Read Thuvia, Doncella de Marte Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (15 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
9.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Durante media hora, Carthoris permaneció en el edificio, cavando en busca de agua y extrayendo las escasas y muy necesarias gotas que obtuvo con su trabajo. Luego se levantó y lentamente salió de allí. Apenas había transpuesto el umbral, cuando doce guerreros torquasianos saltaron sobre él.

No tuvo entonces tiempo de sacar su larga espada; pero sacó rápidamente su largo puñal, y al lanzarse sobre ellos, más de un corazón verde dejó de latir por la mordedura de aquella afilada punta.

Entonces saltaron sobre él y le desarmaron; pero sólo nueve, de los doce guerreros que habían cruzado la plaza, regresaron con su cautivo.

Llevaron a su prisionero con brusquedad hasta los fosos del palacio, donde, rodeados por una extrema oscuridad, le encadenaron, con mohosas cadenas, a la sólida mampostería del muro.

—Mañana, Thar Ban hablará contigo —le dijeron—. Ahora está durmiendo. Pero su alegría será grande cuando sepa quién ha venido a visitarnos, y grande será la satisfacción de Hortan Gur cuando Thar Ban lleve a su presencia al loco incauto que ha osado herir al gran jeddak con su espada.

Luego le dejaron en el silencio y la oscuri, ad.

Por un lapso de tiempo que le pareció dé horas, Carthoris estuvo acurrucado en el suelo de piedra de su prisión, con su espalda apoyada en el muro en que estaba encajado el pesado candado que aseguraba la cadena que le sujetaba.

Luego, desde la insondable oscuridad que le rodeaba, llegó a sus oídos el sonido de unos pies desnudos que caminaban cautelosamente sobre la piedra, aproximándose cada vez más a donde él estaba, desarmado y sin posibilidad de defenderse.

Pasaron unos minutos, minutos que parecieron horas, durante los cuales, intervalos de sepulcral silencio eran seguidos por la repetición del arrastre de pies desnudos, que se acercaban cautelosamente a él.

Al fin oyó un repentino rumor de pasos a través de la insondable oscuridad, y a corta distancia, un sonido de lucha, de respiración fatigosa, y, una vez, algo que le pareció la exclamación de un hombre en lucha con grandes seres desconocidos. Luego, el ruido de una cadena y el rumor como del golpe dado, al retroceder, contra la piedra, de un eslabón roto.

De nuevo se hizo el silencio. Pero por un momento solamente. Oyó, una vez más, el rumor de los pies que, pisando blandamente, se aproximaban a él. Le parecía ver la mirada de unos ojos perversos, que brillaban al mirarle, de un modo que le provocaban terror, a través de la oscuridad. Estaba seguro de oír la jadeante respiración de poderosos pulmones.

Después, oyó claramente el rumor de muchas pisadas, y aquellas «cosas» llegaron hasta el.

Manos que terminaban en dedos semejantes a los humanos agarraron su garganta, brazos y piernas. Cuerpos peludos oprimieron al suyo y lucharon contra él cuando se resistió, en repulsivo silencio, contra aquellos horrorosos enemigos en la oscuridad de los fosos del antiguo Aaanthor.

Educado como un hercúleo dios estaba Carthoris de Helium; sin embargo, en las garras de aquellos seres invisibles de la noche estigia de los fosos, estaba tan desvalido como una frágil mujer.

Sin embargo, seguía luchando, dirigiendo fútiles golpes contra los grandes pechos híspidos que no podía ver; sintiendo bajo sus dedos gruesos cuellos agachados, la humedad de la saliva sobre su mejilla y la cálida y maloliente respiración en sus narices.

Garras también, poderosas garras, sentía próximas a él, y no podía comprender por qué no se hundían en su carne.

Al fin, se dio cuenta del gran número de los antagonistas que, alternativamente, adelantaban y retrocedían sobre la gran cadena que le sujetaba, y ahora llego a sus oídos el mismo sonido que había escuchado a poca distancia de él poco tiempo antes de haber sido atacado: su cadena se había roto y el seccionado extremo golpeaba contra el muro de piedra.

Ahora fue cogido por ambos lados y empujado con rapidez por los lóbregos corredores, a un lugar que no podía determinar.

Al principio había pensado que sus enemigos serían de la tribu de Torquas; pero sus cuerpos velludos impedían tal suposición. Al menos ahora estaba completamente seguro de su identidad, aunque no podía imaginarse por qué no le habían matado y devorado desde el primer momento.

Después de media hora o más de rápida carrera por los pasajes subterráneos, que son una característica propia de todas las ciudades barsomianas, tanto antiguas como modernas, sus raptores, de repente, salieron a la luz de la luna a un patio, lejos de la plaza central.

Inmediatamente, Carthoris vio que estaba en poder de una tribu de los grandes monos blancos de Barsoom. Todo lo que le había hecho dudar antes en cuanto a la identidad de sus atacantes, había sido lo velludo de sus pechos, porque los monos blancos están completamente desprovistos de pelo, excepto un gran mechón erizado que tienen sobre sus cabezas.

Ahora veía la causa de lo que le había engañado: el pecho de cada uno de ellos estaba cruzado por tiras de piel velluda, casi todas de banths, a imitación del arnés de los guerreros verdes, que tan frecuentemente acampan en su desierta ciudad.

Carthoris había leído acerca de la existencia de tribus de monos que parecían estar progresando lentamente haca un tipo elevado de inteligencia. Sabía que había caído en manos de lo monos; pero ¿cuáles eran las intenciones hacía él?

Mirando a su alrededor, vio hasta cincuenta de aquellas repugnantes bestias, acuclilladas y, a poca distancia de él, un ser humano, estrechamente vigilado.

Cuando sus ojos se encontraron con los de su compañero de cautiverio, una sonrisa iluminó el rostro de aquél, y el «¡Kaor, hombre rojo!» brotó de sus labios. Era Kar Komak, el arquero.

—¡Kaor! — gritó Carthoris, respondiendo—. ¿Cómo has llegado hasta aquí, y qué ha sido de la princesa?

—Hombres rojos como tú descendieron en poderosas naves aéreas que surcaban el aire lo mismo que las grandes naves de mis distantes días navegaban por los cinco mares —replicó Kar Komak—. Lucharon contra los hombres verdes de Torquas. Mataron a Komal, dios de Lothar. Creí que eran tus amigos y me alegré cuando, finalmente, los que sobrevivieron a la batalla llevaron a la joven roja a una de las naves y levantaron el vuelo con ella hasta alcanzar la seguridad del aire. Entonces los hombres rojos se apoderaron de mí y me llevaron a una gran ciudad desierta, donde me encadenaron a un muro en un foso oscuro. Después volvieron y me condujeron aquí. ¿Y tú, hombre rojo?

Carthoris le relató todo lo que le había sucedido, y mientras los dos hombres hablaban, los grandes monos se acurrucaban alrededor de ellos, observándoles fijamente.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó el arquero.

—Nuestra situación casi parece desesperada —replicó Carthoris tristemente—. Estas criaturas nacen antropófagas. ¡No puedo comprender por qué no nos han devorado ya! —susurró—. ¿Ves? El fin se aproxima.

Kar Komak miró en la dirección indicada por Carthoris para ver a un enorme mono que avanzaba con una enorme cachiporra.

—Así es como prefieren matar a sus presas —dijo Carthoris.

—¿Y moriremos sin lucha? —preguntó Kar Komak.

—Yo, no —replicó Carthoris— Aunque reconozco cuan fútil sería nuestra mejor defensa contra esas poderosas bestias. ¡Oh, si tuviese una espada larga…!

—O un buen arco —añadió Kar Komak— y una compañía de arqueros.

Tras estas palabras, Carthoris saltó sobre sus pies, sólo para ser derribado rudamente por su guardián.

—¡Kar Komak! —gritó—. ¿Por qué no puedes hacer lo que Tario y Jav han hecho? Ellos no tenían más arqueros que los de su propia creación. Debes conocer el secreto de su poder. ¡Llama a tu propia compañía, Kar Komak!

El lothariano miró a Carthoris con los ojos muy abiertos por el asombro, porque todo el asunto de la sugestión superaba a su entendimiento.

—¿Por qué no? —murmuró.

El mono salvaje que llevaba la pesada cachiporra se dirigía cautelosamente hacia Carthoris. Los dedos del heliumita trabajaban al mismo tiempo que los ojos no se apartaban de su verdugo. Kar Komak dirigió sobre los monos su penetrante mirada. El esfuerzo de su mente podía apreciarse en el sudor que corría sobre sus cejas contraidas.

El animal que iba a matar al hombre rojo casi estaba ya al alcance del brazo de su presa, cuando Carthoris oyó un grito ronco procedente del lado opuesto del patio. Lo mismo que los acurrucados monos y el demonio que llevaba la maza, se volvió en la dirección del sonido para ver a una compañía de corpulentos arqueros entrando por la puerta de un edificio inmediato.

Dando gritos de rabia, los monos se pusieron en pie de un salto para salir al encuentro de los arqueros. Una descarga de flechas cayó sobre ellos, cuando se encontraban no más que a la mitad del camino, derribando por tierra, sin vida, a una docena de ellos. Entonces los monos entraron en lucha con sus adversarios. Los asaltantes ocupaban toda su atención; hasta el mismo guardián se había separado de los prisioneros para tomar parte en la pelea.

—¡Ven! —susurró Kar Komak—. Ahora podemos escapar en tanto que mis arqueros desvían de nosotros su atención.

—¿Y dejar a esos bravos camaradas sin jefe? —exclamó Carthoris, cuyo temperamento leal se rebelaba a la sola idea de semejante cosa. Kar Komak se echó a reír.

—Olvidas —dijo que no son más que inaprensible aire, ficciones de mi cerebro. Se desvanecerán sin haber sufrido el menor daño, cuando ya no tengamos necesidad de ellos. ¡Alabado sea vuestro primer antepasado, hombre rojo, porque tan oportunamente has pensado en esta posibilidad para salvarnos! Jamás se me hubiera ocurrido que pudiese emplear el mismo poder que me ha dado la existencia.

—Tienes razón —dijo Carthoris—. Sin embargo, se me hace duro dejarlos, aunque no podemos hacer otra cosa.

Y así, ambos se alejaron del patio, y saliendo a una de las amplias avenidas, se internaron cautelosamente e las sombras proyectadas por el edificio, dirigiéndose hacia la gran plaza central, en la cual estaban los edificios ocupados por los guerreros verdes cuando llegaron a la ciudad desierta.

Al llegar al límite de la plaza, Carthoris se detuvo.

—Aguarda aquí —susurró—. Voy a buscar thoats, puesto que a pie, jamás podríamos tener la esperanza de escapar de las garras de esos diablos verdes.

Para llegar al patio en que se guardaban los thoats, Carthoris necesitaba pasar por uno de los edificios que rodeaban a la plaza. Ni siquiera podía imaginarse cuáles serían los que estuviesen ocupados; así que se vio obligado a tomar considerables precauciones para llegar al cercado en que podía oír a las inquietantes bestias gritar y pelear entre sí.

El azar le condujo por una oscura portada a una amplia cámara, en que una veintena o más de guerreros verdes yacían envueltos en las sedas y las pieles con que acostumbraban abrigarse para dormir. Apenas había pasado Carthoris por el corto pasillo que ponía en comunicación a la puerta del edificio con la gran habitación posterior, cuando se dio cuenta de la presencia de algo o de alguien en el pasillo por el cual acababa de pasar.

Oyó un bostezo, y luego, detrás de él, vio levantarse del lugar en que sus compañeros habían estado dormitando la figura de un centinela que, desperezándose, reanudaba su vigilancia.

Carthoris comprendió que debía haber pasado a menos de un metro del guerrero, despertándole, sin duda, de su sueño. Retirarse ahora sería imposible. Sin embargo, cruzar por aquella habitación ocupada por guerreros durmientes parecía cosa igualmente imposible.

Carthoris encogió sus anchos hombros y escogió el mal menor. Cautamente entró en la habitación. A su derecha, contra el muro, estaban apoyadas varias espadas y algunos rifles y lanzas; armas de repuesto que los guerreros habían colocado allí, al alcance de sus manos, por si se producía una alarma nocturna que les sacase repentinamente de su sueño. Al lado de cada durmiente yacía su arma; éstas jamás estaban lejos de sus propietarios, desde la niñez hasta la muerte.

La vista de las espadas estimuló la palma de la mano del joven. Caminó rápidamente hacia ellas, escogiendo dos de las cortas: una para Kar Komak; la otra, para él; también tomó algunas piezas de armadura para su desnudo compañero.

Luego se dirigió directamente al centro de la habitación, colocándose entre los torquasianos que dormían.

Ninguno de ellos se movió hasta que Carthoris hubo hecho más de la mitad de su corto aunque peligroso camino. Entonces, uno de ellos se agitó, inquieto, sobre sus sedas y pieles.

El heliumita puso sobre él una de las espadas cortas, dispuesta para el caso en que el guerrero se despertase.

Durante un corto tiempo, que al joven príncipe pareció una eternidad, el hombre verde continuó moviéndose, desasosegadamente, sobre las ropas que le servían de cama; luego, como movido por resortes se puso en pie de un salto e hizo frente al hombre rojo.

Inmediatamente Carthoris asestó un golpe, pero no antes de que un gruñido salvaje se escapase de los labios del otro.

En un instante, la habitación fue el escenario de un gran tumulto. Los guerreros, saltando, se ponían en pie, empuñando sus armas a medida que se iban levantando y preguntándose a gritos los unos a los otros la causa del disturbio.

Carthoris podía ver plenamente todo cuanto había en la habitación, a la débil luz reflejada desde el exterior, porque la luna más lejana estaba precisamente en el cénit; pero para los ojos de los hombres verdes que acababan de despertarse, los objetos todavía no había adquirido su forma ordinaria; ellos sólo veían vagamente las figuras de los guerreros que se movían de un lado a otro dentro de la habitación.

En ese momento, uno de ellos tropezó con el cadáver del que Carthoris había matado. Aquél, al tropezar, palpó, y su mano tocó el cráneo hendido. Vio a su alrededor las gigantescas figuras de otros hombres verdes, y entonces llegó a la única conclusión que le parecía evidente:

—¡Los thurds! —gritó—. ¡Los thurds han caído sobre nosotros! ¡Arriba, guerreros de Torquas y clavad vuestras espadas en los corazones de los antiguos enemigos de Torquas!

Al instante, los hombres verdes empezaron a caer, unos sobre otros, con sus espadas desnudas. Su salvaje deseo de lucha se había despertado. ¡Luchar, matar, morir con el frío acero sepultado en sus entrañas! ¡Ah, aquello constituía para ellos el Nirvana!

Carthoris se dio cuenta rápidamente de su error y sacó provecho de él. Comprendió que, en su placer de matar, podían seguir luchando mucho tiempo después de haber descubierto su error, a no ser que su atención e distrajese a causa del motivo al de la pelea. Así, no perdió el tiempo siguiendo su camino a través de la habitación hasta el portal del lado opuesto, que daba paso al patio interior, en que los salvajes thoats chillaban y luchaban entre sí.

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
9.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

One Night of Sin by Gaelen Foley
A Darkness Descending by Christobel Kent
The Green Revolution by Ralph McInerny
Cave Under the City by Mazer, Harry;
Shimmer by Darynda Jones
A Barcelona Heiress by Sergio Vila-Sanjuán
The Borgias by Christopher Hibbert
A Death-Struck Year by Lucier, Makiia
Blue Maneuver by Linda Andrews