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Authors: Jerome K. Jerome

Tres hombres en una barca (33 page)

BOOK: Tres hombres en una barca
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Pero esto no da estilo; hasta que vine al Támesis no logré hacerme con verdadero estilo; por cierto que en la actualidad la elegancia con que remo es muy admirada, la gente suele decir que es tan original.

Jorge nunca se aproximó al agua hasta que tuvo dieciséis primaveras; entonces él y ocho caballeros de su edad cierto domingo se dirigieron a Kew con la idea de ir en bote a Richmond y regresar. Uno de la pandilla, jovenzuelo de enorme cabezota que una o dos veces paseara en barca por Hyde Park, dijo que no existía nada más divertido que las delicias del agua.

Al llegar al embarcadero, la marea se retiraba presurosa y una fuerte brisa soplaba sobre el río; mas esto no les preocupó lo más mínimo; todo su interés se hallaba en escoger un bote. Junto al muelle había una canoa de regatas, de ocho remeros, que les llenó de entusiasmo, y manifestaron que eso era lo que justamente deseaban. El batelero no estaba y su hijo intentó disuadirles, enseñándoles dos o tres botes de tipo familiar, altamente confortables; pero esos no les gustaban; querían la canoa y la querían a toda costa. ¡Menudo aspecto iban a tener los ocho allí dentro!

Al hijo del batelero no les cupo más remedio que acceder a sus deseos y les alquiló el bote; los ocho muchachos se quitaron las chaquetas, preparándose a acomodarse en sus bancos. El futuro marinero sugirió que Jorge, que ya entonces era el más grueso de la pandilla, ocupara el cuarto lugar. Jorge dijo que estaba encantado de semejante cosa y se dirigió hacia proa, sentándose de espaldas a popa; finalmente pudieron llevarle a su verdadero sitio y los demás se acomodaron.

Como patrón escogieron a un mozuelo tremendamente nervioso al que Joskins explicó las reglas del patronaje; Joskins tomó el puesto de capitán y dijo a los demás que lo único que debían hacer era seguirle en todo, y cuando estuvieron a punto, el hijo del batelero cogió un garfio empujándolos al centro de la corriente.

Lo que siguió a esto Jorge no puede describirlo detalladamente; tiene la vaga idea de que apenas iniciaron la marcha recibió un violento golpe en la espalda, proviniendo del puño del remo número 5, al mismo tiempo que su asiento desaparecía como por arte de magia, dejándolo sentado en el santo y duro suelo; también observó, como incidente curioso, que el número 2 caía de espaldas agitando las piernas vigorosamente, (seguramente fue víctima de algún inesperado ataque...)

Pasaron debajo del puente de Kew a una velocidad extraordinaria y... sólo uno remaba. Jorge, al recuperar su asiento, trató de ayudarle, pero al hundir sus remos en el agua, estos se hundieron casi arrastrándole en su veloz inmersión.

Y entonces el timonel, estallando en ruidosos sollozos, dejó caer las cuerdas del timón sobre la borda.

Jorge tampoco sabe explicar como regresaron, si bien esta operación sólo les costó cuarenta minutos; un enorme gentío les seguía con la vista, interesándose en sus esfuerzos y dándoles buenos consejos; tres veces lograron llevar el bote debajo del puente y las tres veces retrocedieron, y cada vez que el timonel veía el puente encima de sus cabezas prorrumpía en nuevos y más dolientes sollozos.

Nuestro amigo terminó su interesante narración diciendo que si en aquellos instantes le dicen que el remo se iba a convertir en su deporte favorito, no lo hubiese creído.

Harris está más acostumbrado a remar en el mar que en el río y dice que como ejercicio es mejor lo primero; yo no comparto en modo alguno su opinión. Recuerdo que el último verano alquilé un botecito en Eatsbourne, pues años atrás había remado mucho en el mar y pensaba que todo iría bien, pero resultó que había olvidado hasta los rudimentos de este deporte. Cuando un remo estaba hundido en las azules aguas el otro cruzaba el espacio, y para poder tomar igual cantidad de agua con los dos debía ponerme de pie... El malecón estaba atestado de gente distinguida y tenia que exhibirme en esa ridícula posición. De pronto se me ocurrió una idea salvadora: apenas llegué al centro de la playa fui en busca de un viejo marinero para que patroneara mi embarcación, así mi amor propio – y mi seguridad – quedaron a salvo.

No hay nada que me guste más que contemplar a un anciano barquero, especialmente si ha sido contratado por horas. Existe algo tan bello y sereno en el menor de sus movimientos, se halla tan lejos de la precipitación y de la actitud febril y descompasada que es la imagen de la vida moderna... No se preocupa por pasar a los demás, si otra embarcación le pasa delante no se inmuta (por cierto que todas las que llevan su mismo rumbo así lo hacen). Esto irritaría y molestaría a cualquiera, seria motivo de un exagerado uso de soeces palabras; no obstante, la sublime ecuanimidad del viejo remero en prueba tan dura da una hermosa lección sobre la manera de oponerse a la ambición y a la soberbia.

Remar sencillamente, digamos un remar como sea con tal de que el bote avance, no es difícil, pero se necesita mucha práctica antes de que un hombre se sienta tranquilo cuando pasa a bordo de un esquife ante bellísimas muchachas. El “compás” es lo que molesta más al novato.

— ¡Si que es extraño!... – balbucea separando sus remos, por vigésima vez, de los del compañero – cuando estoy solo va muy bien...

Ver a dos novatos tratando de guardar el compás es algo cómico. Bow encuentra imposible mantener el ritmo porque “el modo de remar de Stroke es horrendo” y este se indigna y explica que lo que ha estado haciendo durante los últimos diez minutos es tratar de adaptarse a la limitada capacidad de Bow, quien se siente ofendido y ruega a Stroke que en lugar de ocuparse en pensamientos demasiado profundos para su cerebro, se dedique a remar razonablemente.

— Si cambiásemos de lugar... – sugiere, convencido de que esto lo arreglará todo.

Durante un centenar de metros reman regularmente; de pronto Stroke adivina el motivo de las dificultades:

— ¡Ya sé lo que pasa!... tu tienes mis remos...

— Hombre, es verdad... Ya me extrañaba no poder manejarlos – responde Bow muy contento – Ahora iremos bien...

No obstante, no es así; ni siquiera logran ir bien después del cambio; Stroke tiene que extender los brazos, a riesgo de dislocarse las articulaciones, para llegar a los remos, mientras que el par de remos de Bow le golpea el pecho a cada brazada; hacen otro cambio y, finalmente, llegan a la conclusión de que el patrón les ha suministrado unos remos deficientes, le dedican una serie de enérgicas imprecaciones y acaban más fraternalmente unidos que nunca.

Jorge nos dijo que para cambiar de modalidad, quería inclinarse al arte de la pértiga; sin embargo, esto no es tan sencillo como parece. Tal como sucede con el remo, pronto se aprende a conducir la batea, pero hace falta mucho tiempo de práctica antes de poder maniobrar con seguridad sin transportar toda el agua del río al cuerpo de uno.

Cierto muchacho amigo mío sufrió un triste accidente la primera vez que utilizó este sistema; todo le había ido divinamente bien, se sentía lleno de osadía y caminaba arriba y debajo de la batea manejando su pértiga con tal desenvoltura que resultaba fascinante contemplarlo. ¡Más que fascinante, soberbio! Todo hubiese ido divinamente bien si, desgraciadamente, mientras contemplaba el paisaje no diera un paso atrás y saltara de la barca; la pértiga se había hundido en el río y el muchacho quedó colgado en posición poco digna; un golfillo que se hallaba en la orilla gritó a un amigo que se aproximaba lentamente:

— Tu... corre... ven a ver a un mono colgado de un palo...

A mí me era imposible ayudarle, pues no habíamos tomado la precaución de llevarnos una pértiga suplementaria. La expresión de su rostro mientras se hundía su punto de apoyo es algo que jamás olvidaré. ¡Era tan triste y siniestro a la par! Vile hundirse suavemente en el agua y salir chorreando agua, y no pude contener la risa...

Estuve riéndome un buen rato hasta que súbitamente recordé que tenía pocos motivos para la hilaridad; ¿acaso no me encontraba dentro de una batea, solo y sin pértiga, flotando a la deriva? Comencé a indignarme contra mi compañero que desembarcara tan desconsideradamente; por lo menos podía haberme dejado la pértiga. La corriente me arrastró más de media milla, hasta que divisé una balsa, anclada en el centro del río, donde se hallaban dos viejos pescadores. Apenas me vieron empezaron a gritarme alarmados:

— ¡Apártese...! ¡Apártese!...

— ¡Imposible!... – contesté desesperado.

— Inténtelo en vez de no hacer nada... – replicaron airados

Y cuando estuve bastante cerca para entablar diálogo les expliqué lo que me ocurría, me echaron un largo palo y así pude salvarme de perecer ahogado, pues a menos de cincuenta metros asomaban los primeros escollos donde, sin el menor género de duda, hubiese ido a parar sin su providencial ayuda.

La primera vez que manejé la pértiga fue en compañía de tres amigos que iban a enseñarme como se hacía, y como era imposible que todos practicásemos a la vez, dije que iría a buscar la barca y que me entretendría remando hasta que llegaran.

Aquella tarde no fue posible alquilar ninguna pértiga, pues todas estaban comprometidas, así es que me senté en la orilla a contemplar el río mientras esperaba a mis amigos. Al cabo de poco rato, me llamó la atención un muchacho, quien, con enorme sorpresa mía, llevaba una chaqueta y una gorra idénticas a las mías, evidentemente novato en el arte de la pértiga, cuyas evoluciones me resultaron sumamente interesantes. No se sabía que ocurría cuando hundía la pértiga en el agua – y él tampoco lo sabía... – Tan pronto impulsaba hacia el norte como al sur; en otras ocasiones se limitaba a dar vueltas en torno a la pértiga, y cada vez su rostro expresaba la misma sorprendida indignación por el resultado de sus maniobras.

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