Read Thuvia, Doncella de Marte Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (11 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
12.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Terminó su frase con un encogimiento de sus torneados hombros y una risilla despectiva.

Cuando hubo terminado, Tario estaba sentado al borde de su asiento, con los pies en el suelo. Estaba inclinado hacia adelante, con sus ojos ya no medio cerrados, sino muy abiertos y con expresión de sobresalto.

Parecía que no dar importancia al crimen de lesa majestad de las palabras y las maneras de la joven. Había, evidentemente, algo más conmovedor e impulsivo en sus palabras que aquello. Lentamente se puso en pie.

—¡Por las garras de Komal! —murmuró—. ¡Pero eres real! ¡Una mujer real! ¡No eres un sueño! No una vana y quimérica ficción de la mente!

Dio un paso hacia ella con las manos extendidas.

—¡Ven! —susurró—. ¡Ven, mujer! Durante muchos siglos he soñado que algún día vendrías. Y ahora que estáis aquí, apenas puedo creer a mis ojos. Aun ahora, conociendo que eres real, casi temo que seas una embustera.

Thuvia retrocedió. Pensaba que el jeddak estaba loco. Su mano se deslizó hasta el precioso puño de su puñal. El hombre vio ese movimiento y se detuvo. En sus
ojos
apareció una expresión de astucia. Luego, de repente, adquirieron otra expresión soñolienta y penetrante al profundizar en el cerebro de la joven.

Thuvia sintió de pronto que en ella se operaba un cambio. No podía ni siquiera imaginar cuál era su causa; pero, de algún modo, el hombre que tenía delante empezaba a asumir una relación nueva dentro del corazón de ella.

Ya no era un extraño y misterioso enemigo, sino un antiguo amigo, en el cual, según le parecía, se podía confiar. Su mano se apartó del puño de su daga. Tario se acercó más.

Habló con voz suave y palabras amistosas. y ella le respondió con voz que parecía la suya y, sin embargo, la de otra. Ahora estaba al lado de ella. El jeddak había puesto su mano sobre uno de los hombros de la joven. Los
ojos
de él se inclinaban hacia los de ella. Ella levantaba los suyos para mirar al jeddak. La mirada de éste parecía querer penetrar directamente hasta el corazón de la joven para encontrar en él la fibra más sensible.

Los labios de ella se abrían con repentino temor y asombro por la extraña revelación de su ser interior, que se estaba mostrando abiertamente a su conciencia. Había conocido a Tario desde siempre. Él era para ella más que un amigo. Ella se acercó un poco más a él. En una rápida oleada de luz conoció la verdad. ¡Amaba a Tario, jeddak de Lothar! Lo había amado siempre.

El hombre, viendo el éxito de su estrategia, no pudo reprimir una ligera sonrisa de satisfacción. Si había algo en la expresión de su rostro, o si de Carthoris de Helium, que se hallaba en una habitación distante del palacio, llegó una sugestión más poderosa, ¿quién pudo decirlo? Pero algo hubo que, de repente, disipó la extraña influencia hipnótica de aquel hombre.

Como si una careta se hubiese desprendido de su rostro, Thuvia volvió en un momento a ver a Tario como lo había visto desde el principio; y acostumbrada, como estaba, a las extrañas manifestaciones de las grandes mentes, que son comunes en Barsoom, dedujo rápidamente una parte suficiente de la verdad para conocer que se hallaba en grave peligro. Se apresuró a retroceder un paso, desprendiéndose de los brazos del jeddak. Pero el momentáneo contacto había despertado en Tario todas las pasiones, durante largo tiempo reprimidas, de su existencia sin amor.

Dando un ahogado grito, saltó sobre ella, abrazándola e intentando besarla.

—¡Mujer! —gritó—. ¡Maravillosa mujer! Tario te hará reina de Lothar. ¡Escúchame! Escucha el amor del último de los jeddaks de Barsoom.

Thuvia luchaba para libertarse de su brazo.

—¡Detente, monstruo! —exclamó—. ¡Detente! Yo no te amo. ¡Detente, o gritaré pidiendo socorro!

Tario se echó a reír en su cara.

—¡Gritar para pedir socorro! —dijo en tono de burla—. ¿Y quién, dentro de los muros de Lothar, puede responder a tu llamamiento? ¿Quién osaría, sin ser llamado, entrar a la presencia de Tario?

—¡Hay uno —replicó ella— que vendría y, viniendo, te mataría en tu mismo trono si supiese que has ofendido a Thuvia de Ptarth!

—¿Quién? ¿Jav? —preguntó Tario.

—Jav, no. Ni ningún otro lothariano de piel delicada —replicó—, sino un hombre real. Un guerrero real: ¡Carthoris de Helium! Otra vez el hombre se rió de ella.

—Te olvidas de los arqueros —le dijo recordándoselos—. ¿Qué podría hacer tu guerrero rojo contra mis intrépidas legiones?

Volvió a cogerla bruscamente, y, abrazándola, intentó arrastrarla hacia un sofá. —Si no quieres ser mi reina —dijo— serás mi esclava.

—¡Ni lo uno ni lo otro! —gritó la joven.

Al decir esto hizo un rápido movimiento con su mano derecha; Tario, soltándola, dio unos pasos vacilantes hacia atrás, oprimiéndose los costados con sus manos. En el mismo instante la habitación se llenó de arqueros, y entonces el jeddak de Lothar se desplomó sin sentido sobre el piso de mármol.

En el momento en que perdió el conocimiento, los arqueros estuvieron a punto de disparar sus flechas contra el corazón de Thuvia. Involuntariamente dio un solo grito pidiendo socorro, aunque sabía que ni siquiera Carthoris de Helium podría salvarla ahora.

Entonces cerró sus ojos y aguardó el fin. Ninguna aguzada flecha traspasó su delicado cuerpo. Alzó sus párpados para ver lo que hacían sus verdugos.

La habitación estaba vacía, a no ser por su propia persona y la del jeddak de Lothar, que yacía a sus pies; un pequeño charco de un líquido de color carmesí manchaba el blanco mármol del suelo, al su lado. Tario seguía sin conocimiento.

Thuvia estaba asombrada. ¿Dónde estaban los arqueros? ¿Por qué no habían disparado sus flechas? ¿Qué significaba todo aquello? Un momento antes la habitación se había llenado misteriosamente de hombres armados, evidentemente llamados para proteger a su jeddak; sin embargo, cuando el cuerpo del jeddak apareció a su vista y pudieron ver que ella le había herido, se habían desvanecido tan misteriosamente como se habían presentado, dejándola sola con el cuerpo del gobernante, en cuyo costado había hundido ella la larga y aguda hoja de su puñal.

La joven miró aprensivamente a su alrededor, con el temor de que volviesen los arqueros y para buscar alguna vía de escape.

En el muro que estaba detrás del dosel había dos pequeñas puertas ocultas por pesadas colgaduras.

Thuvia corría rápidamente hacia una de ellas, cuando oyó el ruido de la armadura de un guerrero al final del departamento que estaba detrás del que ella ocupaba.

¡Ah, si hubiera tenido un solo instante más de tiempo, hubiera podido alcanzar aquella protectora tapicería y acaso haber encontrado detrás de ella algún camino para huir; pero ahora era demasiado tarde: había sido descubierta!

Con un sentimiento afín de la apatía se volvió para hacer frente a su destino, y allí, ante ella, corriendo velozmente a través de la amplia cámara para acercarse a ella, estaba Carthoris con su desnuda, larga y reluciente espada en su mano.

Durante días enteros ella había dudado de las intenciones del heliumita. Le había creído partícipe en su rapto. Desde que el Hado los había juntado, apenas le había favorecido con otra cosa que las más estrictas respuestas a sus observaciones, a no ser cuando los mágicos y extraordinarios acontecimientos de Lothar, sorprendiéndola, la habían sacado de su mutismo.

Sabía que Carthoris de Helium lucharía por ella, pero dudaba si lo haría para salvarla para él o para otro.

Él sabía que ella estaba prometida a Kulan Tith, jeddak de Kaol; pero si él había sido el instrumento de su rapto, sus motivos no podrían haber sido inspirados en la lealtad a su amigo o en el respeto al honor de ella.

Y, sin embargo, cuando le vio cruzar el piso de mármol de la cámara de audiencia de Tario de Lothar, sus hermosos ojos se llenaron de aprensión por su seguridad; su espléndida figura, personificando cuanto hay de más hermoso en los guerreros del belicoso Marte, ella no podía creer que ni siquiera la más ligera sombra de perfidia acechase bajo un exterior tan magnífico.

«Nunca —pensaba ella—, en toda su vida, había visto con tanta alegría como ahora la llegada de un hombre.» Con dificultad pudo contenerse para no precipitarse a su encuentro.

Ella sabía que él la amaba; pero a veces se acordaba de que estaba prometida a Kulan Tith. Ni siquiera podría prometerse mostrar demasiada gratitud al heliumita, no fuese que él la interpretase mal. Carthoris estaba ahora al lado de ella. Con una rápida mirada había comprendido la escena que se había desarrollado en la cámara: la figura inmóvil del jeddak tendida en el suelo, la joven dirigiéndose apresuradamente hacia la salida oculta.

—¿Te ha hecho daño, Thuvia? —pregunto. Ella levantó su puñal ensangrentado y se lo mostró.

—No —dijo—, no me ha hecho daño.

Una severa sonrisa iluminó el rostro de Carthoris.

—¡Alabado sea nuestro primer antepasado! —murmuró él—. Y ahora veamos si podemos escaparnos de esta maldita ciudad antes de que los lotharianos descubran que su jeddak ya no existe.

Con la firme autoridad innata a aquel por cuyas venas corría la sangre de John Carter, de Virginia, y de Dejah Thoris, de Helium, él la tomó por la mano, y volviendo a cruzar el salón se dirigió hacia la gran portada por la cual Jav les había introducido a la presencia del jeddak en las primeras horas de aquel día.

Casi habían llegado al umbral cuando, por otra puerta, una figura se precipitó dentro de la cámara. Era Jav. El también comprendió con una sola mirada la escena que se había desarrollado.

Carthoris se volvió hacia él, espada en mano, escudando con su cuerpo la delicada figura de la joven.

—¡Ven, Jav de Lothar! —gritó—. Resolvamos este asunto definitivamente, porque solamente uno de nosotros puede salir vivo de esta cámara con Thuvia de Ptarth.

Entonces, viendo que el hombre no llevaba espada, exclamó:

—¡Llama a tus arqueros, pues, o ven con nosotros como mi prisionero hasta que hayamos pasado, a salvo, las puertas exteriores de vuestra fantástica ciudad.

—¡Has matado a Tario! —exclamó Jav, desentendiéndose del desafío de Carthoris—. ¡Has matado a Tario! Veo su sangre en el suelo, sangre real, muerte real. Tario era, después de todo, tan real como yo. Sin embargo, era un eterealista. No quería materializar su existencia. ¿Podría ser que ellos tuvieran razón? Bien; nosotros también la tenemos. ¡Y todos estos siglos hemos estado disputando, diciendo cada uno que el otro estaba equivocado! Sin embargo, ahora está muerto. Me alegro de ello. Ahora Jav tendrá lo que le pertenece. ¡Ahora Jav será jeddak de Lothar!

Cuando acababa de decir estas palabras. Tario abrió los ojos, y luego, rápidamente, se sentó.

—¡Traidor!…¡Ases¡ no!… —gritó, y después—: ¡Kadar! ¡Kadar!que es el grito barsomiano de alarma.

Jav palideció intensamente. Cayó sobre su vientre, arrastrándose hacia Tario.

—¡Oh, mi jeddak, mi jeddak! —sollozó— Jav no ha tenido parte en esto. Jav, tu fiel Jav, acababa precisamente de entrar en este momento en la cámara, y te encontró yacente en el suelo, y a estos dos extranjeros disponiéndose a salir. No sé cómo ha sucedido lo que ha sucedido. Créeme, ¡oh el más glorioso de los jeddaks!

—¡Calla, siervo! —exclamó Tario—. He oído tus palabras: «Sin embargo, ahora está muerto. Me alegro de ello. Ahora Jav tendrá lo que le pertenece. Ahora Jav será jeddak de Lothar.» Al fin, traidor, te he descubierto. Tus propias palabras te han condenado tan seguramente como los actos de estas criaturas rojas han decidido sus destinos; a menos que… —se detuvo—. A no ser que la mujer…

Pero no siguió. Carthoris se imaginó lo que habría dicho, y antes que hubiera podido terminar la frase saltó hacia adelante y golpeó al jeddak en la boca con su mano abierta.

Tario babeaba de rabia y de indignación.

—Y si de nuevo osases insultar a la princesa de Ptarth —advirtió el heliumita—, olvidaría que no llevas espada; no siempre puedo dominar la impetuosa mano con que manejo la mía.

Tario se echó hacia atrás, hacia las pequeñas puertas situadas detrás del dosel. Intentaba hablar; pero tan penosamente funcionaban los músculos de su rostro, que no pudo proferir ni una palabra durante algunos minutos. Al fin consiguió articular inteligiblemente.

—¡Muere! —gritó—. ¡Muere!

Y luego se volvió hacia la salida que tenía a sus espaldas.

Jav dio un salto hacia adelante, gritando de terror:

—¡Ten piedad Tario! ¡Ten piedad! Recuerda los largos siglos que te he servido fielmente. Recuerda cuánto he hecho por Lothar.'NQ me condenes ahora a una espantosa muerte. ¡Perdóname! ¡Perdóname!

Pero Tario no hacía más que reír con una risa burlona, y seguía retrocediendo hacia las colgaduras que ocultaban la pequeña puerta.

Jav se volvió hacia Carthoris.

—¡Detenedle! —gritaba—. ¡Detenedle! Si amáis la vida, no le dejéis salir de la habitación —y al mismo tiempo que hablaba saltaba en persecución de su jeddak.

Carthoris siguió el ejemplo de Jav; pero el «último de los jeddaks de Barsoom» era demasiado ágil para ellos. Cuando llegaron a las cortinas, tras de las cuales había desaparecido, encontraron una pesada puerta de piedra que les cerraba el paso.

Jav cayó al suelo con un espasmo de terror.

—¡Ven, hombre!… —gritó Carthoris—. Todavía no hemos muerto. Démonos prisa en salir al exterior y en intentar salir de la ciudad. Aún estamos vivos, y mientras vivamos podemos dirigir nuestros propios destinos. ¿Para qué sirve dejarse caer, sin esperanza, al suelo? ¡Ven, hay que ser hombre!

Jav se limitó a mover la cabeza.

—¿No oís cómo llama a los guardias?… —dijo gimoteando—. ¡Ah, si hubiésemos conseguido aunque no hubiese sido más que detenerle! Entonces podría haber habido esperanza; pero, ¡ay!, es demasiado ágil para nosotros.

—¡Bien, bien! —exclamó Carthoris con impaciencia—. ¿Y qué si llama a los guardias? Habrá bastante tiempo de preocuparse de ello cuando vengan; ahora mismo no veo señales de que tengan intenciones de apresurarse a obedecer la llamada de su jeddak.

Jav movió tristemente la cabeza.

—No me entendéis —dijo—; los guardias han venido ya y se han ido. Ya han desempeñado su papel y estamos perdidos. Mirad todas las salidas.

Carthoris y Thuvia volvieron sus ojos hacia las varias puertas situadas en las paredes de la gran cámara. Todas estaban firmemente tapiadas con enormes piedras.

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
12.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Wild Is My Heart by Mason, Connie
INK: Vanishing Point (Book 2) by Roccaforte, Bella
Tales of Wonder by Jane Yolen
Hot Buttered Strumpet by Mina Dorian
No Rules by Starr Ambrose
Olympic Cove 2-Breaker Zone by Nicola Cameron
All Is Bright by Sarah Pekkanen
The MacGuffin by Stanley Elkin