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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (5 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
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Carthoris no esperó a ver más. Echando mano a la palanca de la dirección, condujo su aparato, en un directo picado, a tierra.

El hombre verde llevaba apresuradamente a su cautiva hacia un enorme thoat que ramoneaba en la vegetación de color ocre de la en otro tiempo plaza de espléndido color escarlata. En el mismo instante una docena de guerreros rojos saltaba desde el portal de un palacio de ersita próximo, persiguiendo al raptor con las espadas desnudas y dando gritos de rabia.

Una vez la mujer volvió el rostro hacia arriba, hacia la nave descendente, y en su única y rápida mirada Carthoris vio que era Thuvia de Ptarth.

CAPÍTULO IV

Cautiva de un Hombre Verde

Cuando la luz del día despuntó sobre el pequeño aparato, a cuyo puente la princesa de Ptarth había sido arrebatada del jardín de su padre, Thuvia vio que la noche había producido un cambio en sus raptores.

Ya no brillaba su indumentaria con las enseñas de Dusar, sino que, en vez de éstas, se veían allí las insignias del príncipe de Helium.

La muchacha sintió sus esperanzas renovadas, porque no podía creer que en el corazón de Carthoris pudiera haber intención alguna de hacerle daño.

Ella habló al guerrero que conducía el aparato aéreo.

—Anoche llevabas las insignias de un dusariano dijo—. Ahora llevas las de Helium. ¿Qué significa eso?

El hombre la miró e hizo una mueca.

—El príncipe de Helium no es un loco —contestó.

Precisamente entonces salió un oficial del pequeño camarote. Éste reprendió al guerrero por conversar con la prisionera, y él mismo no quiso responder a ninguna de las preguntas de la muchacha.

Ningún daño sufrió la joven durante el viaje, y así llegaron al fin de su destino, sin que Thuvia supiese, nada más que al principio, de sus raptores o de sus propósitos.

La nave aérea descendió lentamente en la plaza de uno de aquellos monumentos mudos del pasado muerto y olvidado de Marte; las desiertas ciudades que bordean los tristes fondos marinos de color de ocre, donde antiguamente habían rodado las furiosas olas y sobre cuyo pecho se había agitado el comercio marítimo de los pueblos que han muerto para siempre.

Thuvia de Ptarth no era ajena a aquellos lugares. Durante sus excursiones en busca del río Iss, ella había seguido el camino que, durante interminables eras, había sido el de la última larga peregrinación de los marcianos hacia el valle de Dor, donde está el perdido Mar de Korus; ella había encontrado varios de aquellos tristes restos de la grandeza y de la gloria del antiguo Barsoom.

Y también durante su vuelo desde los templos de los Sagrados Therns con Tars Tarkas, jeddak de Thark, había visto aquellos lugares con sus mágicos y fantasmales habitantes, los grandes monos blancos de Barsoom.

Ella sabía también que muchos de ellos eran frecuentados ahora por las tribus nómadas de hombres verdes; pero que, entre todos ellos, no había ninguna ciudad que los hombres rojos no evitasen, porque, sin excepción, se encontraban en medio de territorios extensos y sin agua, inapropiados para la civilización sedentaria de la raza dominante de Marte.

¿Por qué, entonces, la llevarían a semejante lugar? Sólo había una respuesta. El objetivo de su empresa debía requerirle el buscar el aislamiento que ofrecía una ciudad muerta. La muchacha temblaba pensando en su suerte.

Durante dos días sus raptores la retuvieron en un enorme palacio que, aunque en decadencia, reflejaba el esplendor del siglo que su juventud había conocido.

Precisamente antes del amanecer del tercer día había sido despertada por las voces de dos de sus raptores.

—Él debe estar aquí al amanecer —decía uno de ellos—. Tenla preparada en la plaza; de otro modo, nunca desembarcará. En cuanto vea que está en un país extraño, partirá; me parece que el plan del príncipe flaquea en este punto.

—No había otro remedio —replicó el otro—. Será un éxito reunir aquí a ambos, y aun cuando no lográsemos atraerle a tierra, habríamos hecho mucho.

Precisamente entonces, el que estaba hablando sorprendió la mirada de Thuvia, que caía sobre él, y que consistía en un rayo de luz lanzado con rápido movimiento por Thuvia durante su loca carrera a través del cielo.

Haciendo una rápida seña al otro, dejó de hablar, y, avanzando hacia la joven, le hizo señas para que se levantase. Entonces la condujo, en la oscuridad de la noche, hacia el centro de la gran plaza.

—Quédate aquí —ordenó— hasta que vengamos a buscarte. Vigilaremos, y si intentas escapar, no lo pasarías muy bien; te haré algo peor que matarte. Tales son las órdenes del príncipe.

Entonces el hombre volvió la espalda y se dirigió hacia el palacio, dejándola sola en medio de los invisibles terrores de la ciudad frecuentada por los espíritus, porque es cierto que aquellos lugares estaban frecuentados por los espíritus, según la creencia de muchos marcianos, que se aferraban todavía a una antigua superstición que decía que los espíritus de los Sagrados Therns que morían antes que pasasen los mil años que debían vivir transmigraban a los cuerpos de los grandes monos blancos.

Para Thuvia, sin embargo, el riesgo de que la atacase una de aquellas bestias feroces, semejantes al hombre, era más que suficiente. Ella ya no creía en la fantástica transmigración del alma, que los therns le habían enseñado antes que hubiese sido rescatada de sus garras por John Carter; pero conocía bien la horrible suerte que le aguardaba si, por casualidad, alguna de aquellas terribles bestias la sorprendía durante sus nocturnas correrías. ¿Qué era aquello?

Seguramente, no podía engañarse. ¡Algo se había movido sigilosamente en la sombra de uno de los grandes monolitos que bordean la avenida por el lugar en que desemboca en la plaza, al lado opuesto al lugar en que ella se encontraba! Thar Ban, jed de las hordas de Torquas, cabalgaba velozmente a través de la vegetación ocre del fondo del mar Muerto, hacía las ruinas del antiguó Aaanthor.

El oficial había cabalgado mucho aquella noche, y muy de prisa, y acababa de llegar del saqueo del incubador de una horda verde vecina con la cual las hordas de Torquas estaban guerreando continuamente.

Su gigantesco thoat no estaba, ni mucho menos, fatigado. «Sin embargo, sería bueno —pensaba Thar Ban— permitirle que pastase el musgo ocre que crece a mayor altura dentro de los patios cercados de las ciudades desiertas, en que el suelo es más rico que los fondos marinos y las plantas están resguardadas, en parte, del sol durante el expuesto día de Marte.»

En los delgados vástagos de esas plantas, que parecen estar secas, hay suficiente humedad para satisfacer la necesidad de los enormes cuerpos de los corpulentos thoats, que pueden resistir meses enteros sin beber agua, y durante días enteros hasta sin la ligera humedad que el musgo ocre contiene.

Cuando Thar Ban cabalgaba, sin hacer ruido, por la ancha avenida que conduce desde los muelles de Aaanthor a la gran plaza central, él y su montura podrían haber sido tomados por espectros de un mundo de ensueños: tan grotescos eran el hombre y la bestia, tan silenciosamente caminaban los acolchados pies sin pezuñas del gran thoat sobre el enlosado, cubierto de feraz y crecido musgo, del antiguo pavimento. El hombre era un bello ejemplar de su raza. Medía no menos de dos metros y medio. La luz de la luna reverberaba en su sedosa piel verde, brillando sobre las joyas de su pesado arnés y los ornamentos que engalanaban sus cuatro musculosos brazos, mientras que los colmillos, vueltos hacia arriba, que sobresalían de su quijada inferior, relucían blancos y terribles.

A un costado de su thoat colgaban su largo rifle de radio y su enorme lanza, de quince metros de longitud y de contera de metal, mientras que de su propio arnés pendían sus dos espadas, larga y corta, lo mismo que sus otras armas más cortas.

Sus prominentes ojos y sus orejas, semejantes a antenas, giraban constantemente de un lado a otro, porque Thar Ban estaba todavía en tierra enemiga y también existía la continua amenaza de los grandes monos blancos, de los cuales John Carter acostumbraba decir que eran las únicas criaturas que podían producir aunque sólo fuese la más remota semejanza del miedo en los pechos de aquellos fieros habitantes de los fondos de los mares muertos.

Cuando el jinete se acercaba a la plaza, refrenó, repentinamente, su cabalgadura. Sus finas y tubulares orejas se pusieron rígidas, inclinándose hacia adelante. Un sonido inesperado había llegado hasta ellas. ¡Voces! Y donde había voces, fuera de las de Torquas, había también enemigos. Todo el ancho Barsoom no contenía sino enemigos para los fieros torquasianos. Thar Ban desmontó. Manteniéndose a la sombra de los grandes monolitos que bordeaban la avenida de los muelles del dormido Aaanthor, se aproximó a la plaza. Inmediatamente detrás de él, como un perro que le siguiese, pisándole los talones, iba el thoat de color gris pizarra; su blanco vientre, sombreado por el cañón del rifle; sus pies, de vivo color amarillo, hundiéndose en el musgo, amarillo también, que crecía bajo ellos.

En el centro de la plaza, Thar Ban vio la figura de una mujer roja. Un guerrero rojo estaba conversando con ella.

Ahora el hombre volvió sobre sus pasos, dirigiéndolos al palacio situado al lado opuesto de la plaza. Thar Ban le siguió con la vista hasta que desapareció dentro del portal, abierto de par en par. ¡Thar Ban tenía en su poder un prisionero muy importante! Rara vez una hembra de sus seculares enemigos caía en manos de un hombre verde. Thar Ban se lamió los finos labios.

Thuvia de Ptarth contemplaba la sombra que se extendía por detrás del monolito, a la entrada de la avenida que tenía enfrente. Esperaba que no fuese sino una visión provocada por una imaginación sobreexcitada.

¡Pero no! Ahora la veía, clara y distintamente, moverse. Avanzaba por detrás del monolito de ersita que, a manera de escudo y de pantalla, la protegía y la ocultaba.

La repentina luz del sol saliente cayó sobre él. La joven tembló. El bulto cuya sombra había visto era un descomunal guerrero verde.

Rápidamente saltó hacia ella. La muchacha gritó e intentó huir; pero apenas se había vuelto hacia el palacio cuando una mano gigantesca cayó sobre su brazo; fue zarandeada y medio arrastrada fue conducida hacia un enorme thoat que pacía tranquilamente, al otro lado de la entrada de la avenida, el musgo ocre de la plaza.

En aquel mismo instante la joven levantó su rostro en dirección del sonido chirriante que producía alguna cosa que pasaba por encima de ella, y allí vio una aeronave que descendía hacia ella, la cabeza y los hombros de un hombre que se inclinaba sobre el costado del vehículo; pero las facciones de aquel hombre estaban muy veladas por la sombra, de manera que no pudo reconocerlas.

Por detrás de ella se dejaron oír los gritos de sus raptores rojos. Estos corrían frenéticamente al encuentro de aquel que osaba robar lo que ellos habían robado antes.

Cuando Thar Ban llegó al lado de su montura, cogió rápidamente de su funda el largo rifle de radio, y, volviéndose, hizo tres disparos sobre los hombres rojos que avanzaban.

Tal es la habilidad que estos salvajes marcianos tienen en el tiro, que los tres guerreros rojos cayeron en su camino, porque otros tantos proyectiles reventaron sus entrañas. Los demás se detuvieron, y no osaron contestar al fuego por temor de herir a la joven.

Entonces Tar Ban montó, en su thoat, llevando a Thuvia de Ptarth en sus brazos, y dando un grito de salvaje triunfo desapareció por la bajada del negro cañón de la avenida de los Muelles, entre los ceñudos palacios del olvidado Aaanthor.

La nave de Carthoris no había aún tocado tierra cuando saltó desde el puente para correr tras el veloz thoat, cuyas ocho largas patas le conducían, avenida abajo, a la velocidad de un tren expreso; pero los hombres de Dusar que habían quedado con vida no tenían la intención de consentir que se les escapase una presa tan valiosa.

Habían perdido a la joven. Difícil sería explicárselo a Astok; pero si conseguían llevarle, en cambio, al príncipe de Helium, podían esperar que les sirviese para calmar la cólera de su señor.

Así; los tres que habían quedado con vida cayeron sobre Carthoris con sus largas espadas, gritándole que se rindiese; pero del mismo modo y con el mismo resultado hubieran podido gritar a Thuvia que cesase en su veloz carrera a través del firmamento marciano, porque Carthoris de Helium era un verdadero hijo del héroe de Marte, John Carter, y de su incomparable Dejah Thoris.

La larga espada de Carthoris estaba ya en su mano cuando había saltado desde el puente de su aparato; así, en el momento en que se dio cuenta de la amenaza de los tres guerreros rojos, se volvió para hacerles frente, recibiendo su acometida como sólo John Carter mismo lo hubiera hecho.

Tan rápido era el movimiento de su espada, tan poderosos y ágiles sus músculos semiterrestres, que uno de sus contrarios cayo en tierra, tiñendo de rojo el musgo ocre con su sangre, cuando apenas había dado un solo paso hacia Carthoris.

Ahora los dos dusarianos restantes se arrojaron simultáneamente sobre el heliumita. Tres largas espadas chocaron y centellearon a la luz de la luna, hasta que los grandes monos blancos, despertados de su sueño, treparon a las ventanas de la ciudad muerta para presenciar la sangrienta escena que bajo ellos se desarrollaba.

Tres veces fue alcanzado Carthoris, y su roja sangre le corría por el rostro, cegándole y tiñendo su ancho pecho. Con su mano libre enjugaba la sangre de sus ojos, y con la misma sonrisa que su padre cuando combatía en las batallas sobre los labios, saltaba sobre sus enemigos con renovada furia.

Un solo tajo de su pesada espada cortó la cabeza de uno de ellos, y, entonces, el otro, volviendo la espalda para retirarse de aquel mortífero lugar, huyó hacia el palacio que tenía detrás.

Carthoris no dio un solo paso para perseguirlo.

Tenía otro pensamiento distinto del de la imposición de un bien merecido castigo a los extraños que se habían disfrazado con las insignias de su propia casa, porque él había visto que aquéllos estaban disfrazados con las insignias que distinguían a sus propios soldados.

Volviendo rápidamente a su aparato, se elevó en seguida sobre la plaza en persecución de Tar Ban.

El guerrero rojo, a quien había puesto en fuga, volvió a presentarse en la entrada del palacio, y comprendiendo la intención de Carthoris, cogió un rifle de los que él y sus compañeros habían dejado apoyados en el muro cuando habían salido precipitadamente con sus espadas desnudas para impedir el robo de su prisionera.

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