—¿Nunca nos mencionó nadie?
Nos, pensó Akin: Tate y Gabe. Ambos habían conocido a Kahguyaht. Y Gabe era, probablemente, el motivo por el que Tate no había vuelto con el ooloi.
—Si Nikanj lo llamase, Kahguyaht volvería —dijo.
—¿Realmente no sabías nada de nosotros? —insistió ella.
—No. Pero las paredes de Lo no son como las de aquí. A través de las paredes de Lo nunca se puede oír nada. La gente se sella tras ellas, y nadie puede oír lo que uno está diciendo.
Ella se detuvo, alzó una mano para equilibrar la cesta y luego le miró.
—¡Buen Dios! —dijo.
A Akin se le ocurrió que no debería haberle hecho saber que podía oír a través de las paredes de Fénix.
—¿Qué es Lo? —preguntó—. ¿Simplemente un poblado, o…?
Akin no sabía qué decir, no sabía qué era lo que ella deseaba realmente.
—¿De veras se cierran las paredes? —preguntó Tate.
—Sí, excepto en la cabaña para invitados. ¿Nunca has estado allí?
—Nunca. Los comerciantes y los bandoleros nos han hablado de Lo, pero nunca nos han dicho que fuese… ¡Por Dios! ¿Qué es…, una nave bebé?
Akin frunció el entrecejo.
—Podría serlo, algún día. No obstante, hay tantos en la Tierra… Quizá Lo sea uno de los machos que estén dentro de una de las que se convertirán en naves.
—Pero, ¿algún día abandonará la Tierra?
Akin sabía la respuesta a esta pregunta, pero también que no debía darla. Y, como apreciaba a la mujer y le resultaba difícil mentirle, no dijo nada.
—Me lo pensaba —prosiguió ella—. Así que, algún día, la gente de Lo, o sus descendientes, volverán de nuevo al espacio, en busca de alguna otra gente a la que infectar o afectar, o como le llaméis a esto.
—Comerciar.
—Oh, sí. ¡El jodido comercio de genes! Y tú quieres saber por qué no puedo volver con Kahguyaht…
Se marchó, dejándole para que él tomase su propio camino de vuelta al pueblo. Akin no hizo ningún esfuerzo por mantener su paso, sabiendo que no podía. Lo poco que ella había imaginado la había sobresaltado lo suficiente como para que, a pesar de tratarse de un ser tan valioso, no le importase dejarlo solo en los huertos y campos de frutales, donde podría ser secuestrado. ¿Cómo habría reaccionado si le hubiese dicho todo lo que sabía…? Que no sólo serían los descendientes de los humanos y los oankali los que algún día viajarían por el espacio en las entonces maduras naves, sino que también lo haría buena parte de la sustancia misma de la Tierra. Y que lo que quedaría atrás sería poco menos que el cadáver de un mundo. Las chkahichdahk, al madurar, no dejaban nada útil tras de ellas: tenían que ser mundos en sí mismas durante tanto tiempo como les costase a los construidos que llevaban en su interior el convertirse en una especie madura y hallar otra especie social con la que comerciar.
Finalmente, la Tierra saqueada moriría. Y sin embargo, de alguna otra manera, seguiría viviendo del mismo modo en que seguían viviendo los animales unicelulares después de dividirse. ¿Le serviría esto de consuelo a Tate? Akin no se atrevía a averiguarlo.
Estaba cansado, pero ya casi había llegado a las casas cuando Tate volvió a por él. Ya había dejado el cesto de fruta. Ahora, lo alzó sin decir palabra y lo llevó de vuelta a su casa. Antes de llegar a ella se quedó dormido en sus brazos.
Nadie vino a por él.
Nadie le llevaba a casa o le dejaba irse.
Se sentía, a un tiempo, indeseado y demasiado deseado. Si sus padres no podían venir, debido al nacimiento de su compañera de camada, entonces deberían de haber venido otros. Sus padres habían hecho este tipo de favor a otras familias, a otros poblados cuyos niños habían sido robados. La gente se ayudaba entre sí para buscar y recuperar niños secuestrados.
Y, sin embargo, su presencia parecía encantar a la gente de Fénix. Incluso aquellos que parecían perturbados por el contraste entre su diminuto cuerpo y su aparente madurez acabaron por alegrarse de que estuviera por allí. Unos siempre tenían un poquito de comida dispuesta para él. Algunos le hacían pregunta tras pregunta, acerca de su vida antes de que les fuera traído aquí. A otros les gustaba tenerlo en brazos, o dejarlo sentarse a sus pies y contarle historias de sus propias vidas de antes de la guerra; esto último era lo que más le gustaba. Aprendió a no interrumpirlos con preguntas: siempre podía enterarse luego de qué eran los canguros, los láseres, los tigres, la lluvia ácida y Botswana. Y, dado que recordaba cada palabra de sus relatos, le era fácil rememorar lo dicho e insertar sus explicaciones en el lugar correspondiente.
Le gustaba menos cuando la gente le contaba historias que claramente no eran ciertas…, relatos salpicados de seres llamados brujas, o enanos, o dioses. Mitología, le decían que era, o cuentos de hadas.
El les contaba retazos de la Historia oankali: les hablaba de asociaciones pasadas, que habían contribuido a lo que hoy eran los oankali o en lo que podían convertirse. Había oído esas historias de sus tres padres oankali. Todas eran absolutamente ciertas, y sin embargo los humanos casi no se creían ninguna. De todos modos, les gustaban. Se reunían a su alrededor para escucharlas. A veces, incluso abandonaban su trabajo y acudían a oírle. A Akin le gustaba esta atención, así que aceptaba sus cuentos de hadas y su incredulidad hacia sus narraciones históricas. También aceptaba los pantalones cortos que le hacía Pilar Leal. No le gustaban porque cortaban parte de su percepción, y eran más difíciles de limpiar que su propia piel, cuando estaban sucios. Pero, a pesar de ello, jamás se le ocurrió pedirle a nadie que se los lavase cuando los había ensuciado. Y, cuando Tate lo vio un día lavándolos, le dio jabón y le mostró cómo utilizarlo. Luego sonrió casi jubilosa y se marchó.
La gente le dejaba mirar cómo hacían zapatos, ropa o papel. Tate convenció a Gabe para que lo llevase a los molinos: uno en el que se molía el grano y otro en donde fabricaban muebles de madera, herramientas y otras cosas. Los hombres y mujeres de allí estaban acabando una canoa grande cuando ellos llegaron.
—Podríamos construir otro molino para mover una fábrica de tejidos —le explicó Gabe—. Pero nos basta con las ruecas, los telares y las máquinas de coser movidos a pedales. Ya fabricamos más tela de la que necesitamos, y la gente prefiere hacer las cosas a su ritmo, según sus propios deseos.
Akin pensó en ello y decidió que lo entendía. A menudo había visto a la gente tejiendo o cosiendo, haciendo ropa que no necesitaban, en la esperanza de poder hacer algún trueque con los poblados que tenían poca o ninguna maquinaria. Pero lo hacían sin prisas. Podían detenerse a mitad de lo que estaban haciendo y acudir a escuchar sus historias. Buena parte de su trabajo lo hacían sólo para estar ocupados en algo.
—¿Y qué hay del metal? —preguntó.
Gabe le miró desde arriba.
—¿Quieres visitar la herrería?
—Sí.
Gabe lo tomó en brazos y caminó con él.
—Me pregunto cuánto de todo esto entiendes realmente —murmuró.
—Normalmente entiendo las cosas —admitió Akin—. Y lo que no entiendo, lo recuerdo. Y algún día lo entenderé.
—¡Jesús! Me pregunto cómo serás cuando crezcas.
—No tan alto como tú —le dijo Akin, con envidia.
—¿De veras? ¿Sabes esas cosas?
Akin asintió con la cabeza.
—Fuerte, pero no grande.
—Pero sí listo.
—Sería terrible ser pequeño y tonto.
Gabe se echó a reír.
—Ya pasa —dijo—, pero probablemente a ti no.
Akin le miró y sonrió a su vez. Seguía complaciéndole cuando podía hacer reír a Gabe. Le parecía que estaba empezando a aceptarle. Era Tate quien había sugerido que Gabe lo llevase a lo alto de la colina y le mostrase los molinos. Siempre que podía los ponía juntos, y Akin comprendía que deseaba que se gustasen el uno al otro.
Pero, si lo lograban, ¿qué sucedería cuando, finalmente, su gente viniese a por él? ¿Lucharía Gabe? ¿Mataría? ¿Moriría?
Vio cómo el herrero hacía la hoja de un machete, calentándola, golpeándola, dándole forma al metal. En un rincón había un cajón de hojas de machete. También había hoces, guadañas, hachas, martillos, clavos, ganchos, cadenas, rollos de alambre, picos…, y, sin embargo, las cosas no estaban atestadas: cada cosa, herramientas de trabajo y productos, tenía su lugar.
—A veces trabajo aquí —le dijo Gabe—. Y he ayudado a rescatar buena parte de nuestras materias primas.
Miró a Akin.
—Quizá te lleve a que veas el lugar donde recuperamos los materiales.
—¿En las montañas?
—Aja.
—¿Cuándo?
—Cuando las cosas se pongan calientes aquí.
Le llevó unos momentos a Akin el darse cuenta de que no estaba hablando del tiempo. Lo esconderían en el lugar de la recuperación de materiales, cuando su gente viniese en su busca.
—Hemos encontrado objetos de vidrio, plástico, cerámica y metal. Hemos encontrado mucho dinero. ¿Sabes lo que es el dinero?
—Sí. Nunca lo he visto, pero me han hablado de él.
Gabe rebuscó en su bolsillo con su mano libre. Sacó un brillante disco de metal dorado y dejó que Akin lo cogiese. Era sorprendentemente pesado para el tamaño que tenía. A un lado había algo que parecía una T mayúscula y las palabras «Él se ha alzado. Nos alzaremos». Al otro lado había la imagen de un pájaro levantando el vuelo desde un fuego. Akin estudió el pájaro, fijándose en que era de una especie que nunca antes había visto en imágenes.
—Dinero de Fénix —le dijo Gabe—. Es un ave fénix alzándose de sus cenizas. El fénix era un pájaro mitológico. ¿Lo entiendes?
—Una mentira —dijo Akin, sin pensárselo.
Gabe tomó el disco, se lo volvió a meter en el bolsillo y dejó al niño en el suelo.
—¡Espera! —exclamó Akin—. Lo siento, así es como clasifico los mitos en mi mente. No pensaba decirlo en voz alta.
Gabe le estudió.
—Si realmente vas a ser pequeño de tamaño, deberás tener cuidado con esa palabra —dijo.
—Pero…, no he dicho que tú mintieses.
—No. Has dicho que mi sueño, el sueño de todos los que vivimos aquí, era una mentira. Ni siquiera sabes lo que has dicho.
—Lo siento.
Gabe se lo quedó mirando, suspiró y lo volvió a alzar en brazos.
—No sé —dijo—. Quizá debería estar contento.
—¿De qué?
—De que, en algunas cosas, sigas siendo un crío.
Unas semanas más tarde aparecieron merodeadores, llevando a otras dos criaturas robadas. Ambas parecían ser niñas pequeñas. Los secuestradores no querían una mujer a cambio, sino tantas herramientas de metal y tanto oro como pudieran transportar; y libros, que valían más que el oro. En Fénix, dos parejas, con la ayuda ocasional de otros, trabajaban haciendo papel y tintas e imprimiendo los libros que era más posible que deseasen los otros poblados: Biblias. Usando los recuerdos de cada humano con el que habían podido ponerse en contacto, los investigadores de Fénix habían reconstruido la Biblia más completa que era posible hallar. Y también estaban los manuales prácticos, los libros de Medicina, los recuerdos de la vida en la Tierra antes de la guerra, los listados de plantas, animales, pescados e insectos comestibles, sus propiedades y peligros, así como los opúsculos de propaganda contra los oankali.
—No podemos tener niños, así que nos dedicamos a hacer estas cosas —le dijo Tate a Akin, mientras miraban como los bandoleros regateaban por una nueva canoa en la que poder llevarse todas sus nuevas mercancías—. Ahora, esos tipos son realmente ricos…, aunque, para lo que les va a servir…
—¿Puedo ver a las niñas?
—¿Por qué no? Vamos.
Caminó lentamente, dejándole seguirla hasta la casa de los Wilton, donde se habían quedado las niñas. Macy y Kolina Wilton habían sido los más rápidos a la hora de quedarse a las dos niñas para ellos. Eran la mitad de los editores de Fénix y, probablemente, se esperaba de ellos que diesen una de las dos niñas a otra pareja; pero por el momento eran una familia de cuatro.
Las niñas estaban comiendo almendras asadas y pan de mandioca con miel. Kolina Wilton les estaba sirviendo en pequeños cuencos una ensalada de frutas.
—Akin —le dijo cuando lo vio—. Bien. Estas niñitas no hablan inglés. Quizá tú puedas hablar con ellas.
Eran chicas morenas, con largo y denso cabello oscuro y ojos negros. Vestían lo que parecían ser camisas de hombre, con una cuerda fina como cinturón y cortadas a su tamaño. La mayor de las dos niñas había logrado ya liberar sus brazos del improvisado vestido. Tenía algunos tentáculos corporales alrededor del cuello y hombros, y el tenerlos confinados posiblemente le resultaba un tormento de picores y algo absolutamente cegador. Ahora, todos sus diminutos tentáculos se enfocaron en Akin, mientras el resto de ella parecía seguir interesado en la comida. La niña más pequeña tenía un grupo de tentáculos en el cuello, donde probablemente protegían un orificio de respiración sair. Eso significaba que su pequeña nariz, de aspecto normal, probablemente sólo era ornamental. Esto también podía significar que la niña podía respirar bajo el agua. Así pues, era nacida de oankali, a pesar de su apariencia humana. Esto era inusitado. Si era nacida de oankali, entonces el que fuera una hembra sólo era una pura cortesía. Porque no podía saber aún cuál iba a ser su sexo. Lo cierto es que en tales niños, si es que tenían algún tipo de órganos sexuales de apariencia humana, éstos tendían a parecer femeninos. Probablemente las niñas tendrían tres y cuatro años de edad, respectivamente.
—Tendréis que ir a sus huertos y a la selva para hallar las proteínas que os sean necesarias —les dijo Akin en oankali—. Ellos intentan alimentarnos, pero nunca parecen darnos lo bastante.
Ambas niñas bajaron de sus sillas y se le acercaron para tocarlo, probarlo y conocerlo. Se enfocó tan absolutamente en ellas y en lograr conocerlas que durante varios minutos no pudo percibir ninguna otra cosa.
Eran compañeras de camada…, una nacida de oankali, la otra de humana. La más pequeña era la nacida de oankali, y la que tenía el aspecto más andrógino de las dos. Probablemente se convertiría en macho, en respuesta a la aparente feminidad de su compañera. Su nombre, le había señalado, era Shkaht… Kaalshkaht eka Jaitahso-kahldahktohj aj Dinso. Era pariente de él: ambos estaban relacionados a través de Nikanj, cuya gente era Kaal. Feliz, Akin le dio a Shkaht la versión humana de su propio nombre, dado que la versión oankali no daba la suficiente información acerca de Nikanj: Akin lyapo Shing Kaalnikanjlo.