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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (2 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
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—Di al príncipe Sovan —ordenó que es nuestro deseo que la flota que partió para Kaol esta mañana sea llamada para que vuelva a cruzar hacia el Oeste de Ptarth.

Cuando la nave guerrera que conducía a Astok, de regreso a la Corte de su padre, torció hacia el Oeste, Thuvia de Ptarth, sentada en el mismo banco en que el príncipe de Dusar la había ofendido, observaba las luces parpadeantes del aparato aéreo, que iban haciéndose cada vez más pequeñas a medida que se alejaba. Al lado de ella, a la brillante luz de la luna más próxima, estaba sentado Carthoris. Sus ojos no se fijaban en el oscuro bulto de la nave de guerra; sino en el perfil del rostro, vuelto hacia arriba, de la joven.

—Thuvia —susurró.

La joven volvió sus ojos hacia los de él. La mano de él se adelantó al encuentro de la de ella; pero la joven retiró suavemente la suya.

—¡Thuvia de Ptarth, te amo! —exclamó el joven guerrero—. Dime que esto no te ofende. Ella movió tristemente su cabeza.

—El amor de Carthoris de Helium —dijo sencillamente— no puede ser sino un honor para cualquier mujer; pero no debes hablar, amigo mío, de concederme lo que yo no te puedo devolver.

El joven se puso lentamente en pie. Sus ojos se dilataron de asombro. Nunca se le había ocurrido al príncipe de Helium que Thuvia de Ptarth pudiese amar a otro.

—Pero en Kadabra —exclamó—, y más tarde aquí en la Corte de tu padre, ¿qué has hecho, Thuvia de Ptarth, que haya podido advertirme de que no podías corresponder a mi amor?

—¿Y qué he hecho, Carthoris de Helium —respondió—, que te haya hecho imaginar que yo correspondía al mismo?

El se detuvo pensativo, y después negó con la cabeza.

—Nada, Thuvia, es verdad; no obstante, hubiera jurado que me amabas. Es cierto que sabes bien que próximo a la adoración ha estado mi amor por ti.

—¿Y cómo lo conocería, Carthoris? —preguntó inocentemente—. ¿Me lo has dicho alguna vez? ¿Han salido alguna vez antes palabras de amor hacia mí de tus labios?

—Pero ¡hubieras debido imaginarlo! —exclamó él—. Yo soy como mi padre: torpe en los asuntos del corazón y rudo en mi trato con las mujeres; sin embargo, las joyas de las que están sembrados los paseos de este jardín real, los árboles, las flores, el césped, todas las cosas deben de haber leído el amor que ha llenado mi corazón desde la primera vez que mis ojos se detuvieron en la contemplación de tu rostro perfecto y de la perfección absoluta de tu cuerpo; así, ¿cómo tú sola has podido estar ciega hasta el punto de no verlo?

—Las doncellas de Helium, ¿seducen a sus pretendientes?preguntó Thuvia.

—¡Estás jugando conmigo! —exclamó Carthoris—. ¡Reconoce que no haces más que jugar, y que, después de todo me amas, Thuvia!

—No puedo decírtelo; Carthoris porque estoy prometida a otro.

El tono de su voz era tranquilo, pero ¿no había en él un poso de enorme y profunda tristeza? ¿Quién podría decirlo?

—¿Prometida a otro?

Carthoris apenas pudo pronunciar estas palabras. Su rostro casi se puso blanco, y entonces su cabeza se irguió como convenía a aquel por cuyas venas corría la sangre del superhombre de un mundo.

—Carthoris de Helium te desea toda clase de felicidades con el hombre de tu elección —dijo—. Con…

Y luego vaciló, esperando que ella dijere el nombre.

—…Kulan Tith, jeddak de Kaol —replicó ella—. El amigo de mi padre y el más poderoso aliado de Ptarth.

El joven la miró fijamente por un momento, antes de volver a hablar.

—¿Le amas, Thuvia de Ptarth? —preguntó.

—Soy su prometida —replicó ella simplemente.

El no la importunó.

—El es de la más noble sangre de Barsoom y uno de los más poderosos guerreros —musitó Carthoris—. El amigo de mi padre y el mío. ¡Ojalá que hubiera sido otro! —murmuró casi salvajemente.

Lo que la muchacha pensaba estaba oculto por la máscara de su expresión, sólo turbada por una débil sombra de tristeza que podía haber sido por Carthoris, por ella misma o por ambos.

Carthoris de Helium no preguntó, aunque lo notó, porque su lealtad para Kulan Tith era la lealtad de la sangre de John Carter, de Virginia, para con un amigo, mayor de lo que podía ser ninguna otra lealtad.

El llevó a sus labios la mano adornada con magníficas joyas de la joven.

—Por el honor y la felicidad de Kulan Tith y la joya inestimable que le ha sido concedida —dijo, y aunque su voz era un tanto ronca, había en ella el timbre de la sinceridad—. Te dije que te amaba, Thuvia, antes de saber que estabas prometida a otro. No puedo volver a decírtelo; pero me alegro de que lo sepas, porque no hay deshonor en ello ni para ti, ni para Kulan Tith, ni para mí mismo. Mi amor es tal, que puede incluir al mismo Kulan Tith, si le amas.

Había casi una interrogación en aquella afirmación.

—Soy su prometida —replicó.

Carthoris se retiró lentamente. Puso una mano sobre su corazón y la otra sobre el pomo de su larga espada.

—Estos son tuyos para siempre —dijo.

Un momento después había entrado en el palacio, ocultándose a la mirada de la joven.

Si hubiera vuelto de repente, la habría encontrado reclinada en el banco de piedra con el rostro apoyado en sus manos. ¿Estaba llorando? Nadie había que pudiera verlo.

Carthoris de Helium había llegado, sin anunciarse, a la Corte del amigo de su padre, aquel día. Había llegado solo, en un pequeño aparato aéreo, seguro de la buena acogida que siempre se le había dispensado en Ptarth. Como no había habido ninguna formalidad en su llegada, no existía motivo para pregonar su partida.

Dijo a Thuvan Dhin que su viaje no había tenido más fin que el de hacer la prueba de un invento suyo, del que había provisto a su aparato, un adelanto ingenioso en la brújula ordinaria marciana para la navegación aérea, la cual, una vez puesta en determinada dirección, permanecería constantemente fija en la misma, siendo necesario únicamente el mantener la proa de una nave siempre en la dirección de la aguja de la brújula para llegar a cualquier punto dado de Barsoom por el camino más corto.

La mejora de Carthoris en esa materia consistía en un mecanismo auxiliar que ponía en movimiento al aparato, mecánicamente, en la dirección indicada por la brújula, y al llegar directamente al sitio indicado por ella, le hacía pararse y descender, también mecánicamente, a tierra.

—Pronto comprenderás las ventajas de este invento —decía a Thuvan Dhin, que le había acompañado a la pista de aterrizaje, situada sobre el tejado del palacio, para inspeccionar la brújula, y dijo adiós a su joven amigo. Una docena de oficiales de la Corte con varios asistentes, estaban agrupados detrás del jeddak y de su huésped, escuchando muy atentamente la conversación; tan atentamente por parte de uno de los asistentes, que fue por dos veces reprendido por uno de los nobles por su indiscreción en adelantarse a sus superiores para ver el intrincado mecanismo de la maravillosa «brújula destinada para la dirección», como se llamaba al aparato.

—Por ejemplo —seguía diciendo Carthoris—, tengo ante mí un viaje que me ocupará toda una noche, como el de hoy. Pongo la aguja indicadora aquí, en el cuadrante que está a la derecha, que representa el hemisferio oriental de Barsoom, de manera que la punta esté fija sobre la longitud y la latitud exactas de Helium. Luego pongo en movimiento la máquina, me envuelvo en mis pieles para dormir y, con las luces encendidas, corro a través del aire hacia Helium, confiado en que a la hora señalada descenderé suavemente en el desembarcadero, en mi propio palacio, ya siga durmiendo o ya esté despierto.

—Con tal de que —sugirió Thuvan Dhin— no colisiones con algún otro viajero nocturno entre tanto.

Carthoris sonrió.

—No hay peligro de eso —replicó—. Mirad aquí —e indicó un pequeño aparato colocado a la derecha de la «brújula de destino»—. Éste es mi «evasor de colisiones», como le llamo. Este aparato es el interruptor, que acciona o cierra el mecanismo. El instrumento mismo está bajo el puente y acciona al motor y a las palancas de la dirección. Es sencillísimo, siendo nada más que un generador de radio que emite ondas en todas las direcciones, hasta una distancia de cien yardas, poco más o menos, de la nave. Si esta fuerza envolvente fuese interrumpida en cualquier dirección, un delicado instrumento advierte inmediatamente la irregularidad, imprimiendo al mismo tiempo un impulso a un aparato magnético que, a su vez, acciona al mecanismo del motor, desviando al aparato del obstáculo hasta que el radio de emisión del aparato deja de estar en contacto con el obstáculo; entonces vuelve a la dirección que antes llevaba. Si el obstáculo se aproximara por detrás del aparato, como en el caso de otro aparato que navegase a mayor velocidad, con peligro de alcanzarme, el mecanismo actúa sobre el taquímetro lo mismo que sobre el motor, y el aparato aumenta su velocidad hacia adelante, ya subiendo, ya bajando, según el aparato que se vaya echando encima esté en un plano más bajo o más alto que el otro aparato. En casos graves, esto es, cuando las obstrucciones son varias o de tal naturaleza que exijan la desviación de la nave a más de cuarenta y cinco grados en una dirección determinada, o cuando el aparato ha llegado a su destino y descendido hasta unas cien yardas de la tierra, el mecanismo le obliga a pararse en seco, y al mismo tiempo suena el fuerte timbre de un despertador, que despertará instantáneamente al piloto. Ya veis que
me
he anticipado a casi todas las contingencias.

Thuvan Dhin se sonrió al apreciar el maravilloso invento.

El asistente que se había adelantado llegó casi hasta el costado del aparato aéreo. Casi cerraba los ojos para concentrar la mirada.

—Todas, menos una —dijo.

Los nobles le miraron con asombro, y uno de ellos le agarró no muy suavemente por un hombro para echarle atrás y devolverle al lugar que le correspondía. Carthoris levantó su mano.

—Aguardad —se apresuró a decir—. Oigamos lo que ese hombre tiene que decir; ninguna creación de una mente mortal es perfecta. Quizá haya descubierto algún defecto que sería bueno corregir inmediatamente. Ven, mi buen amigo, y dime: ¿cuál puede ser el problema que yo he pasado por alto?

Al hablar, Carthoris observó al asistente fijamente por primera vez. Vio a un hombre de gigantesca estatura y apuesto, como lo son todos los de la raza de los marcianos rojos; pero sus labios eran delgados y crueles, y una de sus mejillas estaba cruzada por una débil línea blanca que indicaba el corte de una espada, y que le llegaba desde la sien derecha a uno de los ángulos de la boca.

—Ven —se apresuró a decir el príncipe de Helium—. Habla.

El hombre dudaba. Era evidente que le pesaba la osadía que había hecho de él el centro de una atención llena de interés. Pero, al fin, viendo que no le quedaba otro remedio, habló.

—El mecanismo podría ser alterado dijo —por un enemigo.

Carthoris sacó una pequeña llave de su bolsillo de cuero.

—Mira esto —dijo alargándosela a aquel hombre—. Si sabes algo de cerraduras, conocerás que el mecanismo que abre esto está fuera del alcance de la habilidad de un cerrajero vulgar. Esto protege a los elementos vitales del instrumento de la alteración de un enemigo. Sin esto, un enemigo tiene que destruir casi el mecanismo para llegar a su interior y dejar su interior al descubierto para el más casual observador.

El asistente tomó la llave, la miró ávidamente; luego, al adelantarse para devolvérsela a Carthoris, la dejó caer sobre el enlosado de mármol. Volviéndose para buscarla, puso la suela de su sandalia de lleno sobre el brillante objeto. Por un instante dejó descansar todo su peso sobre el pie que cubría la llave; luego dio un paso atrás y, con una exclamación como de placer, por haberla encontrado, se inclinó hacia el suelo, la recogió y la devolvió al heliumita. Luego se retiró a su puesto, detrás de los nobles, y fue olvidado.

Un momento después Carthoris se había despedido de Thuvan Dhin y de sus nobles, y, parpadeando las luces de su apartado, se había elevado en la bóveda salpicada de estrellas de la noche marciana.

CAPÍTULO II

Esclavitud

Cuando el gobernante de Ptarth, seguido de sus cortesanos, descendió de la pista situada encima del palacio, los asistentes fueron ocupando sus puestos a retaguardia de sus reales o nobles amos. Descendiendo en último puesto, uno de ellos titubeó hasta que el resto su hubo alejado. Después, inclinándose rápidamente, se quitó a toda prisa la sandalia de su pie derecho, deslizándola en uno de sus bolsillos. Cuando la comitiva hubo llegado al final de su descenso, y el jeddak hubo dado la señal de dispersión, nadie notó que el asistente que había llamado tanto la atención antes de que el príncipe de Helium partiese, ya no estaba entre el resto dei cortejo.

Nadie había pensado en preguntarse quién era el personaje a cuyo séquito pertenecía dicho asistente, porque los servidores de un noble marciano son muchos y se renuevan a capricho de su amo, de manera que una cara nueva apenas si llama la atención nunca, porque el hecho de que un hombre haya penetrado dentro de los muros del palacio es considerado como prueba positiva de que su lealtad para el jeddak está fuera de duda; tan rígido es el examen de cada uno de los que intentan entrar en el servicio de los nobles de la Corte.

Es una buena regla, y sólo deja de seguirse por cortesía, en favor de la servidumbre de las personas reales, visitantes de un país extranjero y amigo.

Estaba ya muy avanzada la mañana del día siguiente, cuando un criado gigantesco, con la librea de la casa de un gran noble de Ptarth, salió por las puertas del palacio a la ciudad. Caminaba rápidamente, pasando de una a otra avenida, hasta que hubo salido del distrito de los nobles, llegando a la parte de la ciudad especialmente ocupada por las tiendas. Aquí buscó un edificio de apariencia imponente que se elevaba igual que un obelisco: hacia los cielos; sus muros exteriores estaban muy adornados con delicadas tallas e intrincados mosaicos.

Era el Palacio de la Paz, en el cual habitaban los representantes de las naciones extranjeras, o, más bien, en el que estaban alojadas sus Embajadas; porque los ministros residían en espléndidos palacios dentro del barrio ocupado por los nobles.

Aquí, el sujeto buscó la Embajada de Dusar. Un portero le salió al paso, preguntándole al entrar; y a su petición de hablar con el ministro, le pidió que le mostrase en nombre de quién iba. El visitante se quitó de su brazo un brazalete de metal liso, y señalando una inscripción que había en su superficie interior, susurró unas palabras al portero.

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