Pocos hombres rojos son buenos tiradores, porque la espada es su arma predilecta; así, ahora, cuando el dusariano disparó sobre la nave que se elevaba y oprimió el botón colocado sobre el cañón del rifle, debía el éxito parcial de su puntería más bien al azar que a la destreza.
El proyectil rozó el costado de la nave, rompiéndose suficientemente la cubierta opaca para permitir que la luz del día hiriese el pequeño depósito de pólvora contenido en la parte delantera de dicho proyectil. Produj ose una fuerte explosión. Carthoris sintió que su aparato daba tumbos, como un borracho, bajo sus pies, y, por último, la máquina se paró.
La velocidad adquirida por la nave aérea siguió impulsándola sobre la ciudad llevándola hacia el fondo submarino al otro lado de la misma.
El guerrero rojo, en la plaza, seguía haciendo disparos, ninguno de los cuales alcanzaba su blanco. Luego, un alto alminar ocultó a su vista el blanco móvil.
A lo lejos, ante él, Carthoris podía ver al guerrero verde conduciendo a Thuvia de Ptarth sobre su poderoso thoat. La dirección de su huida era la del noroeste de Aaanthor, donde se extendía una región montañosa poco conocida para los hombres rojos.
El heliumita concentraba ahora su atención en su aparato averiado. Un detenido examen reveló el hecho de que uno de los depósitos que contienen la esencia impulsiva había sido perforado; pero el mecanismo propiamente dicho estaba intacto.
Un casco del proyectil había estropeado una de las palancas de la dirección de tal modo, que la reparación no era posible fuera del taller; pero, después de muchos esfuerzos, Carthoris consiguió dar a su aparato herido una velocidad lenta, que no podía aproximarse a la marcha rápida del thoat, cuyas ocho largas y fuertes patas le llevaban sobre la vegetación ocre del fondo del mar Muerto a una extraordinaria velocidad.
El príncipe de Helium se desalentaba e impacientaba por la lentitud de su persecución; sin embargo, se felicitaba de que la avería no fuese mayor, porque ahora podía, al menos, adelantar más rápidamente que a pie.
Pero hasta esta pequeña satisfacción le falló pronto, porque la nave empezó a inclinarse hacia babor y la proa. El desperfecto había sido, sin duda, más grave de lo que al principio había creído.
La mayor parte de aquel largo día, Carthoris navegó trabajosamente y sin rumbo fijo a través del aire tranquilo; la proa de la nave, hundiéndose cada vez más, y la inclinación hacia la proa haciéndose cada vez más alarmante, hasta que, al fin, siendo ya casi de noche, flotaba casi proa abajo. Había colgado su arnés de una pesada argolla del puente para que su peso no le precipitase a tierra.
Su movimiento de avance se limitaba ahora al lento impulso que le daba la suave brisa que soplaba del sudeste, y cuando ésta cesó al ponerse el sol, se vio obligado a dejar descender a su aparato hasta tocar con la alfombra musgosa que debajo del mismo se extendía.
Delante de él y a gran distancia se elevaban las montañas hacia las cuales el hombre verde huía cuando le había visto por última vez, y, con tenaz resolución, el hijo de John Carter, dotado de la indomable voluntad de su poderoso padre, emprendió la persecución a pie.
Durante toda aquella noche siguió avanzando hasta que, al despuntar de un nuevo día, llegó a las faldas de los cerros que guardan los alrededores de la fortaleza de las montañas de Torquas.
Asperos muros de granito se elevaban ante él. Por ninguna parte podía ver una abertura en la formidable barrera; sin embargo, por alguna parte el guerrero verde había introducido en aquel inhospitalario mundo de piedra a la mujer deseada por el corazón del hombre rojo.
A través del blando musgo del fondo submarino no se veía ninguna huella que pudiera seguirse, porque las patas almohadilladas del thoat apenas oprimían en su rápido paso la elástica vegetación, que volvía a levantarse tras sus suaves pasos, no dejando señal alguna.
Pero aquí en los cerros, donde de cuando en cuando el camino estaba sembrado de rocas disgregadas; donde la oscura tierra gredosa y las flores silvestres reemplazaban en parte a la triste monotonía de los lugares desiertos de las tierras bajas, Carthoris esperaba hallar alguna señal que lo condujese en la debida dirección.
Sin embargo, por más que buscaba, el nebuloso misterio del sendero parecía que probablemente quedaría para siempre insoluble.
Una vez más se acercaba el fin del día cuando la penetrante mirada del heliumita distinguió el color amarillo oscuro de una curtida piel que se movía entre los peñascos, a varios cientos de metros a su izquierda.
Agachándose rápidamente detrás de una gran roca, Carthoris observó aquel objeto que se presentaba a su vista. Era un enorme banth, uno de aquellos leones salvajes barsomianos que corretean por los desolados cerros del moribundo planeta. Su nariz olfateaba la tierra. Era evidente que estaba rastreando por el olor la carne humana.
A medida que Carthoris le observaba, una gran esperanza penetraba en su corazón. Allí acaso estuviese la solución del misterio que había estado intentando resolver. Aquel carnívoro hambriento, ansioso siempre por encontrar carne humana, podría estar rastreando ahora el lugar en que se encontraban aquellos dos a quienes Carthoris buscaba.
El joven salió, con precaución, al sendero en que se encontraba el antropófago. Este se movía a lo largo del pie de la peña perpendicular, olfateando la invisible huella y emitiendo de cuando en cuando el grave rugido propio del banth cuando está de caza.
Carthoris había seguido a la fiera sólo durante pocos minutos, cuando desapareció tan repentina y misteriosamente como si se hubiera disuelto en el tenue aire.
Carthoris dio un salto. No debía ser engañado otra vez por la fiera como lo había sido antes por el hombre. Avanzó a grandes saltos, y a un paso nunca aminorado, hacia el lugar en que por última vez había visto al enorme bruto.
Ante él se alzaba la desnuda peña, cuya superficie no presentaba ninguna abertura en la que el enorme banth pudiera haber ocultado su abultada osamenta. A su lado tenía una pequeña y lisa muralla, no más ancha que el puente de una nave aérea para diez tripulantes, y que no se elevaba a mayor altura que la de dos veces su propia estatura. ¿Acaso se ocultaría la fiera detrás de aquella muralla? La bestia podía haber descubierto el rastro del hombre y estar ahora en acecho de una presa más fácil.
Con precaución, y con su larga espada desnuda, Carthoris rodeó la roca. Allí no había ninguna fiera, pero había algo que le sorprendió infinitamente más de lo que le hubiese podido sorprender la presencia de veinte leones.
Ante él se abría la boca de una lóbrega caverna que penetraba profundamente en el subsuelo. La bestia podía haber desaparecido en aquella cavidad. ¿Era aquélla su guarida? Dentro de su tenebroso y vedado interior, ¿no podían ocultarse, no una, sino muchas de aquellas espantosas criaturas?
Carthoris no lo sabía, ni a causa del pensamiento que le había estimulado a avanzar en el sendero de la fiera, pensamiento que se sobreponía entonces a todos los demás, se había cuidado mucho de saberlo, porque le parecía seguro que dentro de aquella lóbrega caverna el animal había seguido el rastro del hombre verde y de su cautiva, y dentro de ella él seguiría también el mismo rastro, contento con dar su vida en servicio de la mujer a quien amaba.
Ni un instante vaciló, y sin embargo, no avanzó temerariamente, sino que con la espada preparada y cautelosos pasos, porque el camino estaba oscuro, se deslizó furtivamente en el interior. A medida que avanzaba, la oscuridad se convertía en impenetrable negrura.
La raza maravillosa
El extraño túnel (porque Carthoris estaba ahora convencido de que tal era la naturaleza de lo que él al principio había creído que no era sino una caverna) conducía al subsuelo, a lo largo de un suelo ancho y suave.
De cuando en cuando podía oír, delante de él, los profundos rugidos del banth, y a su espalda se oía, a su vez, un ruido semejante. ¡Otro banth había entrado por el mismo camino!
Su situación no era nada agradable. Sus ojos no podían penetrar la oscuridad, que no le permitía ni siquiera ver su mano delante de la cara, en tanto que los leones, como él sabía, podían ver perfectamente, aun cuando la ausencia de la luz fuese extrema.
Aparte de los inquietantes rugidos de las dos fieras sanguinarias que caminaban delante y detrás, respectivamente, de él, ningún otro sonido llegaba a sus oídos.
El túnel había seguido recto desde el lugar por donde Carthoris había entrado, por debajo del costado de la roca más lejana del resto de los inexpugnables peñascos, hacia la enorme barrera que por tanto tiempo le había burlado.
Ahora corría casi a nivel, y poco después notó Carthoris una subida gradual.
La fiera que caminaba detrás de él iba comiéndole el terreno, empujándole peligrosamente hacia la otra fiera que caminaba delante. Algún tiempo más, y tendría que hacer frente a una de ellas, o a las dos. El joven apretaba cada vez con mayor fuerza su espada.
Ahora podía oír la respiración de la bestia que caminaba delante. No podría demorar el encuentro por mucho más tiempo.
Mucho hacía que había adquirido la seguridad de que el túnel llegaba hasta debajo de las rocas que se encontraban al lado opuesto de la barrera, y había abrigado la esperanza de llegar a terreno descubierto antes de verse obligado a luchar desesperadamente con cualquiera de los dos monstruos.
El sol iba ya poniéndose cuando había entrado en el túnel, y el camino había sido suficientemente largo para asegurarle de que la oscuridad reinaba ahora sobre el mundo exterior.
Se volvió y lanzó una mirada. Brillando como llamas en la oscuridad, aproximadamente a no más de diez pasos detrás de él, relumbraban dos puntos chispeantes. Cuando los fieros ojos se encontraron con los suyos, la bestia lanzó un espantoso rugido, y entonces Carthoris acometió.
Para hacer frente a aquella salvaje montaña de arrolladora ferocidad, para permanecer inconmovible ante las repulsivas garras que sabía se encontraban ya desnudas en su atroz sed de sangre aunque no podía verlas, se necesitaban nervios de acero; pero así eran los de Carthoris de Helium.
Contaba con los ojos de la fiera para guiar su puntería, y tan certera como la mano de su valiente padre, la suya dirigió la aguda punta de la espada a una de aquellas órbitas llameantes, saltando, inmediata y ágilmente, a un lado.
Lanzando un espantoso rugido de dolor y de rabia, el herido banth se adelantó, casi a rastras, hasta pasar al otro lado de su enemigo. Luego volvió a la carga, pero esta vez Carthoris no vio sino un solo punto resplandeciente de fiero odio dirigido sobre él.
Otra vez la aguda punta de la espada alcanzó su relampagueante blanco. Otra vez el horroroso aullido de la bestia herida resonó en el rocoso túnel, helando la sangre con su grito lleno de dolor, ensordeciendo con su terrible extensión.
Pero ahora, al volverse para cargar de nuevo, el hombre no tuvo punto de mira para dirigir el golpe. Oyó el ruido que las patas producían al arañar el suelo rocoso. Supo que la fiera iba a lanzarse sobre él una vez más, pero no podía ver nada.
Sin embargo, si bien no podía ver a su antagonista, tampoco éste podía verlo a él. Saltando, como pensó, al centro justo del túnel mantuvo la punta de su espada dispuesta a la misma altura del pecho de la bestia. Esto era cuanto podía hacer, esperando que la suerte dirigiese el golpe al corazón salvaje cuando él se encontrase debajo del voluminoso cuerpo del animal.
Tan rápidamente había pasado la fiera al otro lado de Carthoris, que éste pudo apenas creer a sus sentidos cuando el potente animal lo acometió frenéticamente por detrás. O porque Carthoris no se había colocado en el centro mismo del túnel, o por alguna otra causa, el animal, cegado por la rabia, había errado sus cálculos.
Sin embargo, el enorme cuerpo dejó de alcanzarle sólo por la distancia de un brazo, y la fiera siguió túnel abajo, como si persiguiese la presa que se le había escapado.
Carthoris siguió también la misma dirección, y no pasó mucho tiempo antes de que su corazón se sintiese aliviado, al ver la salida, a la luz de la luna, de aquel largo y tenebroso pasaje.
Ante él se abría una profunda cavidad, enteramente rodeada de gigantescos peñascos. La superficie del valle estaba salpicada de enormes árboles; extraña vista tan lejos de un acueducto marciano. La tierra misma estaba vestida de un brillante césped escarlata, salpicado de innumerables retazos de espléndidas flores silvestres. Bajo el espléndido brillo de las dos lunas, la escena resultaba de un indescriptible agrado, matizada con la magia de un extraño encantamiento.
Sólo por un instante, sin embargo, descansó la mirada de Carthoris sobre las bellezas naturales que ante él se extendían. Casi inmediatamente se trocaron por la forma de una gran bestia que se encontraba sobre el cadáver de un thoat recién muerto.
La enorme bestia, con su parda melena agitándose alrededor de su repulsiva cabeza, tenía sus ojos fijos sobre otro banth que corría, erráticamente, de un lado para otro, lanzando agudos quejidos de dolor y horrorosos rugidos de odio y de rabia.
Carthoris dedujo rápidamente que la segunda fiera era la que él había cegado durante la lucha en el túnel; pero el thoat muerto ocupaba su atención más que ninguno de los dos carnívoros salvajes.
El arnés aún estaba sobre el cuerpo de la corpulenta cabalgadura marciana, y Carthoris no podía dudar que se trataba del mismo animal sobre el que el guerrero verde había raptado a Thuvia de Ptarth.
Pero ¿dónde estaba el jinete y su prisionera? El príncipe de Helium se estremecía al pensar en la probable suerte que habrían tenido.
La carne humana es el alimento más apetecido por el fiero animal barsomiano, cuyo gran cuerpo y enorme fuerza requieren masivas cantidades de carne para su mantenimiento.
Dos cuerpos humanos hubieran servido no más que para entretener el apetito de la fiera, y a Carthoris le parecía más que probable que ella había dado muerte y devorado al hombre verde y a la muchacha roja. Había dejado el cadáver del corpulento thoat para devorarlo después de haber comido la parte menor y más apetitosa de su banquete. Ahora, el banth ciego, en su salvaje y desatinada carga y contracarga, había pasado más allá de la víctima de su compañero, y allí la ligera brisa que soplaba le dio el olor de nueva sangre.