Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
— ¿No has estropeado la trucha? – exclamé asustado corriendo hacia Jorge.
— Creo que no... – repuso este, levantándose con todo género de precauciones y mirando en torno suyo.
¿Qué no la había estropeado?... ¡Cómo que se había convertido en mil diminutos pedazos!... Digo mil; a lo mejor fueron novecientos; francamente no tuve ánimos para contarlos.
Nos pareció extraño e inexplicable que una trucha se rompiera en pedazos, y realmente hubiera sido raro tratándose de un auténtico pez disecado; pero no era este el caso.
¡Aquella famosa trucha era de yeso!...
Excusas. –Se nos retrata a Jorge y a mí. –Wallingford.— Dorchester. –Abingdon. –Un hombre de hogar. –Excelente lugar para ahogarse. –Un difícil pasaje del río. –Los desmoralizadores efectos del aire fluvial.
A la mañana siguiente, bien temprano, salimos de Streatley, remontándonos a remo hasta Culham, donde dormimos bajo nuestro toldo de lona.
Entre Streatley y Wallingford el río no es muy interesante; a partir de Cleave hay una extensión de seis millas y media sin esclusas – la más larga que existe después de Teddington – y el club de Oxford utiliza aquella parte del Támesis para los entrenamientos de sus remeros.
Por muy satisfactoria que resulte esta ausencia de esclusas a los remeros, es desagradable para los que buscan diversiones; yo, particularmente, siento gran simpatía por las esclusas, pues rompen agradablemente la monotonía del remar. Me encanta ir sentado en una barca y sentirme suavemente remolcado desde las mansas aguas hasta nuevas profundidades o bien desaparecer del mundo y esperar pacientemente, en tanto que las sombrías compuertas se abren y el resplandor del día que se filtra entre las rendijas, va en aumento, hasta que el río reaparece, bello y sonriente, y uno saca la barca de su estrecha cárcel para volver a encontrar la plácida acogida del Támesis.
Las esclusas son lugares eminentemente pintorescos; el robusto guarda, su simpática mujer y su hija de grandes y expresivos ojos son agradables personajes con los cuales resulta muy divertido – sí, mucho – cambiar breves palabras. Allí se encuentra uno con otras barcas y se inician alegres charloteos. El Támesis no sería ese lugar lleno de mágico encanto si faltaran las esclusas semicubiertas por flores silvestres y enredaderas.
Hablando de esclusas... esto me trae a la memoria algo que nos sucedió a Jorge y a mí una mañana de verano en Hampton Court.
Era un bellísimo día, claro, soleado, alegre; la esclusa estaba llena de gente y, según es costumbre en el río, un fotógrafo profesional se dedicaba a tirar retratos mientras nos deslizábamos por las aguas. De primer momento no me di cuenta de ello; de ahí que me causara indescriptible sorpresa ver a Jorge que se enderezaba los pliegues de los pantalones, se alisaba los revueltos cabellos y, echándose la gorra hacía la coronilla, adoptaba una expresión de encantadora gentileza, que completó sentándose graciosamente, y tratando de esconder los pies.
Lo primero que se me ocurrió fue que había visto a alguna amiguita suya y miré a ver quien era. Toda la gente de la esclusa parecía haberse convertido en estatuas, pues estaban de pie o sentados en las más originales actitudes que uno pueda imaginar – no sé por qué me recordaron las de los personajes de abanicos japoneses; – en los rostros de las muchachitas aparecían dulces sonrisas – ¡qué bonitas estaban! – y todos los hombres aparecían serios, con aspecto sereno y majestuoso. Entonces lo comprendí todo y temí no llegar a tiempo; nuestra barca se hallaba en primer término y sería poco cortés estropear la fotografía; me puse de cara al aparato, sentado en proa, apoyándome despreocupadamente en un garfio, con una pose que sugería agilidad y fuerza; arreglé mis cabellos, dejando caer un rizo sobre la frente y puse una cara, medio cínica, medio tierna que, según me han dicho, me favorece extraordinariamente. Y mientras esperábamos el instante decisivo, oímos que alguien gritaba:
— ¡Cuidado con la nariz!
No podía volverme a ver lo que ocurría y a que nariz se refería el aviso; miré de reojo a Jorge, cuya nariz estaba bastante bien y, en el peor de los casos, tampoco podía rectificarse; bizqueando un poco miré la mía y comprobé que tampoco tenía nada anormal.
— ¡Cuidado con la nariz!...¡idiotas!... – tornó a repetir aquella voz.
Y otra, tan desconocida como enérgica, agregó:
— ¡Cuidado con la nariz!... Si... ustedes, los de delante... los que llevan un perro...
Ni Jorge ni yo nos atrevimos a movernos, la mano del fotógrafo apretaba el disparador... ¿Qué quería esa gente?... ¿Qué sucedía con nuestras narices? ¿Por qué debíamos tener cuidado?
Al poco rato, todos los de la esclusa prorrumpieron en una frenética exclamación y una voz gritó a nuestras espaldas:
— ¡Cuidado con su barca, señores... Ustedes, los de las gorras rojas y negras!... Si no se dan prisa serán sus cadáveres los que retratarán...
Dimos una vuelta en redondo y vimos que la barca se había enredado con un trozo de madera que pendía de la esclusa y que el agua estaba a punto de anegar el bote; rápidos como dos flechas cogimos un remo y golpeando los lados de la esclusa, liberamos el bote, cayendo de espaldas.
No, nuestro retrato no tuvo el éxito que confiábamos; tuvimos la desgracia de que el fotógrafo apretara el botón en el preciso momento en que estábamos en el suelo con una salvaje expresión de “¿Dónde estamos?” “¿Qué ha ocurrido?” pintada en nuestros rostros y con las piernas en el aire... Por cierto, que nuestros pies ocuparon el primer plano de la fotografía, que, en realidad, poco más dejaba ver. Detrás de ellos se adivinaba confusamente la existencia de otras embarcaciones y fragmentos de paisaje, pero todos y todo lo que había en esos alrededores tenía un aspecto insignificante y mezquino comparado con nuestras extremidades. La gente se avergonzó de verse así y rehusó adquirir ninguna copia; el propietario de un vapor que encargó seis reproducciones anuló su pedido al ver que su embarcación no aparecía; el pie derecho de Jorge la ocultaba.
A raíz de todo hubo una serie de desagradables discusiones; el fotógrafo tenía la pretensión de que debíamos quedarnos con una docena de copias cada uno de nosotros, puesto que ocupábamos nueve décimas partes de la fotografía, pero nosotros rechazamos terminantemente sus insinuaciones.
— No nos oponemos a ser fotografiados – le manifestamos – aunque preferimos que sea como Dios manda; ese género modernista no es el nuestro...
Wallingford, a seis millas de Streatley, es un antiquísimo lugar que ha tenido parte activa en la historia de Inglaterra. En época de los britanos sólo era una ruda aldea de chozas de barro que sirvió de albergue a los rudos guerreros que se atrincheraron allí hasta que las legiones romanas se internaron, obligándoles a abandonar sus cuevas. Los romanos reemplazaron aquellas paredes de arcilla por poderosas fortificaciones cuyos rastros el tiempo no ha podido destruir del todo... ¡aquellos viejos constructores de imperios también sabían construir en piedra viva! No obstante, si el tiempo no pudo gran cosa con los muros romanos, en cambio aniquiló las legiones y, en ese mismo lugar, años después lucharon los salvajes sajones y los corpulentos daneses hasta que los normandos hicieron su aparición. En los tiempos de la guerra parlamentaria, Wallingford era plaza fuerte, que terminó rindiéndose, contemplando con estupor como sus recias murallas caían al suelo, convertidas en polvo.
Desde Wallingford hasta Dorchester, los alrededores del río resultan más montañosos y variados. Dorchester se halla a media milla del Támesis y, aunque se puede llegar desde el río utilizando una lanchita, el mejor sistema es dejar la vía fluvial en Day Lock e ir paseando por los campos. La ciudad es muy antigua, llena de paz y rodeada de un silencio sepulcral. Dorchester, igual que Wallingford, tuvo gran importancia en la época primitiva de “Gaer Doren”, la ciudad en el agua. En tiempos más recientes los romanos atrincheraron el campo, y sus fortificaciones, que hoy carecen de valor, fueron extraordinariamente admiradas. Más tarde, en época de los sajones, se convirtió en la capital del condado; si antaño fue fuerte y poderosa, hoy es una antigua reliquia que vive adormecida, lejos del mundanal bullicio.
Las orillas del río son bellísimas en Clifton Hampden, pequeña ciudad a la antigua, llena de flores y árboles. Si se desea hacer noche en Clifton, lo más recomendable es alojarse en el “Barley Mow”, que, sin temor a exagerar, puede ser calificada como la posada más original, encantadora y antigua de todas las existentes a orillas del Támesis. Se encuentra a la derecha del río, bastante apartada de la ciudad; sus tejados bajitos y recubiertos de paja, sus ventanas enrejadas le dan aspecto de casita de cuentos de hadas.
Su interior es mucho más pintoresco. Este si que no sería marco adecuado para protagonistas de novelas modernas que son siempre “mujeres divinamente altas” y pasan el tiempo irguiéndose en toda su estatura. Cada vez que en Barley Mow quisieran hacer esto, tocarían el techo con la cabeza.
Para un borracho tampoco resultaría este lugar muy apropiado, pues existen diversas sorpresas de la categoría de escaleras inesperadas en lugares inesperados, que hay que subir o bajar para ir de un sitio a otro; y encontrar la respectiva habitación y, una vez dentro dar con la cama serían dos operaciones irrealizables por quien no se hallase completamente sereno.