Read Thuvia, Doncella de Marte Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (8 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
12.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La muerte parecía seguir instantáneamente a la más ligera punción de la flecha de un arquero, y, aparentemente, ninguna de ellas erraba nunca su blanco. Eso sólo podía tener una explicación: las puntas estaban envenenadas.

Ahora el estruendo de la lucha se perdía en la distante selva.

Reinaba el silencio, sólo interrumpido por los rugidos de los voraces leones. Carthoris se volvió hacia Thuvia de Ptarth. Hasta entonces, ninguno de los dos había hablado.

—¿Dónde estamos, Thuvia? —preguntó.

La joven le miró interrogativamente. La misma presencia de Carthoris parecía proclamar el reconocimiento de la culpabilidad del rapto de la joven. ¿Cómo, si no, hubiera conocido él el destino de la nave aérea que la había conducido?

—¿Quién lo sabría mejor que el príncipe de Helium? —Le respondió ella—. ¿No ha venido por su propia y libre voluntad?

—Desde Aaanthor he venido voluntariamente siguiendo el rastro del hombre verde que te había robado, Thuvia —replicó él—; pero desde que salí de Helium hasta que desperté sobre Aaanthor, he pensado que me dirigía a Ptarth. Se ha dicho que yo era el culpable de vuestro rapto —dijo sencillamente él—, y me apresuré a ir a ver al jeddak, vuestro padre, para convencerle de la falsedad de la acusación y para ofrecerle mis servicios en favor de vuestro rescate. Antes de mi salida de Helium, alguien ha trucado mi brújula para que me condujese a Aaanthor en vez de conducirme a Ptarth. Eso es todo. ¿Me crees?

—Pero ¡los guerreros que me raptaron en el jardín…! —exclamó ellaDespués de nuestra llegada a Aaanthor llevaban el emblema del príncipe de Helium. Cuando me cogieron llevaban el arnés dusariano. Esto parece tener una sola explicación. Cualquiera que hubiera osado hacerme el ultraje deseaba echar la culpa sobre otro, por si era descubierto en el acto; pero, una vez seguro, lejos de Ptarth, se sentía seguro, aunque sus subordinados vistiesen su propio traje.

—¿Crees que yo he hecho eso, Thuvia? —preguntó.

—¡Ah Carthoris! —replicó ella tristemente—. Deseo no creerlo; pero cuando todo te señala…, aun así no lo creería.

—Yo no lo he hecho, Thuvia —dijo él—. Pero permíteme ser completamente franco. Aun cuando mi afecto hacia tu padre es muy grande; aunque respeto mucho a KulanTith, a quien estás prometida; aunque conozco muy bien las terribles consecuencias que necesariamente hubieran seguido a semejante acción mía, la cual hubiera producido la guerra entre tres naciones de las más grandes de Barsoom; sin embargo, a pesar de todo ello, yo no hubiera vacilado en raptarte, Thuvia de Ptarth, sólo con que me hubieses dado a entender que no te hubiese desagradado. Pero no lo has hecho, y así, aquí estoy, no a mi propio servicio, sino al tuyo y a del hombre a quien estás prometida, para salvarte para él, si es humanamente posible hacerlo —concluyó él casi amargamente.

Thuvia de Ptarth le miró durante algunos momentos. Su pecho se elevaba y descendía como si le agitase alguna emoción irresistible. Ella avanzó un poco hacia él. Sus labios se abrieron como para hablar rápida e impetuosamente.

Y de repente reprimió el impulso que la había movido.

—Los actos futuros del príncipe de Helium —dijo fríamente —serán la prueba de su pasada honestidad de propósitos.

Carthoris se sintió conmovido por el tono de la joven, igualmente que por la duda, respecto de su integridad, que sus palabras implicaban.

Casi había esperado que ella le indicase que su amor sería aceptable; ciertamente le era debido, al menos, alguna gratitud por sus actos recientes en favor de ella; pero todo lo que recibía era frío escepticismo.

El príncipe de Helium encogió sus anchos hombros. La joven lo notó, así como la ligera sonrisa que entreabrió sus labios, de manera que ella a su vez se sintió herida.

Desde luego, ella no había tenido intención de herirle. El podía haber comprendido que, después de lo que había dicho, ella nada podía hacer para alentarle. Pero él no tenía necesidad de haber hecho tan palpable su indiferencia.

Los hombres de Helium se distinguían por su cortesía, no por su grosería. Acaso era la sangre terrenal la que corría por las venas de Carthoris.

¿Cómo podría ella conocer que el encogimiento de hombros no era sino la manera que tenía Carthoris de intentar, por esfuerzo físico, de expulsar la agobiadora pena de su corazón, o que la sonrisa de sus labios era la sonrisa de guerra de su padre, con la que el hijo daba muestra exterior de la determinación que había adoptado de ahogar su propio gran amor en sus esfuerzos para salvar a Thuvia de Ptarth para otro, porque él creía que ella amaba a aquel otro?

Él volvió a su primera pregunta.

—¿Dónde estamos? —preguntó—. Yo no lo sé.

—Ni yo —replicó la joven—. Los que me robaron de Ptarth hablaban entre sí de Aaanthor; así que yo creí posible que la antigua ciudad a que me llevaban fuese aquella famosa y en ruinas; pero no tengo la menor idea de dónde podamos encontrarnos.

—Cuando vuelvan los arqueros sabremos, sin duda, cuanto haya que saber —dijo Carthoris—. Esperemos que resulten amigos. ¿De qué raza serán? Sólo en la más antigua de nuestras leyendas y en las pinturas murales de las ciudades desiertas de los fondos del mar Muerto puede verse representada tal raza de gentes de oscuros cabellos y bella piel. ¿Podrá ser que hayamos venido a parar a una ciudad superviviente del pasado, que todo Barsoom cree sepultada bajo los siglos?

Thuvia miraba hacia la selva, en la cual los hombres verdes y los arqueros perseguidores habían desaparecido. Desde una gran distancia llegaban los gritos repulsivos de los banths y, de cuando en cuando, la detonación de algún disparo.

—Es extraño que no vuelvan —dijo la muchacha.

—Parece natural que viésemos cómo los heridos regresaban cojeando o conducidos a la ciudad —replicó Carthoris extrañado—. Pero ¿qué hay de los heridos más próximos a la ciudad? ¿Los han llevado a ella?

Ambos volvieron sus ojos hacia la parte del campo situada entre ellos y la ciudad amurallada, donde la lucha había sido más encarnizada.

Allí estaban los banths, rugiendo aún en torno de su repugnante festín.

Carthoris miró a Thuvia con asombro. Luego señaló hacia el campo.

—¿Dónde están? —susurró—. ¿Qué ha sido de sus muertos y heridos?»

CAPÍTULO VI

El Jeddak de Lothar

La muchacha manifestó en seguida su incredulidad.

—Yacen en montones —murmuró—. Eran millares hace sólo un minuto.

—Y ahora —continuó Carthoris— sólo quedan los banths y las osamentas de los hombres verdes.

—Deben de haber conducido a los arqueros muertos fuera del campo mientras estábamos hablando —dijo la joven.

—¡Es imposible! —replicó Carthoris—. Millares de muertos yacían allí, sobre el campo, hace sólo un momento. Su retirada hubiera llevado muchas horas. Es algo extraordinario.

—Yo había guardado la esperanza —dijo Thuvia— de que hubiésemos podido encontrar un asilo entre esas gentes de bella piel. A pesar de su valor sobre el campo de batalla, no me parece un pueblo feroz o belicoso. Había estado a punto de proponerte que buscásemos entrada en la ciudad; pero ahora apenas sé si debo aventurarme entre gentes cuyos muertos se desvanecen en el aire sutil.

—Atrevámonos a ello —replicó Carthoris—. No podemos estar peor dentro de sus muros que fuera de los mismos. Aquí podemos ser presa de los banths o de los no menos fieros torquasianos. Allí, al menos, encontraremos seres como nosotros. Todo lo que me hace dudar— añadió —es el peligro de conducirte a través de un camino en que tanto abundan los banths. Una sola espada apenas si prevalecería, aun cuando no nos acometiese a la vez más que una sola pareja.

—No temas a esa manada —replicó la joven, sonriendo—. No nos harán daño.

Mientras así hablaba, descendía de la tribuna, y, con Carthoris a su lado, caminaba intrépidamente por el sangriento campo en dirección de la ciudad amurallada y misteriosa.

Sólo habían recorrido una pequeña distancia, cuando un león, levantando la cabeza de su sangriento festín, se fijó en ellos. Con un rugido de cólera, la bestia se dirigió rápidamente hacia la pareja, y, al ruido de su voz, otros veinte siguieron su ejemplo.

Carthoris tiró de su espada. La joven le dirigió a hurtadillas una rápida mirada. Ella vio la sonrisa en sus labios, y fue como el vino para los nervios enfermos; porque aun en el belicoso Barsoom, donde todos los hombres son valientes, la mujer reacciona rápidamente ante la tranquila indiferencia al peligro, ante la diabólica intrepidez sin fanfarronería.

—Puedes envainar tu espada —dijo ella—. Ya te he dicho que los banths no nos harían daño. ¡Mira!

Y, al hablar, se dirigía ella rápidamente hacia el animal más próximo.

Carthoris hubiera saltado en pos de ella para protegerla; pero, con un gesto, ella le hizo retroceder. Oyó cómo ella llamaba a las fieras con voz baja y cantarina que se asemejaba al runrún del gato.

Inmediatamente, las grandes cabezas se irguieron y todos los malignos
ojos
se volvieron hacia la figura de la joven. Luego, con cautela, comenzaron a moverse hacia ella. Esta se había detenido ahora y permanecía aguardándolos a pie firme.

Uno, más próximo a ella que los demás, vacilaba. Ella le hablaba imperiosamente, como podría hablar el amo a un perro de caza perezoso.

El gran carnívoro dejó caer su cabeza, y, con el rabo entre piernas, se aproximó, agachándose, a los pies de la joven, y tras él se aproximaron los demás, hasta que estuvo completamente rodeada por los salvajes antropófagos.

Apartándose, la muchacha los condujo hacia Carthoris. Ellos gruñeron no poco al acercarse al hombre; pero algunas severas palabras de mando les hicieron volver a su lugar.

—¿Cómo lo haces? —exclamó Carthoris.

—Tu padre, en cierta ocasión, me hizo la misma pregunta en las galerías de los Acantilados Aureos, en las montañas Otz, debajo de los templos de los therns. No pude contestarle, como ahora tampoco puedo contestarte. No sé de dónde viene mi poder sobre ellos; pero siempre, desde el día en que Sator Throg me arrojó entre ellos, en el foso de los banths de los Sagrados Therns, y las grandes fieras me acariciaron en vez de devorarme, siempre he tenido el mismo extraño poder sobre ellas. Acuden a mi llamada y me obedecen lo mismo que el fiel Woola obedece fielmente al mandato de vuestro poderoso padre.

Con una palabra, la joven dispersó el grupo de fieras. Rugiendo, volvieron a su interrumpido festín, mientras Carthoris y Thuvia pasaban entre ellos en dirección de la ciudad amurallada.

Según avanzaban, el hombre miraba con asombro a los cadáveres de aquellos guerreros verdes que no habían sido devorados o mutilados por los leones.

Llamó hacia ellos la atención de la joven. Ninguna flecha se veía clavada en sus grandes osamentas. En ninguno de ellos se veía señal alguna de herida mortal, ni siquiera el más ligero rasguño o la menor erosión.

Antes de que hubiesen desaparecido los muertos de los arqueros, los cadáveres de los torquasianos estaban erizados de las mortales flechas de sus enemigos. ¿De dónde habían partido los sutiles mensajeros de la muerte? ¿Qué mano invisible los había arrancado de los cuerpos de los muertos?

A su pesar, Carthoris apenas pudo reprimir cierto temor de aprensión al mirar hacia la silenciosa ciudad que tenía ante sí. Ya no se veía señal alguna de vida ni en las murallas ni en las azoteas de las casas. Todo era inquietante, ominoso silencio.

Sin embargo, él estaba seguro de que se los observaba desde algún lugar por detrás de aquella blanca muralla.

Miraba a Thuvia. Ésta avanzaba con los
ojos
muy abiertos y fijos en la gran puerta de la ciudad. La mirada de Carthoris se dirigía al mismo lugar que la de la joven, pero nada veía.

Su mirada, al dirigirse a ella, pareció despertarla de un letargo. Levantó su cabeza para mirar al joven, y una rápida y tenue sonrisa corrió por sus labios, y luego, como si no se diese cuenta de ello, se aproximó más a él y colocó una de sus manos en la del joven.

Este pensó que algo en la joven, ajeno a su dominio consciente, le pedía protección. La rodeó con uno de sus brazos, y así cruzaron el campo. Ella no se retiró de él. Es dudoso que ella se diese cuenta del contacto del brazo del joven: tan absorta estaba contemplando el misterio de la extraña ciudad que tenía ante su vista.

Se detuvieron delante de la puerta. Esta era monumental. Por su construcción, Carthoris sólo pudo aventurar confusamente su increíble antigüedad.

Era circular y cerraba una abertura circular también, y el heliumita conoció, por su estudio de la antigua arquitectura barsomiana, que se abría hacia un lado, como si fuese una enorme rueda colocada en una apertura del muro.

Hasta tales ciudades antiquísimas, como la antigua Aaanthor, eran, no obstante, muy modernas comparadas con las razas que habían construido puertas como aquélla.

Cuando estaba especulando acerca de la identidad de aquella ciudad olvidada, una voz les habló desde arriba. Ambos levantaron la vista de pronto. Allí, apoyado en el borde de la alta muralla, estaba un hombre.

Su cabello era oscuro; su piel, rubia, aún más rubia que la de John Carter, el ciudadano de Virginia. Su frente era despejada; sus ojos, grandes e inteligentes.

El lenguaje que empleaba era inteligible para los dos que estaban abajo; sin embargo, había una marcada diferencia entre él y la lengua barsomiana de los dos jóvenes.

—¿Quiénes sois? —preguntó—. ¿Y qué hacéis ahí, ante la puerta de Lothar?

—Somos amigos —replicó Carthoris—. Esta es la princesa Thuvia de Ptarth, que ha sido capturada por la horda torquasiana. Yo soy Carthoris de Helium, príncipe de la casa de Tardos Mors, jeddak de Helium, e hijo de John Carter, Señor de la Guerra de Marte, y de su esposa, Dejah Thoris.

—¿Ptarth? —repitió el hombre—. ¿Helium? —agitó su cabeza—. Nunca he oído hablar de tales lugares, ni sabía que en Barsoom habitase una raza de tan extraño color. ¿Dónde están esas ciudades de que habláis? Desde nuestra torre más alta jamás hemos visto otra ciudad que la gran Lothar.

Carthoris señaló hacia el Nordeste.

—En esa dirección están Helium y Ptarth —dijo—. Helium está a unos diez mil kilómetros de Lothar, mientras que Ptarth dista once mil quinientos kilómetros de Helium, al nordeste

El hombre siguió moviendo la cabeza.

El hombre continuó agitando la cabeza.

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
12.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Scrapbook by Carly Holmes
Killer Crust by Chris Cavender
Warlord's Revenge by Craig Sargent
The Halloween Mouse by Richard Laymon
Shocked and Shattered by Aleya Michelle
Darkest Day by Gayle, Emi
Símbolos de vida by Frank Thompson
Sir Finn of Glenrydlen by Rowan Blair Colver