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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (12 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
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—¿Y bien? —preguntó Carthoris.

—Vamos a experimentar la muerte —susurró Jav débilmente.

No quiso decir más. Se sentó en el borde del trono del jeddak, y aguardó.

Carthoris se aproximó a Thuvia, y a su lado, con la espada desnuda, dejó que sus atrevidos ojos recorriesen incesantemente la amplia cámara, a fin de que ningún enemigo pudiera, sin ser visto, caer sobre ellos.

Durante un lapso de tiempo que les pareció de horas ningún ruido rompió el silencio de la tumba en que estaban enterrados vivos. Sus verdugos no les daban a entender el tiempo ni la forma de la muerte que les preparaban. La duda era terrible. El mismo Carthoris de Helium empezaba a sentir una horrible tensión de nervios. Si sólo hubiera podido saber de dónde vendría la mano de la muerte y cómo intentaría herirle, se hubiera sentido con fuerzas para hacerle frente, impávido; pero sufrir por más tiempo la aborrecible tensión de aquella anubladora ignorancia de los planes de sus asesinos era para él demasiado penoso.

Thuvia de Ptarth se aproximó a él todo lo posible. Se sentía más segura con el contacto de su brazo, y Carthoris, con el contacto de ella, se sentía con nuevas fuerzas. Con su antigua sonrisa se volvió hacia ella.

—Parece como si intentaran hacernos morir de miedo —dijo riendo—, y sería para mí una vergüenza el confesar que estuviesen a punto de conseguir conmigo su objetivo.

Ella iba a responder, cuando un espantoso grito brotó de los labios del lothariano.

—¡El fin se acerca! —gritó—. ¡El fin se acerca! ¡El suelo! ¡El suelo! ¡Oh Komal misericordioso!

Thuvia y Carthoris no necesitaron mirar al suelo para darse cuenta del extraño suceso que tenía lugar.

Lentamente el suelo de mármol iba hundiéndose en todas direcciones hacia el centro. Al principio, el movimiento, siendo gradual, apenas era perceptible; pero ahora el ángulo del suelo se había hecho tal, que sólo se podía estar fácilmente en pie doblando una rodilla considerablemente.

Jav seguía gritando y aferrándose al trono real, que ya había empezado a deslizarse hacia el centro de la habitación, donde Thuvia y Carthoris, de pronto, vieron un pequeño orificio cuyo diámetro crecía a medida que el piso iba adquiriendo más y más un contorno semejante al de un embudo.

Ahora se hacía cada vez más difícil luchar contra la peligrosa inclinación del suave y pulido mármol. Carthoris intentaba sostener a Thuvia; pero él mismo empezaba a deslizarse hacia la abertura siempre creciente.

En vez de agarrarse a la piedra lisa, se desprendió de sus sandalias de zitidar, y con los pies desnudos se aferró para oponerse a la horrorosa inclinación, rodeando con sus brazos, al mismo tiempo, a la_joven para sostenerla.

Thuvia, aterrada, se aferraba con sus manos al cuello del joven. La mejilla estaba en contacto con la de él. La muerte, invisible y de forma desconocida, parecía inmediata, y, por invisible y desconocida, infinitamente más aterradora.

—¡Valor, mi princesa! —susurró Carthoris.

Ella levantó los ojos para mirarle al rostro y vio sus labios sonrientes
y sus ojos,
de expresión atrevida, no conmovidos por el terror, que se miraban profundamente en los de ella.

Entonces el piso se hundió y se inclinó más rápidamente. Sufrió un deslizamiento repentino y brusco, y fueron precipitados hacia la abertura.

Los gritos de Jav sonaron aterradores y horribles en los oídos de los jóvenes, y luego los tres se encontraron amontonados sobre el trono real de Tario, que se había atrancado en la abertura en la base del embudo de mármol.

Por un momento respiraron aliviados; pero entonces descubrieron que el orificio seguía agrandándose. El trono se deslizó hacia abajo. Jav volvió a gritar. Experimentaron una sensación de vértigo cuando sintieron que el piso faltaba bajo ellos, porque entonces se sintieron caer, a través de la oscuridad, hacia una muerte desconocida.

CAPÍTULO IX

La batalla en el llano

La distancia desde el fondo del embudo al suelo de la cámara que había debajo del mismo no era grande, ya que las tres víctimas de la cólera de Tario cayeron ilesas.

Carthoris, sujetando aún fuertemente a Thuvia contra su pecho, llegó al fondo como un gato, cayendo en pie, evitando el choque de la joven. Apenas habían tocado sus pies la áspera superficie de piedra de aquella nueva cámara, cuando su espada centelleó, dispuesta para un uso inmediato. Pero, aunque la habitación estaba iluminada, no se veían por ninguna parte señales del enemigo.

Carthoris miró a Jav. Éste estaba intensamente pálido por el miedo.

—¿Cuál va a ser nuestra suerte? —preguntó el heliumita—. ¡Dime, hombre! Libérate de tu terror durante el tiempo suficiente para decírmelo; así podré estar preparado para vender mi vida y la de la princesa de Ptarth lo más caras posible.

—¡Komal! —susurró Jav—. Seremos devorados por Komal.

—¿Vuestro dios? —preguntó Carthoris.

El lothariano asintió con la cabeza. Luego señaló en la dirección de un portón bajo que había en un extremo de la cámara.

—Desde allí se precipitará sobre nosotros. Deja a un lado tu débil espada, loco. Sólo conseguirá encolerizarle más y hacer aún peores nuestros sufrimientos.

Carthoris sonreía, asiendo aún más firmemente su larga espada. Entonces Jav dio un gemido aterrador, señalando al mismo tiempo con su brazo extendido hacia la puerta.

—Ha llegado —sollozó.

Carthoris y Thuvia miraron en la dirección que el lothariano había indicado, esperando ver alguna extraña y horrorosa criatura de figura humana; pero, con asombro suyo, vieron la sha ca eza y los hombros, cubiertos de enorme melena, de un formidable banth, `el más grande de todos los que ambos habían visto jamás.

Lenta y majestuosamente, la poderosa fiera avanzóó por la cámara. Jav había caído al suelo, y arrastraba su cuerpo sobre el vientre del mismo modo servil que había empleado en presencia de Tario. Hablaba a la bestia feroz como hubiera hablado a un ser humano implorando su perdón.

Carthoris se colocó entre Thuvia y el animal, con su espada dispuesta a disputar la victoria de la fiera sobre ellos. Thuvia se volvió hacia Jav.

—¿Es éste Komal, vuestro dios? —preguntó.

Jav movió su cabeza afirmativamente. La joven sonrió, y luego, adelantándose a Carthoris, caminó ligeramente hacia el rugiente carnívoro.

En tono bajo y firme, le habló como había hablado a los banths de los Acantilados Aureos y a los carroñeros frente a los muros de Lothar.

La bestia dejó de rugir. Con la cabeza baja y un runrún felino, se aproximó, vacilante, a los pies de la joven. Thuvia se volvió hacia Carthoris.

—No es más que un banth —dijo—. Nada hemos de temer de él. Carthoris sonrió.

—Yo no le temía —replicó—, porque yo también creía que no era más que un banth, y mi espada es larga.

Jav se sentó y contempló el espectáculo que se ofrecía a sus ojos: la delicada joven agitando sus dedos entre la parda melena de la enorme criatura que él había creído divina, mientras que Komal frotaba su repulsivo hocico contra ella.

—¡Así que éste es vuestro dios! —dijo riendo Thuvia.

Jav miraba asombrado. Apenas sabía si osar aventurarse a ofender a Komal o no, porque tan fuerte es el poder de la superstición, que, aunque sepamos que hemos estado reverenciando a un ser falso, aún dudamos en admitir la validez de nuestras recientemente adquiridas convicciones.

—Sí —dijo—, éste es Komal. Durante siglos los enemigos de Tario han sido precipitados a este foso para llenar su boca, porque Komal debe ser alimentado.

—¿Hay algún camino que conduzca desde esta cámara a las calles de la ciudad? —preguntó Carthoris.

Jav se encogió de hombros.

—No lo sé —replicó—. Nunca había estado aquí antes de ahora ni he pensado nunca estar.

—Venid —sugirió Thuvia—. Exploremos. Debe haber una salida.

Los tres juntos se aproximaron a la portada por la cual había entrado Komal en la cámara que debía haber sido el escenario de sus muertes. Más allá de la misma había una especie de madriguera, de techo bajo, con una pequeña puerta en el ángulo más lejano.

Esta, para alegría de los exploradores, se abrió sin más que levantar un ordinario cerrojo, y los condujo a una arena circular rodeada de gradas.

—Aquí es donde Komal es alimentado en público —explicó Jav—. Si Tario se hubiese atrevido a ello, aquí se hubiese decidido nuestra suerte; pero ha tenido demasiado miedo de tu afilada espada, hombre rojo, y así nos ha precipitado a todos en el foso. Yo no sabía cuán estrechamente estaban unidas las dos cámaras. Ahora podemos llegar fácilmente a las avenidas y a las puertas de la ciudad. Sólo los arqueros pueden evitarnos salir, y, conociendo su secreto, dudo que puedan hacernos daño.

Otra puerta conducía a una serie de escalones que se alzaban desde el nivel de la arena, a través de los asientos, hasta una salida situada en la parte trasera de la cámara. Más allá de ella había un corredor recto y ancho que conducía directamente, atravesando el palacio, a los jardines laterales.

Nadie salía a preguntarles según avanzaban, y el poderoso Komal caminaba al lado de la joven.

—¿Dónde están las gentes del palacio, la servidumbre del jeddak?preguntó Carthoris—. Ni siquiera en las calles de la ciudad, cuando cruzamos por ellas vimos señales de seres humanos, y, sin embargo, todo hacía creer en la existencia de una gran población.

Jav suspiró.

—Pobre Lothar —decía—. Es, ciertamente, una ciudad de fantasmas. Apenas quedamos ya en ella un millar de habitantes, cuando en otro tiempo se nos contaba por millones. Nuestra gran ciudad está poblada por las creaciones de nuestra propia imaginación. Para nuestras propias necesidades no nos tomamos el trabajo de materializar a esas criaturas de nuestro cerebro; no obstante, son meras visiones para nosotros.

Aun ahora veo una gran multitud que rodea a la avenida, y que se apresura, caminando de un lado a otro, para dirigirse hacia el cumplimiento de sus deberes. Veo mujeres y niños que se ríen, asomados a los balcones; pero nos está prohibido mate ' lizarlos; sin embargo, yo los veo; allí están… Pero ¿por qué no? —musit. Ya no necesito temer a Tario; él ha hecho las cosas lo peor que podía;, haberlas hecho, y ha fracasado. ¿Por qué no, ciertamente? Deteneos, amigos —continuó—. ¿Querríais ver a Lothar en toda su gloria?

Carthoris y Thuvia movieron la cabeza en señal de asentimiento, más bien por cortesía que porque comprendiesen plenamente la importancia de lo que Jav decía.

Jav les miró penetrantemente por un momento; luego, con un movimiento de su mano, gritó:

—¡Mirad!

La vista que contemplaron era digna de inspirar terror. Donde antes no había más que desiertos pavimentos y céspedes de color escarlata, ventanas abiertas y puertas descuidadas, ahora hormigueaba una innumerable multitud de personas risueñas y felices.

—Este es el pasado —dijo Jav en voz baja—. Ellos no nos ven; no hacen sino revivir el viejo pasado muerto del antiguo Lothar, el muerto y arruinado Lothar de la antigüedad, que estaba sobre la playa de Throxus, el más poderoso de los cinco Océanos. ¿Veis aquellos hermosos y esbeltos hombres que se mueven a lo largo de la amplia avenida? ¿Veis cómo las muchachas y las mujeres les sonríen? ¿Veis cómo los hombres las saludan con amor y respeto? Aquéllos son navegantes que desembarcan de sus naves que descansan en los muelles, a la orilla de la ciudad. Hombres valientes. ¡Ah! Pero la gloria de Lothar se ha marchitado. Contemplad sus armas. Ellos solos llevaban armas, porque cruzaban los cinco mares en dirección a lugares extraños, donde abundaban los peligros. Con su marcha se ha desvanecido el espíritu marcial de los lotharianos, abandonado al rodar de los siglos, una raza de cobardes. Nosotros odiábamos la guerra, y así no acostumbramos a nuestros jóvenes a los ejercicios de guerra. Así ha continuado nuestra destrucción, porque, cuando los mares se secaron y las hordas verdes cayeron sobre nosotros, no pudimos por menos de huir. Pero nosotros recordábamos a los navegantes arqueros de los días de nuestra gloria, y era su recuerdo el que lanzábamos sobre nuestros enemigos.

Cuando Jav dejó de hablar, la escena se disipó, y una vez más los tres volvieron a emprender su camino hacia las distantes puertas, a lo largo de las desiertas avenidas. Dos veces vieron lotharianos de carne y hueso. Éstos, al ver a Carthoris, a Thuvia, a Jav y al enorme banth, en el cual debían reconocer a Komal, se volvieron y huyeron.

—Llevarán la noticia de nuestra huida a Tario —exclamaba Jav—, y el jeddak no tardará en enviar a sus arqueros para que nos persigan. Confiemos en que nuestra teoría sea exacta y en que sus flechas sean inofensivas contra quienes conocen su irrealidad. De otro modo, estamos condenados a muerte. Explica, hombre rojo, a la mujer las verdades que te he explicado, para que pueda recibir las flechas con una contrasugestión más fuerte de inmunidad.

Carthoris hizo lo que Jav le aconsejaba; pero llegaron a las grandes puertas sin que hubiese señales de persecución. Allí Jav puso en movimiento el mecanismo que abría la enorme puerta, semejante a una rueda, y un momento después los tres, acompañados del banth, salían a la llanura que se extendía delante de Lothar.

Apenas habían recorrido unas cientos de metros, cuando el rumor del griterío de muchos hombres se alzó detrás de ellos. Al volverse, vieron una compañía de arqueros que desembocaba en la llanura, que habían salido por la puerta misma que ellos acababan de transponer.

Sobre la muralla, encima de la puerta, estaban los lotharianos, entre los cuales Jav reconoció a Tario. El jeddak los miraba fijamente, concentrando, sin duda todas las fuerzas de su ejercitada mente sobre ellos. Era evidente que estaba haciendo un supremo esfuerzo para hacer más mortíferas a sus imaginarias criaturas.

Jav palideció y empezó a temblar. En el momento supremo parecía perder el valor de su convicción. El gran banth retrocedió hacia los arqueros que avanzaban, y rugió. Carthoris se colocó entre Thuvia y el enemigo, y, haciéndoles frente, aguardó el resultado de su ataque.

De repente Carthoris tuvo una inspiración.

—¡Lanzad a vuestros propios arqueros contra los de Tario! —gritó a Jav—. Veamos una batalla materializada entre dos mentalidades.

La idea pareció infundir ánimos al lothariano, y al momento siguiente los tres se hallaron detrás de innumerables filas de corpulentos arqueros que lanzaban insultos y amenazas a la compañía que avanzaba, procedente de la ciudad amurallada.

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