. En Abingdon el río pasa por las principales calles; por cierto que esta ciudad pertenece a la típica especie de las capitales de provincia, eminentemente campesina y eminentemente aburrida. Se enorgullece de su antiguo origen, aunque en este aspecto no puede compararse con Wallingford y Dorchester. En otros tiempos erigióse una famosa abadía y dentro de lo que ha quedado de sus muros santificados, hoy se despachan grandes cantidades de cerveza.
En la iglesia de San Nicolás se admira la tumba de John Blakwall y de Joan su esposa, que murieron el mismo día 21 de agosto, después de una vida de intensa felicidad conyugal. En otra iglesia, la de Santa Elena, hay otra lápida que recuerda que “W. Lee, muerto en 1637, durante su vida engendró a doscientas personas menos tres”. Si saben ustedes descifrar este problema, comprenderán que su familia estuvo formada por 197 personas. W. Lee, cinco veces alcalde de Abingdon, fue, indudablemente, un benefactor de su generación, y estoy seguro de que en la actualidad no hay nadie capaz de igualar su proeza.
De Abingdon a Nuneham Coutney el río es verdaderamente delicioso. Nuneham Park bien merece los honores de una visita aunque ello sólo es realizable los martes y jueves. El edificio posee una excelente colección de obras de arte y antigüedades y los jardines son muy hermosos.
El lago, que se extiende debajo del desembarcadero de Sandford, justamente detrás de la esclusa, es el sitio ideal para ahogarse. La corriente posee extraordinaria violencia y el que cae no puede hacerse grandes ilusiones sobre volver a tierra. Un obelisco señala el lugar donde dos hombres perecieron ahogados mientras se bañaban, y los escalones al pie del monumento son generalmente usados como trampolín por los jóvenes bañistas que quieren conocer personalmente los riesgos del lugar.
Iffley Lock y su molino, una milla antes de llegar a Oxford, son el “motivo” favorito de la cofradía de pintores amantes del río – por cierto que, después de ver los cuadros, el original no resulta tan bonito – A las doce y media pasábamos por Iffley Lock y, teniéndolo todo a punto para nuestro desembarque, nos dispusimos a cubrir la última milla.
El pasaje más difícil del río, por lo menos a mi humilde entender, es este de Iffley a Oxford; hay que haber nacido en aquellos parajes para poder navegarlo. He pasado infinidad de veces por allí y nunca me ha sido posible seguir la buena dirección, y quien quiera que sea capaz de remar de Oxford a Iffley en línea recta, sin pararse un instante, podrá vivir debajo del mismo techo con su mujer, su suegra, su hermana mayor y la vieja niñera de su infancia. La corriente lleva a la derecha, luego a la izquierda, después al centro, hace dar tres vueltas, arrastra por el medio y siempre termina intentando estrellas a uno contra el esquife de la Universidad. Como natural consecuencia de esto, más de una vez entorpecimos la marcha de otras barcas, que, a su vez, nos entorpecieron a nosotros, y, claro está, se hizo un enorme gasto de palabras poco académicas.
No sé a causa de que debe ser, pero la cuestión es que todo el mundo, cuando está en el río, se siente especialmente irritable; pequeñas incidencias a las cuales no se daría importancia alguna en tierra, si tienen lugar sobre el agua ponen frenético al más sereno. Cuando Harris o Jorge hacen el tonto en tierra me limito a sonreír indulgentemente, mas si se les ocurre repetir su actuación en el río, mi vocabulario es de tal envergadura que helaría la sangre en las venas de un matón, y cada vez que otro bote se me pone delante, me siento preso de furiosos deseos de coger un remo y aniquilar a todos los pasajeros.
Los temperamentos más dulces y encantadores de tierra firme se convierten en violentos y bebedores de sangre apenas se hallan sobre cuatro tablones flotando en el agua. En cierta ocasión salí de excursión con una muchachita de carácter habitualmente dulce y sereno – cabía decir que era el prototipo de la bondad femenina – sin embargo, apenas estuvo en el río... ¡algo espantoso!...
— ¡Así se lo llevase el demonio!... – exclamaba cuando algún desgraciado se nos ponía delante — ¿No podía mirar por donde va ese animal?... ¡Que aparejo más bestia!.. – murmuraba indignada al constatar que la vela rehusaba portarse decentemente, y la arreglaba a estirones y puñetazos, con una brutalidad escalofriante.
¡No obstante... en tierra era una adorable muchachita!...
Si, el aire del río causa desmoralizadores efectos sobre el temperamento de las personas, y esto debe de ser la causa de que hasta los marineros sean groseros y utilicen un lenguaje que en sus momentos de serenidad deben de ser los primeros en condenar.
Oxford. –La idea que Montnorency tiene del paraíso. –Las bellezas y ventajas de una barca de alquiler. –“El orgullo del Támesis”. –Cambia el tiempo. –El río bajo diferentes aspectos. – Una velada poco animada. –Deseos de lo imposible. –...Y prosigue el alegre charloteo. –Jorge nos ofrece una sesión de banjo. –Una triste melodía... –¡Otro día de lluvia!. – La huida. – Una cena y... un brindis.
Pasmos un par de días muy agradables en Oxford, si bien hay demasiados perros en esta ciudad. El primer día Montmorency sostuvo once peleas y el segundo catorce, evidentemente debió de creerse en el paraíso.
Si bien las personas débiles – o con pocas ganas de moverse – acostumbran a alquilar una barca en Oxford y dejarse ir sobre las aguas, para los temperamentos enérgicos es más recomendable remar contra la corriente, pues la falta de ejercicio nunca es saludable. Es más satisfactorio sentarse muy erguido y luchar valerosamente contra los elementos; se logra mayor vigor corporal y fuerza espiritual – al menos esta es mi opinión – siempre que Harris y Jorge remen, a mi dejan llevar el timón...
A los que piensan hacer de Oxford su punto de partida, he de aconsejarles se lleven su propia barca – si no pueden llevarse la de otro – Las barcas de alquiler que se encuentran en el Támesis más allá de Marlow, generalmente son buenas, bien calafateadas, y mientras se les trate cuidadosamente no es probable que se deshagan en menudos fragmentos o se hundan; tienen todo lo necesario para sentarse y poseen los dispositivos adecuados – si no todos, la mayor parte – para remar y gobernarlas; sin embargo, poseen un enorme y capital defecto: ¡no son decorativas! La barca que se alquila más allá de Marlow no es la clase de embarcación que sirve para darse importancia, pues a poco que uno se extralimite le recuerda donde está y en que compañía. Esta es su principal, podríamos decir su única recomendación. El sujeto que va a bordo, es modesto y sencillo; gusta de quedarse bajo los árboles y casi siempre baja a primeras horas de la mañana o últimas de la noche, cuando no hay mirones en las orillas, y si ve algún conocido, salta a tierra, escondiéndose detrás de un árbol.
Un verano formé parte de un grupo que había alquilado una de estas barcas. Nadie sabía lo que quería decir “embarcación de alquiler”, ni tampoco lo supimos cuando la vimos. Semanas antes habíamos escrito reservando una barca “doble esquife” y al bajar con nuestras maletas al embarcadero y dar nuestros nombres, el guarda dijo alegremente:
— Muy bien... muy bien... Ustedes son aquellos señores que escribieron reservando un doble esquife... Muy bien... Jim, vete a buscar “El orgullo del Támesis”...
El muchacho marchó, reapareciendo cinco minutos después con un trozo de madera antidiluviana, que parecía acabada de salir de una cueva de donde se la sacara sin precauciones. Mi primera impresión fue que se trataba de una reliquia romana, si bien no podía definir que clase de reliquia; posiblemente era un fragmento de ataúd. Los alrededores del alto Támesis están llenos de restos romanos, de ahí que me pareciera verosímil mi suposición, pero el más formal de la pandilla, chico con veleidades de geólogo, despreció mi teoría “romana” afirmando que para cualquier persona culta – y se sentía apenado por no poder incluirme en esta clasificación – era evidente que lo que traía el mozuelo era una ballena fosilizada. Y nos hizo observar una serie de detalles que demostraban que el cetáceo perteneció a la época preglaciar.
Para solucionar la disparidad de criterios, preguntamos al mozuelo, recomendándole que no temiera darnos su opinión:
— ¿Qué te parece que es: el fósil de una ballena prehistórica, o de los restos de un ataúd romano?...
— No, señores, no es nada de eso que dicen; es “El orgullo del Támesis”
Su respuesta nos hizo la mar de gracia y le dimos dos peniques de propina por su contestación, mas cuando insistió con la broma, que se hacía pesada, nos enfadamos.
— Anda, muchacho... – gritó con voz de trueno nuestro capitán – ¡Basta de bromitas!... Llévate este barreño para que tu madre pueda lavar y tráenos un bote...
El propietario en persona vino a asegurarnos, bajo palabra de honor, que aquello era en realidad un bote, nuestra embarcación, el “doble esquife” escogido para conducirnos en nuestra excursión por el río.
Protestamos, por lo menos podía haberlo pintado o alquitranado, en fin, algo que lo distinguiera de los restos de un naufragio, empero el armador no compartía nuestro punto de vista: lo encontraba perfectamente bien. Aseguró que “El orgullo del Támesis” había sido utilizado tal como estaba durante más de cuarenta y dos años, que nunca nadie había presentado la menor reclamación y que no veía el motivo de nuestra queja. No discutimos más – ¡era inútil! – reforzamos la barca con trozos de cuerda, buscamos papel de embalar que pegamos sobre los lugares más estropeados y, después de rezar nuestras oraciones con mayor fervor, procedimos a embarcarnos.
Nos llevaron treinta y cinco chelines como alquiler de aquel trasto que podíamos haber comprado por cuatro chelines y seis peniques en cualquier tienda de muebles viejos de la costa.