Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Al tercer día cambió el tiempo – me refiero a nuestra actual excursión – y salimos de Oxford en viaje de regreso bajo una intensa lluvia. El río, con los rayos del sol danzando sobre las claras aguas, dorando los troncos de los árboles, iluminando los escarpados senderos, persiguiendo a las sombras entre las ramas de los grandes sauces, convirtiendo en diamantes las gotitas de agua de los molinos, besando los lirios, jugando con el agua blanca de las esclusas, plateando las paredes llenas de musgo y los viejos puentes; iluminando los más humildes poblados, los verdes prados, riendo en cada arroyuelo, pintando a grandes brochazos las blancas velas y llenando el aire de su infinita gloria es algo parecido a un cuento de hadas. Pero el mismo río, frío y triste, con las incansables gotas de agua que caen sobre sus oscuras profundidades, con sordo rumor de sollozos lejanos, y los bosques, llenos de sombras, silenciosos, envueltos en nubes de vapor que se alzan cual sombríos espectros, mudos fantasmas con ojos cargados de reproches, semejantes a espíritus del mal, semejantes a las almas de los seres que hemos olvidado, es lugar habitado por los espíritus, es el reino de la tristeza y la melancolía.
La luz del sol es la savia viviente de la naturaleza, y cuando el sol la ha abandonado, la madre Tierra nos contempla con ojos tristes, sin energía ni expresión; entonces nos da pena estar con ella, que parece ignorarnos. Es una viuda inconsolable que ha perdido a su esposo bien amado, a quien sus hijos acarician tiernamente las frías manos, mirándola amorosamente, sin lograr una sola sonrisa de comprensión.
Todo el día estuvimos remando bajo la lluvia; ¡que tarea más melancólica! De primer momento, intentamos tomárnosla alegremente, ¿qué importancia tenia un cambio de tiempo? Sería divertido conocer otro aspecto del río, pues tampoco habíamos confiado que todo el tiempo brillara Febo – ni lo deseábamos... – la naturaleza siempre es bella, incluso cuando llora.
Durante las primeras horas, Harris y yo experimentamos un verdadero entusiasmo por la lluvia; hasta entonamos una canción que ensalzaba los encantos de la vida bohemia, libre tanto en la tempestad como bajo el sol, oreada por todos los vientos y acariciada por la lluvia. Esta canción ridiculizaba a las personas que no sienten cariño hacia ese genero de vida. Jorge, menos entusiasmado, abrió prudentemente su paraguas.
A la hora de almorzar, colocamos el toldo, manteniéndolo toda la tarde; sólo dejamos una pequeña abertura desde donde se podía remar y escudriñar el horizonte; de esta manera cubrimos nueve millas, y al anochecer llegamos a Day Lock.
Honradamente, no puedo decir que tuviéramos una velada muy alegre; la lluvia caía con monótona persistencia; la barca, sus ocupantes y equipajes estaban concienzudamente mojados. La cena no nos dejó muy satisfechos; el pastel de ternera fría resulta poco apetitoso cuando no se tiene hambre. Yo me hubiese comido una costilla calentita; Harris ensalzaba los méritos del lenguado y la salsa blanca y pasó las sobras de su plato a Montmorency, que lo rehusó dignamente, y, aparentemente ofendido por el ofrecimiento, fue a sentarse al otro extremo de la barca.
— Haced el favor de callaros mientras como esta carne tan insípida – rogó Jorge al oír el intercambio de recetas gastronómicas.
Después hicimos una partida de cartas; al cabo de hora y media, Jorge había ganado cuatro peniques – este chico siempre tiene suerte en el juego – y Harris y yo habíamos perdido, exactamente, dos peniques cada uno, y decidimos abandonar el vicio.
— El juego da una insana excitación nerviosa que lleva a lamentables extremos – afirmó Harris gravemente.
— Os propongo el desquite – dijo Jorge alegremente.
Harris y un servidor no quisimos seguir luchando contra el destino. Preferimos prepararnos unos cuantos grogs calientes y charlar un ratito.
— Hace dos años – contó Jorge – en una excursión al Támesis, conocí un muchacho que durmió en barca, en un día como hoy; a consecuencia de esto le sobrevinieron unas fiebres reumáticas que les costaron la vida al cabo de diez días y tras una larga agonía... ¡Pobre chico... tan joven y a punto de casarse!...
Esta historia recordó a Harris un amigo suyo, que perteneció a los Voluntarios y por dormir debajo de su tienda una noche de lluvia, en Aldershot, a la mañana siguiente despertó baldado de por vida.
— Cuando estemos en Londres, os lo presentaré y vuestro corazón derramará lágrimas de sangre.
De esto pasamos a un alegre charloteo sobre ciática, fiebres, reumatismo, enfermedades pulmonares, bronquitis, etc. Harris hizo observar el terrible dilema en que nos encontraríamos si alguien caía gravemente enfermo durante la noche, dado lo apartados que nos encontrábamos de los médicos y la farmacia.
Se hizo necesario distraerse – en nuestros rostros aparecían tristes expresiones – y propuse a Jorge que tocara algo cómico; no se hizo de rogar ni se excusó diciendo que no tenía la música; cogió el banjo y empezó:
“Dos grandes ojos negros...”
Siempre he considerado esta canción como una cosa sin importancia, pero la enorme cantidad de tristeza que Jorge extrajo de sus compases, fue algo que me sorprendió. Mientras nuestro amigo cantaba, en Harris y en mí crecía el infinito deseo de caer uno en brazos del otro y sollozar inconsolablemente. A costa de grandes esfuerzos contuvimos nuestras lágrimas, escuchando en silencio la triste melodía. Al llegar al refrán, hicimos un desesperado esfuerzo para alegrarnos y llenamos de nuevo nuestros vasos y nos unimos a la música. Jorge, con voz temblorosa por la emoción, llevaba la marcha, mientras Harris y yo seguíamos:
“Dos grandes ojos negros,
que dulce sorpresa...
sólo por decirnos dolores
dos...”
Aquí nos detuvimos impotentes. ¡No podíamos continuar! El inenarrable acompañamiento que Jorge dio a la palabra “dos” se hacía imposible de soportar dado nuestro estado de depresión nerviosa. Harris rompió a llorar como un niño y Montmorency aulló hasta que pensé que su corazón estallaría, o su mandíbula se dislocaría...
Jorge quiso continuar; pensaba que una vez entrara de firme en la canción podría cantarla más expresivamente y la música nos parecería menos triste; no obstante, el sentir de la mayoría fue opuesto al experimento. Y como no teníamos nada que hacer, fuimos a dormir; esto es, nos desnudamos, dando vueltas en el fondo de la barca durante tres o cuatro horas, al cabo de las cuales caímos en un pesado sopor hasta las cinco de la mañana, hora en que nos levantamos y desayunamos.
El segundo día fue exactamente igual al primero; la lluvia no cesaba, y envueltos en los impermeables, bajo la lona, íbamos deslizándonos dulcemente río abajo. Uno de nosotros, no se quien aunque parece que fui yo mismo, hizo débiles esfuerzos para resucitar la vieja canción bohemia de ser hijos de la naturaleza y gozar con la lluvia; más no tuve éxito. Aquel
“Que me importa que llueva...
que me importa que el cielo...”
expresaba tan bien nuestros sentimientos que se hacía innecesario decirlo cantando.
Sobre un punto estábamos de acuerdo y era que ocurriese lo que fuera seguiríamos hasta el fin; habíamos ido a pasar unas vacaciones en el río y los quince días los pasaríamos en el río. Si moríamos... ¡bah!... sería una pena para parientes y amigos, más no podíamos evitarlo: regresar porque llovía, y en un clima como el nuestro, constituía un desastroso precedente.
— Sólo faltan dos días – dijo Harris, animándonos – somos jóvenes y fuertes... bien podemos resistirlos.
A eso de las cuatro discutimos nuestros planes de la noche; acabábamos de pasar Goring y decidimos atracar en Pangbourne, donde pasaríamos la noche.
— ¡Otra nochecita toledana! – murmuró Jorge.
Esta perspectiva nos afectó bastante; llegaríamos a Pangbourne a las seis; terminaríamos la cana, digamos, a las seis y media, entonces podríamos dar una vuelta por la aldea – bajo la lluvia – o sentarnos en un mal iluminado fonducho a leer el almanaque.
— ¡El “Alambra” estaría más animado!... – dijo Harris sacando la cabeza para inspeccionar el cielo
— Con una cena en X
[6]
— agregué inconscientemente.
— Si, es una verdadera pena que hayamos decidido quedarnos en esta barca – murmuró Harris.
Hubo un silencio.
— Si no hubiésemos decidido ir en busca de la muere dentro de este infecto féretro... – observó Jorge mirando alevosamente a la barca – valdría la pena saber que sale un tren de Pangboune a las cinco y minutos... Nos dejaría en Londres a tiempo de comer una costilla y luego ir al lugar que acabáis de mencionar...
Nadie contestó; nos miramos unos a otros; cada cual creía ver sus propios pensamientos, confundidos y débiles, en los rostros de los demás.
Cogimos la maleta y desembarcamos silenciosamente – no había ni un alma en los alrededores – Veinte minutos después, tres individuos, seguidos de un perro de lastimoso aspecto, salían furtivamente del embarcadero del “Swan” hacia la estación del tren, ataviados de la siguiente, poco elegante e inadecuada manera:
Zapatos negros, sucios; traje de franela, muy sucio; sombrero de fieltro castaño, manchadísimo; impermeables muy mojados y paraguas.
Engañamos al barquero de Pangbourne, pues nos faltó valor para decir que huíamos de la lluvia; le dejamos el bote y cuanto contenía, dándole instrucciones para que lo tuviera a punto a las nueve de la siguiente mañana. Si algo imprevisto nos ocurriera, impidiéndonos regresar, se lo comunicaríamos por escrito. Llegamos a Paddington a las siete, tomamos un coche para ir al restaurante en cuestión, donde hicimos una ligera comida; encargamos una cena para las diez y media dejando allí a Montmorency y continuamos hacia Leicester Square. En el “Alambra” llamamos la atención del público. Al llegar a la taquilla se nos invitó, sin gran amabilidad, a entrar por la puerta de la calle Castle, “entrada de artistas”, informándonos, siempre con la misma falta de amabilidad, que llegábamos con un retraso de media hora. Nos costó gran trabajo convencer al empleado de que no éramos los “universalmente afamados equilibristas de las montañas del Himalaya”, hasta que finalmente cogió el dinero y nos dejó entrar.