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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (16 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
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Una vez allí, no resultó sencilla la tarea que se le presentó. Coger y montar a una de aquellas bestias habitualmente rabiosas e intratables no era juego de niños, aun en el caso más propicio; pero ahora, cuando el silencio y el tiempo eran factores tan importantes, podría haber parecido completamente imposible a un hombre menos optimista y de menos recursos que el hijo del gran héroe.

Este había aprendido de su padre muchas cosas relativas al trato de aquellas poderosas bestias, y de Tars Tarkas también cuando había visitado a aquel gran jeddak verde, en medio de su horda, en Thark. Así, aplicó a su tarea todo cuanto había aprendido acerca de aquellos animales, de los demás y de su propia experiencia; porque él también había montado en ellos y con ellos había tratado muchas veces.

El temperamento de los thoats de Torquas parecía aún peor que el de sus intratables primos de las tribus de los tharks y de los warhoons, y durante algún tiempo pareció evidente que Carthoris no podía escapar de la salvaje carga de una pareja de viejos thoats que, bramando, le rodearon; pero, al fin, consiguió aproximarse lo bastante a uno de ellos para echarle mano. Con el tacto de su mano sobre la tersa piel, el animal se aquietó y, respondiendo al mandato telepático del hombre rojo, se arrodilló. En un momento, Carthoris estuvo sobre su lomo y lo guió hacia la gran puerta que conducía desde el patio, a través de un gran edificio, a un extremo de la avenida que había al otro lado.

El otro thoat, sin dejar de bramar y enfurecerse, siguió a su compañero. Ninguno de los dos llevaba riendas, porque estos extraños animales son gobernados solamente por la mente, cuando se dejan gobernar.

Aun en las manos de los gigantescos hombres verdes, las bridas serían inútiles contra el salvajismo loco y la fuerza de mastodonte de los thoats, y así, son guiados por aquel extraño poder telepático con el cual los hombres de Marte han aprendido a comunicarse, de una manera ruda, con los seres del orden inferior de su planeta.

Con dificultad condujo Carthoris a las dos bestias a la puerta, donde, inclinándose, levantó el picaporte. Entonces el thoat que él montaba arrimó su poderoso costado a la puerta de madera, empujó y un momento después el hombre y los dos animales bajaban silenciosamente por la avenida, en dirección a la entrada de la plaza, adonde Kar Komak le esperaba.

Allí, Carthoris se encontró con grandes dificultades para domar al segundo thoat, y como Kar Komak nunca había montado en una de aquellas bestias, le parecía una tarea irrealizable; pero, al fin, el arquero se las arregló para trepar hasta el lomo, y ambas bestias se alejaron al trote, por las avenidas cubiertas de musgo, hacia el fondo marino que se extendía al otro lado de la ciudad.

Toda aquella noche y el día y la noche siguiente cabalgaron hacia el nordeste. No veían señal alguna de persecución, y al amanecer del segundo día, Carthoris vio a lo lejos la ondulante cinta de los grandes árboles que marcaba uno de los largos acueductos barsomianos.

Inmediatamente abandonaron sus thoats y se aproximaron a pie al terreno cultivado. Carthoris dejó también los símbolos metálicos de sus correajes o la parte del mismo que pudiera servir para identificarle como heliumita o como individuo de sangre real, porque no sabía a qué nación pertenecía aquel acueducto, y en Marte es siempre prudente suponer enemigo a cualquier país y a cualquier hombre, mientras no se sepa lo contrario.

Era media mañana cuando los dos entraron finalmente en uno de los caminos que atraviesan los distritos cultivados a intervalos regulares, uniendo a los áridos desiertos de uno y otro lado con la carretera, grande y blanca, que corre por el centro, de extremo a extremo, de las tierras cultivadas remotas, y que de lejos ofrecen el aspecto de cintas extendidas.

El alto muro circundante de los campos servía de defensa contra los ataques imprevistos de las hordas verdes montadas, al mismo tiempo que preservaba de los ataques de los salvajes banths y de otros carnívoros a los animales domésticos y a los seres humanos de las granjas.

Carthoris se detuvo ante la primera puerta que encontró, esperando su admisión. El joven que contestó a su llamada saludó a ambos hospitalariamente, aunque mirando con considerable asombro la blanca piel y oscuro cabello del arquero.

Después de haber escuchado por un momento parte de la narración de su huida de los torquasianos, les invitó a entrar, los llevó a su casa y ordenó a los criados que estaban presentes que les preparasen comida.

Mientras aguardaban en 1~ a i ción, baja de techumbre y agradable, de la casa de la granja, a que acabara de hacerse la comida, Carthoris llevó la conversación con su huésped de tal modo que diera a conocer su nacionalidad, y así, conocer el nombre de la nación bajo cuyo dominio estaba el acueducto al que el azar le había conducido.

—Yo soy Hal Vas —dijo el joven—. hijo de Vas Kor, de Dusar un noble de la comitiva de Astok, príncipe de Dusar. En este momento soy el capitán en el camino que conduce a este distrito.

Carthoris se alegró mucho de no haber descubierto su identidad, porque aunque él no tuviese idea alguna de nada de cuanto había ocurrido desde su salida de Helium, o de que Astok hubiese llegado al fondo de todas sus desgracias, sabía bien que el dusariano no sentía por él afecto alguno y que no podía esperar ayuda alguna dentro de los dominios de Dusar.

—¿Y quién eres tú? —preguntó Hal Vas—. Por tu aspecto pareces un guerrero, pero no veo insignia alguna en tus correajes. ¿Eres quizá un mercenario?

Por aquel entonces, los mercenarios errantes eran frecuentes en Barsoom, donde la mayor parte de los hombres tienen aficiones guerreras. Vendían sus servicios en cualquier guerra que se presentase, y en los raros y breves intervalos en que no había ninguna lucha organizada entre las naciones rojas, se unían a alguna de las numerosas expediciones que constantemente estaban siendo enviadas contra los hombres verdes para proteger si era preciso los acueductos que atravesaban las partes más selváticas del globo.

Cuando terminan su servicio, se desprenden de los símbolos de la nación a que han estado sirviendo, hasta encontrar un nuevo amo. En los intervalos no llevan insignia alguna, siendo suficiente su correaje guerrero y sus amenazadoras armas para indicar su profesión.

La idea era buena, y Carthoris aprovechó la ocasión que le proporcionaba para dar satisfactoriamente cuentas de sí mismo. Había, sin embargo, un solo inconveniente. En tiempos de guerra, tales soldados de fortuna que se encuentran casualmente dentro de los dominios de una nación beligerante estaban obligados a llevar las insignias de aquel país y a luchar con sus guerreros. Según las noticias de Carthoris, Dusar no estaba en guerra con ningún otro país; pero jamás había declaración de guerra previa cuando una nación roja quería atacar a alguna de sus vecinas, aun cuando la gran y poderosa alianza, a cuya cabeza se encontraba su padre, John Carter hubiera trabajado para mantener una larga paz sobre la mayor parte de Barsoom.

Una agradable sonrisa iluminó el rostro de Hal Vas cuando Carthoris admitió su empleo militar.

—Me parece muy bien —exclamó el joven— que te hayas aventurado a llegar aquí, porque aquí encontrarás rápidamente el medio de entrar en servicio. Mi padre, Vas Kor, está aún conmigo, habiendo venido aquí a reclutar fuerzas para la nueva guerra contra Helium.

CAPÍTULO XII

Salvar a Dusar

Thuvia de Ptarth, luchando, más que por la vida. contra la lujuria de Jav, arrojó una rápida mirada por encima de su hombro hacia la selva de la que había salido el fiero rugido. Jav miró también.

Lo que vieron llenó a ambos de temor. ¡Era Komal, el dios banth, que se precipitaba con la boca abierta hacia ellos!

¿Qué presa había elegido? ¿Sería a los dos?

No tuvieron que esperar mucho tiempo, porque aunque el lothariano intentaba tener a la joven entre las terribles garras y él mismo, la gran bestia le atacó a él al fin.

Luego, gritando, intentó huir hacia Lothar, después de haber empuj ado a Thuvia sobre la fiera antropófaga. Pero su huida duró poco. En un instante, Komal estuvo sobre él, desgarrando su garganta y pecho con furia diabólica.

La muchacha corrió un momento después al lado de ambos; pero con gran dificultad pudo separar de su presa a la rabiosa fiera. Gruñendo aún y dirigiendo coléricas miradas a Jav, el león, al fin, se dejó conducir al bosque.

Con su gigantesco protector al lado, Thuvia emprendió el camino para hallar el paso a través de las montañas, a fin de poder intentar lo que parecía imposible: llegar al remoto Ptarth a través de más de diecisiete mil haads del salvaje Barsoom.

No podía creer que Carthoris la hubiese abandonado deliberadamente, y así, miraba constantemente a todas partes con la esperanza de verle: pero como se desvió demasiado lejos hacia el norte buscando el túnel, pasó lejos del camino del heliumita cuando volvía a Lothar para buscarla.

Thuvia de Ptarth encontraba dificultades para decidir qué lugar exacto ocupaba el príncipe de Helium en su corazón. No podía admitir, ni siquiera en su intimidad, que le amaba, y, sin embargo, le había permitido que le aplicase aquel término de cariño y posesión al cual una doncella barsomiana debería hacer sordos sus oídos, siempre que fuese pronunciado por otros labios que los de su marido o novio: «Princesa mía». Kulan Tith, jeddak de Kaol, a quien estaba prometida, poseía su respeto y admiración. ¿No habría sido que se había plegado a los deseos de su padre por el despecho de que el bello heliumita no hubiese aprovechado sus visitas a la Corte de su padre para pedir su mano, siendo así que ella se había creído completamente segura de que él la había deseando desde aquel remoto día en que ambos se habían sentado juntos en el tallado asiento del espléndido jardín de los jeddaks, que adornaba el patio interior del palacio de Salensus Olí, en Kadabra?

¿Amaba a Kulan Tith? Insistentemente procuraba creer que sí; pero al mismo tiempo sus ojos vagaban a través de la oscuridad que avanzaba, procurando distinguir la figura de un guerrero de perfectas proporciones, de cabellos negros y de ojos grises. Negro era el cabello de Kulan Tith, pero sus ojos eran negros.

Era casi de noche cuando halló la entrada del túnel. Sin incidente alguno pasó a través de los cerros situados al otro lado del mismo, y allí, bajo la brillante luz de las dos lunas de Marte, se detuvo a planear su acción futura.

¿Debería aguardar allí, con la esperanza de que Carthoris volviese en su busca? ¿O continuaría su camino hacia el nordeste, con dirección a Ptarth? ¿Adónde se habría dirigido en primer lugar Carthoris al salir del valle de Lothar?

Su garganta seca y boca polvorienta le dieron la respuesta: hacia Aaanthor y el agua. Bien; ella también iría primero a Aaanthor, donde podía encontrar algo más que el agua que necesitaba.

Con Komal a su lado tenía poco miedo, porque él la protegería de todas las demás bestias salvajes. Hasta los grandes monos blancos huirían con terror del poderoso banth. Sólo a los hombres tenía que temer; pero era preciso que corriera éste y otros muchos riesgos antes de llegar otra vez a la corte de su padre.

Cuando, al fin, Carthoris la encontró, sólo para ser derribado por la larga espada de un hombre verde, Thuvia había deseado correr la misma suerte.

La vista de los guerreros rojos saltando desde sus naves aéreas la había llenado por un momento de nueva esperanza; esperanza de que Carthoris de Helium no hubiera perdido más que el conocimiento, y de que ellos le rescatasen; pero cuando vio las insignias dusarianas sobre sus correajes y que sólo procuraban escapar con ella de la carga de los torquasianos, abandonó toda esperanza.

Komal también estaba muerto; muerto sobre el cuerpo del heliumita. Sólo ella, en verdad, quedaba. No tenía a nadie que la protegiese.

Los guerreros dusari anos la habían llevado al puente de la nave aérea más próxima. Alrededor de todas ellas, los guerreros verdes habían surgido, intentando arrebatarla de las manos del hombre rojo.

Al fin, los que no habían muerto en el combate, ganaron los puentes de los dos aparatos. Los motores latieron, emitiendo su ronroneo peculiar; las hélices empezaron a dar vueltas. Inmediatamente las veloces naves despegaron hacia los cielos.

Thuvia de Ptarth había mirado a su alrededor. Un hombre estaba cerca, sonriéndose burlonamente en su propia cara. Con una jadeo de reconocimiento miró de lleno a los ojos de él y luego, con un ligero gemido de terror y de entendimiento, ocultó su rostro entre sus manos y se dejó caer sobre el puente de pulimentada madera. Era Astok, príncipe de Dusar, quien se inclinaba hacia ella.

Veloces eran las naves de Astok de Dusar, y grande la necesidad de llegar a la corte del padre de aquél tan pronto como fuese posible, porque las flotas de guerra de Helium, de Ptarth y de Kaol se hallaban diseminadas, por todas partes sobre Barsoom. Y no le iría muy bien a Astok o a Dusar si alguna de ellas llegase a descubrir a Thuvia de Ptarth como prisionera en la propia nave de Astok.

Aaanthor se hallaba situado a cincuenta grados de latitud sur y a noventa al este de Horz, el emplazamiento abandonado de las antiguas cultura y civilización barsomianas, mientras que Dusar se hallaba a quince grados al norte del ecuador y a veinte al este de Horz.

Aunque la distancia era grande, las naves la recorrieron sin hacer una parada. Mucho antes de que hubieran alcanzado su destino, Thuvia de Ptarth había aprendido muchas cosas que aclaraban las dudas que habían asaltado su mente durante varios días. Apenas se habían elevado sobre Aaanthor, cuando había reconocido a uno de los tripulantes como miembro de la tripulación de aquella otra nave que la había llevado desde los jardines de su padre a Aaanthor. La presencia de Astok en la nave aclaraba todo el asunto. Había sido raptada por emisarios del príncipe dusariano; Carthoris de Helium no había tenido nada que ver en el asunto.

Y Astok no negó el cargo cuando ella le acusó. Se limitó a sonreír y a alabar su amor hacia ella.

—¡Antes me casaría con un mono blanco! —exclamó ella cuando él quiso insistir en cortejarla.

Astok la miraba ardiente y obstinadamente.

—Te casarás conmigo, Thuvia de Ptarth —gruñó él—, o, por tu primer antepasado, harás lo que prefieres y te casarás con un mono blanco.

La muchacha no respondió, ni él pudo conseguir entablar una conversación con ella durante la mayor parte del viaje. En efecto. Astok estaba algo asustado por las proporciones del conflicto que su rapto de la princesa ptarthiana había producido, y no estaba muy contento con el peso de la responsabilidad que la posesión de tal prisionera implicaba.

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