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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (4 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
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Más allá del lugar en que se encontraba el portero, llegó hasta una línea de lento movimiento, de lo que a los ojos de un terrestre hubiera parecido una línea de proyectiles de puntas cónicas y de ocho pies de altura, para algún gigantesco cañón. Lentamente, aquellos objetos se movían en una sola fila, a lo largo de un camino cubierto de árboles. Una media docena de empleados ayudaban a entrar a los pasajeros, o les indicaban su propia dirección.

Vas Kor se aproximó a un vehículo vacío. En su parte anterior tenía un cuadrante y una aguja. Colocó a esta última en dirección al Helium Mayor, levantó la abovedada cubierta del aparato, entró en él y se echó en su tapizado fondo. Un empleado bajó la cubierta, que se cerraba con una anilla, y segundos después emprendió una marcha lenta.

Inmediatamente, el aparato cambió automáticamente de dirección y tomó otro rumbo para entrar, un momento más tarde, en una serie de tubos de negra boca.

Cuando penetró por entero en la negra abertura, recibió un impulso semejante al de una bala de rifle. Se oyó un zumbido, una suave aunque repentina parada y lentamente el aparato salió a otra parada; otro empleado levantó la cubierta y Vas Kor salió a la estación, bajo el centro del Helium, a cien kilómetros del punto de partida.

Entonces buscó el nivel de la calle, entrando inmediatamente en un aparato volador que le esperaba. Vas Kor no le dirigió una sola palabra al esclavo sentado en el lugar del conductor. Era evidente que lo había estado esperando y que el esclavo había recibido sus instrucciones antes de su llegada.

Apenas Vas Kor había tomado asiento, cuando el aparato ocupó su lugar en la procesión de rápido movimiento, saliendo, posteriormente, de una ancha y frecuentada avenida a una calle menos congestionada. En este momento dejó atrás el populoso distrito para entrar en otro de pequeñas tiendas y detenerse ante la entrada de una de ellas que ostentaba la muestra de un traficante en sedas extranjeras. Vas Kor entró en el recinto, de bajo techo. Un hombre, desde el otro extremo, le hizo señas para que entrase en la zona interior, no dando muestras de conocerle hasta que hubo entrado detrás del que le llamaba y la puerta se hubo cerrado detrás de ambos.

Entonces se volvió a su visitante, saludándole deferentemente.

—El más noble… —comenzó a decir; pero Vas Kor le detuvo con un gesto.

—Nada de cumplidos —dijo—. Debemos olvidar que yo no soy otra cosa que vuestro esclavo. Si todo ha sido tan cuidadosamente ejecutado como ha sido planeado, no tenemos tiempo que perder. En vez de ello deberíamos ponernos en camino del mercado de los esclavos. ¿Estás dispuesto?

El mercader movió la cabeza, y dirigiéndose a una gran arca sacó el traje de un esclavo. Vas Kor lo revistió inmediatamente. Después, ambos pasaron, desde la tienda, por una puerta trasera y atravesaron un serpeante paseo bordeado de árboles, saliendo a una avenida en la que aquél desembocaba, y allí tomaron un aparato aéreo que estaba esperándolos.

Cinco minutos después, el mercader conducía a su esclavo al mercado, donde una multitud llenaba el gran espacio abierto, en el centro del cual se hallaba el grupo de los esclavos.

La multitud era enorme en este día, porque Carthoris, príncipe de Helium, debía ser el principal postor.

Uno a uno, los propietarios iban subiendo a la tribuna, situada junto al grupo de los esclavos, sobre la cual estaban sus bienes muebles. Breve y claramente, cada uno pregonaba las virtudes de su oferta particular.

Cuando todas hubieron terminado, el mayordomo del príncipe de Helium pujó por el grupo de esclavos que le habían impresionado más favorablemente. Por él hizo una magnífica oferta.

Hubo poco regateo en el precio, y ninguno en absoluto cuando Vas Kor fue añadido a dicho grupo. Su amo aceptó la primera oferta que por él se hizo, y así el noble dusariano entró a formar parte de la casa de Carthoris.

CAPÍTULO III

Traición

Al día siguiente de la llegada de Vas Kor al palacio del príncipe de Helium, reinaba gran excitación en las dos ciudades gemelas, alcanzando el más alto grado en el palacio de Carthoris. Se había recibido la noticia del rapto de Thuvia de Ptarth de la Corte de su padre, y con ella la velada sospecha de que el príncipe de Helium fuese responsable de conocer el hecho y la residencia de la princesa. En la Cámara del Consejo de John Carter, héroe de Marte, estaban Tardos Mors, jeddak de Helium; Mors Kajak, su hijo, jed de Helium Menor; Carthoris, y una veintena de los nobles más importantes del imperio.

—No debe haber guerra entre Ptarth y Helium, hijo mío-dijo John Carter—. Sabemos de sobras que eres inocente del cargo que se te ha hecho por insinuación, pero Thuvan Dhin debe de saberlo con la misma seguridad que nosotros.

—Sólo hay uno que pueda convencerle, y ése eres tú. Debes apresurarte a ir a la Corte de Ptarth, y con tu presencia allí, lo mismo que con tus palabras, asegurarle que sus sospechas son infundadas. Lleva contigo la autoridad del héroe de Barsoom y del jeddak de Helium para ofrecer todos los recursos de las naciones aliadas para ayudar a Thuvan Dhin a recobrar a su hija y castigar a sus raptores, cualesquiera que sean. ¡Ve! Sé que no necesito indicarte que actúes con la máxima premura.

Carthoris salió de la Cámara del Consejo y se dirigió apresuradamente a su palacio.

En él, los esclavos estaban muy ocupados preparando las cosas para la partida de su señor. Varios trabajaban en el veloz aparato aéreo que había de llevar al príncipe de Helium rápidamente a Ptarth.

Al fin quedó hecho todo. Pero dos esclavos armados quedaron de guardia. El sol poniente se hallaba muy bajo sobre el horizonte. En un momento la oscuridad envolvería todas las cosas. Uno de los guardias, un gigante cuya mejilla derecha estaba cruzada por una estrecha cicatriz que comenzaba en una de las sienes y terminaba en la boca se aproximó a su compañero; Su mirada se extendía por encima y más allá de su camarada. Cuando hubo llegado al mismo lugar, dijo:

—¿Qué extraño aparato es ése?

El otro se volvió vivamente para mirar hacia el cielo. Apenas hubo vuelto la espalda al gigante, cuando la espada corta de este último se hundió por debajo de la clavícula izquierda del primero, derecha a su corazón.

Sin proferir una palabra, el vigilante se desplomó, cayendo muerto. Sin perder un momento, el asesino arrastró el cadáver dentro de las negras sombras que invadían el cobertizo. Luego, volvió a aproximarse a la nave aérea.

Sacando de su bolsillo una llave hábilmente fabricada, quitó la cubierta del cuadrante de la derecha de la brújula destinada a la dirección. Por un momento estudió la construcción del mecanismo oculto por la tapa. Luego, volvió a colocar el cuadrante en su lugar, fijó la aguja y volvió a quitarla para notar el cambio resultante en la posición de las partes afectadas por la maniobra.

Una sonrisa cruzó por sus labios. Con un par de cortes separó de un golpe la proyección que se extendía a través del cuadrante desde la aguja externa; ahora, esta última podía moverse en cualquier dirección sobre el cuadrante, sin afectar para nada al mecanismo inferior. En otras palabras, el hemisferio oriental del cuadrante era inútil.

Posteriormente, dirigió su atención a la parte occidental del mecanismo. Señaló sobre ella con la aguja un punto determinado. Después levantó la cubierta del cuadrante y, con una fina herramienta, cortó el cable de acero que sujetaba a la aguja por la parte inferior.

Con toda la celeridad posible volvió a colocar la segunda tapa del cuadrante, y volvió a ocupar su puesto de guardia.

Bajo todos los aspectos, la brújula era tan eficaz como antes; pero a todas luces, el movimiento de las agujas sobre los cuadrantes resultaba ahora incongruente en relación al mecanismo inferior, y el aparato estaba dispuesto, invariablemente, con arreglo al destino que había elegido el esclavo.

En ese momento llegó Carthoris, acompañado sólo por un puñado de sus caballeros. Sólo dirigió una breve mirada al esclavo que se encontraba de guardia. Los finos y crueles labios de éste último y la cicatriz que se extendía desde la sien a la boca, despertaban en el joven la sensación de un recuerdo desagradable. Carthoris se preguntó con asombro dónde habría encontrado Saran Tal a aquel hombre; luego cambió el curso de sus pensamientos, y un momento después el príncipe de Helium reía y charlaba con sus compañeros aunque, en el fondo, su corazón se encogía por el temor de lo que le podría haberle sucedido a Thuvia de Ptarth; cosa que era incapaz de imaginarse.

Primero, naturalmente, había acudido a su mente el pensamiento de que Astok de Dusar había robado a la hermosa ptarthiana; pero casi simultáneamente a la noticia del rapto habían llegado las noticias de las grandes fiestas de Dusar en honor del regreso del hijo del jeddak a la Corte de su padre.

«No puede haber sido él-pensaba Carthoris—, porque, en la misma noche del rapto de Thuvia, Astok había estado en Dusar, y, sin embargo…»

Entró en la aeronave, cambiando algunas observaciones casuales con sus compañeros mientras abría el mecanismo de la brújula y colocaba la aguja en dirección de la capital de Ptarth.

Después de una palabra de despedida, tocó el botón que accionaba los rayos impulsores, y cuando la nave se elevó ligeramente en el aire, la máquina entró en funcionamiento, obedeciendo al toque de su dedo sobre un segundo botón; las hélices giraron cuando su mano impulsó hacia atrás la palanca de la velocidad, y Carthoris, príncipe de Helium, partió envuelto en la espléndida noche marciana, bajo las rutilantes lunas y un millón de estrellas.

Apenas la aeronave había alcanzado su máxima velocidad, cuando su regio ocupante, envolviéndose en sus ropas de seda y de pieles, se tendía cuan largo era sobre el estrecho puente para dormir.

Pero el sueño no obedeció en seguida a sus deseos.

Por el contrario, sus pensamientos se agitaban en su cerebro, desterrando el sueño. Recordaba las palabras de Thuvia de Ptarth, palabras con que casi le había asegurado que lo amaba, porque cuando él le había preguntado si amaba a Kulan Tith, ella había respondido solamente que era su prometida.

Ahora veía que la respuesta de la joven se prestaba a más de una interpretación. Podía, desde luego, significar que no amaba a Kulan Tith, y así, por inducción, podía querer decir que amaba a otro.

Pero ¿qué seguridad había de que el otro fuese Carthoris de Helium?

Cuanto más pensaba en esto, más se aseguraba de que no solamente no había seguridad en las palabras de ella de que le amase a él, sino que no la había siquiera en ninguno de los demás actos de la joven. No; el hecho era que no lo amaba. Amaba a otro. Ella no había sido raptada; había volado voluntariamente con su amante.

Con tan desagradables pensamientos, que le llenaban de desesperación y de rabia, Carthoris, al fin, cayó en el sueño producido por el agotamiento mental.

El despuntar de la repentina aurora lo encontró aún dormido. Su nave corría velozmente sobre una llanura estéril de color ocre: el fondo, viejo como el mundo, de un mar marciano muerto hacía largo tiempo.

A lo lejos se elevaban unas colinas de escasa altura. Hacia ellas dirigió Carthoris su aparato. Cuando estuvo cerca de los mismos, pudo ver un gran promontorio desde su puente, que se extendía por lo que había sido en otro tiempo un gran océano, y volviendo a rodear una vez más al olvidado puerto de una ciudad olvidada, la cual se extendía aún desde sus muelles desiertos, imponente construcción de maravillosa arquitectura de un remoto pasado.

Las numerosísimas y lúgubres ventanas, desiertas y abandonadas, miraban ciegas desde sus alféizares de mármol toda la triste ciudad, asemejándose a desperdigados montones de calaveras humanas blanqueadas por el sol, recordando los huecos de las ventanas a órbitas sin ojos, presentando las puertas el aspecto de quijadas, que se abrían y se cerraban alternativamente.

La nave se acercó aún más; pero ahora su velocidad iba disminuyendo poco a poco; sin embargo, no había llegado aún a Ptarth.

Se detuvo sobre la plaza central, anclándose lentamente a la superficie de Marte. A unas cincuenta metros de altura se detuvo, flotando graciosamente en el ligero aire, y en el mismo instante una alarma sonó al oído del durmiente.

Carthoris se puso en pie. Miró hacia abajo para ver la populosa metrópoli de Ptarth. A su lado debería ya haber habido una patrulla aérea.

Miró a su alrededor con desconcertante asombro. Allí, en verdad, había una gran ciudad, pero no era Ptarth. Ninguna multitud llenaba sus anchas avenidas. Ninguna señal de vida rompía la mortal monotonía de sus azoteas desiertas. Nada de sedas espléndidas, de costosas pieles; nada prestaba vida y color al frio mármol y a la brillante ersita.

Ninguna nave de patrulla estaba preparada para dar el acostumbrado «¿Quién vive?». Silenciosa y desierta estaba la gran ciudad; desierto y silencioso el aire que la rodeaba. ¿Qué había sucedido? Carthoris examinaba el cuadrante de su brújula. La aguja señalaba a Ptarth. ¿Podía su invento haberle engañado así? No podía creerlo.

Se apresuró a abrir la cubierta, echándola hacia atrás sobre sus bisagras. Una sola ojeada le mostró la verdad, o al menos parte de ella; la proyección de acero, que comunicaba el movimiento de la aguja sobre el cuadrante al corazón del mecanismo inferior, había sido cortada. ¿Quién podía haberlo hecho? ¿Y cómo? Carthoris no podía aventurar ni siquiera una débil conjetura. Pero la cuestión consistía ahora en saber en qué parte del mundo se encontraba, y, después, en proseguir su interrumpido viaje.

«Si había sido el propósito de algún enemigo el de hacerme tardar más tiempo, lo ha conseguido plenamente», pensó Carthoris cuando levantaba la cubierta del segundo cuadrante, habiendo visto en el primero que la aguja no había sido desviada por completo. Bajo el segundo cuadrante halló la clavija de acero separada, como en el otro; pero el mecanismo de la dirección había sido primeramente dispuesto para conducir a otro lugar distinto del hemisferio occidental.

Sólo había tenido tiempo para juzgar, con no muchas probabilidades de acierto, que se encontraba en algún lugar del sudoeste de Helium, y a una distancia considerable de las ciudades gemelas, cuando oyó el agudo grito de una mujer por debajo de su aparato.

Inclinándose sobre el costado de la nave, vio lo que parecía ser una mujer roja, que era conducida a la fuerza, a través de la plaza, por un corpulento guerrero verde, uno de aquellos fieros y crueles habitantes de los lechos de los mares muertos y de las ciudades desiertas del moribundo Marte.

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