—Sí. —La miró por un momento, luego miró de nuevo a Iriarte. Volvió a escudriñar a su alrededor, vio que Galt también parecía estar muerto, acuchillado en cabeza y cuello. Yori estaba trabajando en Damek… ¡Vaya ironía si Damek vivía, mientras Iriarte moría por el asesinato que Damek había cometido!
La muerte de Tino tenía que ser la causa de todo aquello.
En el suelo, cerca de Damek, se encontraba el padre de Tino, herido en la cadera izquierda, el brazo izquierdo y el hombro derecho. Su esposa estaba llorando sobre él, pero no estaba muerto. Un hombre estaba usando algo que no era agua para limpiarle la sangre de la herida del hombro. Otro sujetaba al padre de Tino.
Había otros muertos y heridos por la habitación. Akin halló a Kaliq, muerto tras un largo banco cubierto por cojines. Sólo tenía una herida, sangrante pero pequeña. Era una herida en el pecho, que posiblemente había interesado su corazón.
Akin se sentó junto a él, mientras los otros en la casa ayudaban a los heridos y se llevaban a los muertos. Mientras estuvo sentado allí, nadie vino a por Kaliq. Tras él, alguien empezó a aullar; miró hacia atrás y vio que era Damek. Akin trató de no sentir la angustia que le llegaba con un reflejo cuando veía a un humano sufriendo. Una parte de él gritaba por un ooloi, que llegase para salvar a aquel humano irreemplazable, a aquel hombre del que algún ooloi, en algún lugar, había hecho grabaciones, pero al que ningún oankali o construido conocía realmente.
Otra parte de su mente esperaba que Damek muriese. Que sufriese. Que gritase de dolor. Tino no había tenido tiempo ni de gritar.
El padre de Tino no gritaba, gruñía. Le iban arrancando pedazos de metal de sus carnes, mientras él mordía entre sus dientes un trozo de ropa doblado y gruñía.
Akin salió de su rincón para examinar uno de los trozos de metal: una bala gris, cubierta por la sangre del padre de Tino.
Tate se le acercó y lo alzó en brazos. Para su propia sorpresa, se agarró a ella. Colocó la cabeza sobre el hombro de la mujer, y no quiso que lo dejase en el suelo.
—No me muerdas —le dijo ella—. Si quieres bajar, me lo dices. Muérdeme, y te estrello contra una pared.
Suspiró, sintiéndose solo, incluso en sus brazos. No era el refugio que había necesitado.
—Déjame —le dijo.
Ella lo apartó al extremo de sus brazos y lo miró.
—¿De veras?
Sorprendido, él le devolvió la mirada.
—Pensé que no querías tenerme en brazos.
—Si no lo hubiera querido, no te habría cogido. Lo que sí quiero es que nos comprendamos el uno al otro, ¿de acuerdo?
—Sí.
Y lo apretó de nuevo contra ella y respondió a sus preguntas, le explicó cómo eran las balas y cómo las disparaban las armas de fuego; cómo Mateo, el padre de Tino, había llegado con sus amigos, para vengarse de los bandoleros, a pesar de las armas de fuego de éstos. En Fénix no había armas de fuego antes de que viniesen los secuestradores de Akin.
—Votamos el no tenerlas —le explicó ella—. Ya hay bastantes cosas con las que podemos hacernos daño los unos a los otros. Ahora…, bueno, ya tenemos las cuatro primeras. Si tengo oportunidad de ello, voy a enterrar esas malditas cosas.
Lo había llevado por encima de los platos rotos y colocado sobre el mostrador. La miró mientras encendía una lámpara. Le recordó, repentina y dolorosamente, la cabaña de invitados de Lo.
—¿Quieres algo más de comer? —le preguntó la mujer.
—No.
—No…, ¿qué?
—¿No qué?
—Vergüenza sobre Lilith. «No, gracias», pequeñín. O: «Sí, por favor». ¿Entiendes?
—No sabía que los resistentes dijeran estas cosas.
—En mi casa lo hacen.
—¿Le dijiste a Mateo quién mató a Tino?
—¡Dios, no! Temía que se lo hubieses dicho tú. Me olvidé decirte que te lo guardases para ti.
—Le dije que el hombre que lo había matado estaba muerto. Y, realmente, uno de los bandoleros se murió…, estaba enfermo. Creí que, si Mateo pensaba que el culpable estaba muerto, no le haría daño a nadie.
Ella asintió con la cabeza.
—Eso tendría que haber funcionado. Eres más listo de lo que pensaba. Y Mateo está más loco de lo que imaginaba… —Suspiró—. ¡Infiernos, no sé…, jamás he tenido ningún hijo! No sé cómo habría reaccionado si hubiera tenido uno y alguien me lo hubiese matado.
—No deberías de haberles dicho nada a los padres de Tino, hasta que se hubiesen marchado los merodeadores —le dijo con voz queda Akin.
Ella le miró, luego apartó la vista.
—Lo sé. Todo lo que les dije fue que tú habías conocido a Tino, y que a éste lo habían asesinado. Naturalmente, querían saber más, pero les dije que esperasen hasta que te hubieras acostumbrado a estar aquí…, que, después de todo, sólo eras un bebé. —Le miró de nuevo, frunciendo el ceño, agitando la cabeza—. Me pregunto qué infiernos es lo que serás realmente.
—Un bebé —dijo él—. Un construido humanoankali. Quisiera ser algo más, porque mi parte oankali asusta a la gente, pero en cambio no me es de ayuda cuando intentan hacerme daño.
—Yo no voy a hacerte daño.
Akin la miró, luego miró hacia el lugar de la habitación en que yacía Iriarte, muerto.
Tate se atareó muchísimo, recogiendo los platos y vasos rotos.
Tanto Damek como Mateo siguieron con vida.
Akin los evitaba a ambos y se quedó a vivir con los Rinaldi. Pilar, la madre de Tino, lo quería; parecía creer tener algún derecho sobre él, ahora que su hijo estaba muerto. Pero Akin no quería estar cerca de Mateo, y Tate lo sabía. Ella lo quería para sí misma. También ella se sentía culpable por el tiroteo, por el error que había cometido. Y Akin confiaba en que ella lucharía por él. Y no quería correr el riesgo de hacer de Pilar una enemiga.
Otras mujeres lo alimentaban y lo tenían en brazos cuando podían. Él trataba de hablarles o, al menos, de que le oyesen hablar antes de que le pusiesen las manos encima. Esto hacía que algunas se apartasen de él. Y también impedía que le hablasen tonterías, como creían que debía hacerse con los bebés…, o al menos lo lograba con la mayoría. Esto también evitaba que quedasen como unas tontas, y luego se sintiesen resentidas con él a causa de ello. Las forzaba a aceptarlo como era o a rechazarlo.
Y aquello había sido idea de Tate.
Ella le recordaba a su madre, aunque ambas fueran lo más opuesto posible en lo físico. Tez rosada y oscura, cabello rubio y negro, de baja estatura y alta, de huesos pequeños y grandes. Pero eran parecidas en el modo en que aceptaban las cosas como eran, en el modo en que se adaptaban a lo extraño, en que pensaban con rapidez, y en que daban la vuelta a las situaciones en su ventaja. Y las dos, a veces, se mostraban peligrosamente irritadas o sobresaltadas, sin que hubiera ninguna razón aparente. Akin sabía que, en alguna ocasiones, Lilith se odiaba a sí misma por trabajar con los oankali, por tener hijos que no eran totalmente humanos. Amaba muchísimo a sus hijos, y sin embargo se sentía culpable por tenerlos.
Tate no tenía hijos. No había cooperado con los oankali. ¿De qué era de lo que se sentía culpable? ¿Qué era lo que la empujaba cuando, a veces, se metía en la selva y se quedaba horas allá dentro?
—No te preocupes por eso —le dijo Gabe cuando se lo preguntó—. No lo entenderías.
Akin sospechaba que tampoco Gabe lo entendía. A veces la miraba de un modo que le hacía pensar al niño que estaba tratando con todas sus fuerzas de entenderla…, y que no lo lograba.
Gabe había aceptado a Akin porque Tate quería que lo aceptase. No le caía especialmente bien el niño. «La boca», le llamaba y, cuando pensaba que Akin no le podía oír, afirmaba:
—¿Quién infiernos necesita un bebé que suena como un enano?
Akin no sabía qué era un enano. Pensaba que debía de ser alguna clase de insecto, hasta que una de las mujeres del pueblo le explicó que se trataba de un humano con un problema glandular que le hacía seguir siendo pequeño de estatura, aun cuando se hacía adulto. Después de que hubo hecho esta pregunta, varios pueblerinos empezaron a llamarlo enano.
En Fénix no tenía problemas mayores que éste. Incluso la gente que no lo quería no se mostraba cruel. Damek y Mateo se recuperaban en algún lugar fuera de su vista. Y, de inmediato, había empezado a tratar de convencer a Tate de que le ayudase a escapar, para irse a casa.
Tenía que hacer algo. Nadie parecía ir a venir a por él. Por aquel entonces su nueva compañera de camada ya debía de haber nacido y se debía de estar conexionando con otra gente. No sabría que tenía un hermano, Akin. Cuando finalmente la viese, sería un extraño. Trató de explicarle a Tate lo que esto representaba, lo absolutamente perverso que sería esto.
—No te preocupes por ello —le dijo Tate. Habían ido a buscar pomelos…,Tate a recogerlos y Akin a comer lo que encontrase, pero el niño se había quedado junto a ella—. La cría es ahora una recién nacida. Ni siquiera los niños construidos pueden nacer hablando y pensando. Tendrás tiempo para conocerla.
—Éste es el tiempo para conexionarse —insistió Akin, preguntándose cómo le podría explicar una cosa tan personal a una humana que, deliberadamente, evitaba todo contacto con los oankali—. El conexionado ocurre poco después del nacimiento y también poco después de la metamorfosis. En otros momentos…, el conexionado es sólo una pálida sombra de lo que podría ser. A veces la gente logra realizarlo, pero habitualmente no es posible. Los conexionados tardíos nunca son lo que deberían ser. Nunca conoceré a mi hermana en el modo en que debería.
—¿Seguro que es una hermana?
Akin miró en otra dirección, no queriendo llorar, pero no pudiendo contener unas lágrimas silenciosas.
—Quizá no sea una hermana. No obstante, debería de serlo. Lo sería si yo estuviera allí.
Repentinamente alzó la cara hacia ella y creyó ver en su rostro cierta simpatía.
—¡Llévame a casa! —le susurró con tono urgente—. Realmente, yo mismo no he acabado mi conexionado. Mi cuerpo estaba esperando a esa nueva compañera de camada.
Ella frunció el ceño:
—No entiendo…
—Ahajas me dejó tocarla, me dejó ser una de las presencias de la aún no nacida. Me dejó reconocerla, y yo la conozco como una compañera de camada, aún en formación. Sería la compañera más próxima a mí…, la más cercana en edad. Sería la compañera con la que yo crecería, con la que me conexionaría. Nosotros dos… no…no seremos… —pensó por un momento—, no estaremos completos el uno sin el otro.
La miró, con esperanza.
—Recuerdo a Ahajas —dijo ella, en voz baja—. Era tan grandota… que pensé que era un macho. Luego Kahguyaht, nuestro ooloi, me dijo que las hembras oankali eran así. «Mucho sitio dentro para hijos», dijo. «Y mucha fuerza para proteger a los hijos, tanto los nacidos como los por nacer». Gabe le preguntó que, si las hembras hacían todo esto, qué era lo que hacían los machos. «Buscan vida nueva», le contestó él. «Los machos son los buscadores y recolectores de vida. Lo que las hembras y los ooloi pueden hacer, los machos deben hacerlo». Gabe pensó que eso significaba que los ooloi y las hembras podían apañárselas sin los machos. Kahguyaht le dijo que no, que aquello significaba que, sin los machos, los oankali como pueblo acabarían por desaparecer. No creo que Gabe se lo creyera.
Suspiró. En realidad, había estado pensando en voz alta y no hablando con Akin. Así que se sobresaltó cuando el niño le preguntó:
—¿Kahguyaht ooan Nikanj?
—Sí.
La contempló durante varios segundos.
—Déjame probarte —dijo por fin. Podía consentir o negarse, pero no se iba a asustar, disgustar o volverse peligrosa.
—¿Y cómo harías eso? —le preguntó.
—Súbeme.
Tate se inclinó y lo tomó en brazos.
—¿Por qué no te sientas y me dejas hacértelo sin cansarte? —le preguntó el niño—. Sé que te peso mucho.
—No me pesas tanto.
—No te haré daño —le dijo—. La gente sólo nota algo cuando quien lo hace es un ooloi. Entonces les gusta.
—Aja. Adelante, hazlo.
Le sorprendió el que ella no tuviese miedo de ser envenenada. Se apoyó contra un árbol y lo mantuvo en brazos, mientras él gustaba su cuello, la estudiaba.
—Eres todo un pequeño vampiro —la oyó decir, antes de perderse en el sabor de la mujer. En ella habían ecos de Kahguyaht. Nikanj había compartido con él su recuerdo de su padre ooloi, y le había dejado estudiar el recuerdo tan a fondo que Akin creía conocer a Kahguyaht.
Tate, en sí misma, resultaba fascinante: muy diferente a Lilith, diferente a Joseph. Se parecía algo a Leah y Wray, pero no era exacta a nadie que hubiese probado. Había algo realmente extraño en ella, algo que no estaba bien.
—Realmente, eres bueno —le dijo ella, cuando se apartó y la miró a la cara—. Lo has encontrado, ¿no?
—He encontrado… algo. No sé qué es.
—Una pequeña enfermedad asquerosa, que debería haberme matado hace ya muchos años. Algo que, aparentemente, heredé de mi madre. Aunque, allá por el tiempo en que estalló la guerra, sólo estábamos empezando a sospechar que ella podría haberla heredado. La enfermedad de Huntington, la llamaban. No sé lo que me hicieron los oankali para contrarrestarla, pero nunca mostré los síntomas.
—¿Y cómo es que tú sabes lo que es?
—Kahguyaht me lo dijo.
Eso era suficiente.
—Era… un gene malo —explicó él—. Me atrajo y tuve que mirarlo. Kahguyaht hizo algo para que nunca se pusiese a funcionar. No creo que lo haga…, pero deberías de estar cerca de Kahguyaht, para que lo mantuviese vigilado. Debería de haber reemplazado ese gene.
—Dijo que lo haría si nos quedábamos con él. Y que, si atacaba al gene en serio, tendría que mantenerme vigilada durante un tiempo. Pero yo…, no pude quedarme con él.
—Lo deseabas.
—¿Tú crees? —Cambió de postura, con él en brazos, luego lo depositó en el suelo.
—Aún lo deseas.
—¿Has comido ya todo lo que querías?
—Sí.
—Entonces sígueme. Yo tengo que llevar toda esta fruta. —Se inclinó y se puso el gran cesto de fruta sobre la cabeza. Cuando estuvo satisfecha con su colocación, se irguió y se volvió en dirección al pueblo.
—¿Tate? —dijo él.
—¿Qué? —No le miró.
—¿Sabes?, se fue de regreso a la nave. Sigue siendo Dinso y tendrá que venir a la Tierra algún día, pero no quería vivir aquí con ninguno de los humanos que podría haber tenido. Nunca antes supe el porqué.