Akin dejó que lo llevasen a las canoas de los bandoleros. Ahora tenían dos: la que tenían al principio y otra, más ligera, que habían encontrado en Hillmann. A Akin lo colocaron en la nueva, entre dos equilibrados montones de artículos de comercio. Tras uno de estos montones remaba Iriarte. Frente al otro lo hacía Kaliq. Al menos, Akin se alegraba de no tener que estar preocupado por los pies o el remo de Galt. Y continuaba evitando a Damek siempre que le era posible, a pesar de que el hombre se mostraba amistoso hacia él. Actuaba como si el niño no le hubiese visto golpear a Tino.
En Vladlengrad había oankali. Galt los vio por entre la lluvia, en otra de las bifurcaciones del río. Estaban muy lejos y, al principio, el mismo Akin no los vio: seres grises, deslizándose fuera del agua gris hasta la sombra de los árboles de la orilla, y todo ello bajo una fuerte lluvia.
Los hombres ignoraron su cansancio para remar con fuerza hacia el ramal izquierdo del río, abandonando el derecho, que llevaba a Vladlengrad y los oankali.
Los hombres remaron hasta que estuvieron absolutamente exhaustos. Al fin, de mala gana, se arrastraron ellos y arrastraron sus botes hasta una orilla baja. Ocultaron los botes, comieron pescado ahumado y frutas secas de Siwatu, y bebieron un vino no muy fuerte. Kaliq cogió a Akin en brazos y le dio un poco de vino. El niño descubrió que le gustaba, pero sólo bebió un poquito: a su cuerpo no le agradaba la desorientación que provocaba y, de tomar una cantidad mayor, la hubiera expulsado. Cuando hubo comido los alimentos que le dio Kaliq, fue a buscar algo más que pastar por los alrededores. Recogió varias nueces grandes en una hoja ancha y se las llevó a Kaliq.
—Ya he visto esto antes —le dijo Kaliq, examinando una nuez—. Creo que son de una de las especies nuevas, de después de la guerra. Me preguntaba si serían buenas o no para comer.
—Yo no las comería —le aconsejó Galt—. Paso de todo lo que no existía antes de la guerra.
Kaliq tomó dos de las nueces en una mano y las apretó. Akin pudo oír romperse las cascaras. Cuando abrió la mano varias semillas, pequeñas y redondas, rodaron entre los fragmentos de cascara. Kaliq se las ofreció a Akin, y éste tomó la mayoría, agradecido. Las comía con tan obvio placer, que Kaliq se echó a reír y también se comió una. La masticó lenta y cautelosamente.
—Sabe a… no sé a qué sabe. —Se comió el resto—. Son muy buenas, mejores que todo lo que he comido últimamente.
Se acomodó para ir partiendo y comer el resto, mientras Akin le traía otra hoja de ellas a Iriarte. En el suelo no había demasiadas de esas nueces buenas: la mayor parte de ellas estaban infectadas por insectos, así que comprobaba cada una con la lengua, para asegurarse de que estaban bien. Y cuando Damek se decidió a recoger nueces por su cuenta, casi todas ellas estaba infectadas por larvas de insectos. Esto le hizo mirar a Akin con duda y sospecha. El niño lo vigiló sin mirarle, contemplándole sin ojos, hasta que el hombre se alzó de hombros y tiró disgustado el resto de las nueces. Volvió a mirar a Akin y escupió al suelo.
Fénix.
Los cuatro resistentes habían estado manteniéndose alejados de él, porque sabían que Tino había sido de allí. Era el primer sitio que registrarían los oankali, y quizá en donde se quedasen más tiempo. Pero Fénix también era la más rica de las localidades de resistentes que conocían. Sus habitantes mandaban gente a las colinas, a recuperar metal de lugares habitados antes de la guerra, y sabían cómo darle forma. Y en Fénix había más mujeres que en cualquier otro poblado, porque sus habitantes las cambiaban por metal. También cultivaban algodón y con él hacían ropa suave y confortable. Y plantaban y sangraban árboles del caucho, y otros que daban un tipo de aceite que podía ser usado en sus lámparas, sin necesidad de refinarlo. Y Fénix tenía casas grandes y hermosas, una iglesia, un almacén general, vastas granjas…
Era, según afirmaban los bandoleros, como una pequeña ciudad de las de antes de la guerra…, y, desde luego, no parecía estar habitada por gente que hubiera perdido ya las esperanzas, cuyo único deseo fuera ya matar a unos pocos oankali antes de morir.
—En una ocasión casi me quedo a vivir aquí —dijo Damek, cuando hubieron escondido las canoas y comenzado su caminata en fila india hacia las colinas y Fénix. Ésta se hallaba a muchos días de camino al sur de Hillmann y en un ramal diferente del río; pero, además, se encontraba situada mucho más cerca de las montañas que la mayoría de los poblados, tanto comerciales como resistentes.
—Juro —prosiguió Damek— que aquí tienen de todo…, menos críos.
Iriarte, que llevaba a Akin, suspiró quedamente.
—Aquí te comprarán, niño —dijo—. Y, si no los asustas, te tratarán bien.
Akin se movió en los brazos del hombre para demostrarle que le estaba escuchando. Iriarte había cogido la costumbre de hablarle, y parecía aceptar sus movimientos como suficiente respuesta.
—Háblales —susurró Iriarte—. Voy a decirles que puedes hablar y que entiendes las cosas como un niño mucho mayor, así que hazlo. No es bueno tratar de pasar por algo que no eres y luego darles un susto de muerte al mostrar lo que realmente eres. ¿Me entiendes?
Akin se movió otra vez.
—Dímelo, niño. Háblame. No quiero quedar como un tonto.
—Te entiendo —le susurró Akin al oído.
Apartó por un momento a Akin hasta tenerlo al extremo de sus brazos y lo miró. Finalmente sonrió, pero la suya era una extraña sonrisa.
—Aún sigues pareciéndote a uno de mis hijos —le dijo—. No quiero perderte.
Akin lo probó. Hizo ese gesto con gran rapidez, colocando deliberadamente su boca contra el cuello del hombre del modo que los humanos llamaban dar un beso. Iriarte notaría ese beso y nada más. Eso era bueno. Creía que un humano que sintiese lo que él sentía lo habría expresado con un beso. Su necesidad propia era la de comprender a Iriarte mejor, y seguir comprendiéndolo. Deseó atreverse a estudiarle del modo calmado y concienzudo con que había estudiado a Tino. Lo que tenía ahora era una grabación de Iriarte: podría haberle dado a un ooloi las pocas células que había tomado del humano, y el ooloi podría haber usado la información para construir un nuevo Iriarte. Pero una cosa era saber cómo estaba hecho el hombre, y otra muy distinta saber cómo funcionaban juntas las distintas partes…, cómo cada porción era expresada en su función, comportamiento y apariencia.
—Será mejor que vigiles a ese crío —comentó Galt desde varios pasos más atrás—. Un beso suyo puede ser igual que el beso de una serpiente venenosa.
—Ese hombre tuvo tres hijos antes de la guerra —susurró Iriarte—. Le gustabas. No deberías de haberlo asustado.
Akin lo sabía. Suspiró. ¿Cómo podía dejar de asustar a la gente? Nunca había visto a un niño humano, ¿cómo podía actuar como uno? ¿Sería más fácil no asustar a los de aquella localidad si sabían que podía hablar? Así debía ser. Después de todo, Tino no le había tenido miedo. Se había mostrado curioso, suspicaz, asombrado cuando el niño no humano le tocaba, pero no asustado. Tampoco peligroso.
Y la gente de Fénix era su gente.
Fénix era mucho más grande y más hermoso que Hillmann. Las casas eran grandes y de colores blanco, gris o azul. Tenían las ventanas con cristales de las que había fanfarroneado Tino…, ventanas que destellaban con la luz reflejada. Había grandes campos de cultivo, y almacenes, y una estructura muy ornamentada que debía de ser la iglesia. Tino se la había descrito a Akin y había tratado de explicarle para qué servía. Akin seguía sin entenderlo, pero si era preciso podía repetir la explicación de Tino. Incluso podía decir las oraciones que Tino le había enseñado, tras considerar escandaloso el que nadie lo hubiera hecho antes.
Había machos humanos trabajando en los campos, plantando algo. Más hombres salieron de las casas, para mirar a los visitantes. Había un débil olor de oankali en el poblado. Ya era viejo de varios días…, exploradores que habían llegado, habían buscado, esperado, y finalmente se habían ido. Ninguno de ellos había sido de su familia.
¿Estarían buscándole sus padres?
Y, en este poblado humano, ¿dónde estaban las mujeres?
Dentro. Podía olerías dentro de sus casas…, podía oler su excitación.
—No digas ni una palabra hasta que yo te lo indique —susurró Iriarte.
Akin se movió para indicarle que le había escuchado, luego giró en brazos del hombre para situarse de cara a la gran casa, bien construida sobre pilastras bajas, hacia la que caminaban, y al alto y delgado hombre que les esperaba, a la sombra del tejadillo de lo que parecía un porche. Las paredes del mismo sólo le llegaban hasta la cintura al hombre, y el techo estaba sostenido por unos postes redondeados colocados a intervalos regulares. Esa media habitación le recordaba a Akin un dibujo que le había visto hacer a una mujer humana de Lo, Cora: grandes edificios cuyos sobresalientes techos eran aguantados por enormes postes redondos, muy decorados.
—Así que éste es el chaval —dijo el hombre alto. Sonrió. Tenía una barba corta, muy bien arreglada, y llevaba el cabello, muy negro, también muy corto. Vestía una camisa blanca y pantalones cortos, que mostraban unos brazos y piernas asombrosamente peludos.
Una pequeña mujer rubia salió de la casa para colocarse junto a él.
—¡Dios mío! —dijo—. Es un chico muy guapo. ¿No tiene nada malo?
Iriarte subió varios escalones y colocó a Akin en los brazos de la mujer.
—Es muy guapo —le dijo en voz baja—. Pero tiene una lengua a la que tendrán que acostumbrarse…, en más de un sentido. Y es muy, muy inteligente.
—Y está en venta —dijo el hombre alto, con sus ojos puestos en Iriarte—. Entren, caballeros. Me llamo Gabriel Rinaldi, y ésta es mi esposa, Tate.
La casa era fresca y oscura y dentro olía bien. A hierbas y flores. La rubia se llevó a Akin a otra habitación y le dio un trozo de piña para comer, mientras servía bebidas para los invitados.
—Espero que no te orines en el suelo —le dijo, mirándolo.
—No lo haré —le dijo él, impulsivamente. Algo le hacía desear hablar con esta mujer. Había deseado hablar con las mujeres de Siwatu, pero no se había atrevido. Nunca había estado a solas con una de ellas. Y había tenido miedo a su reacción de grupo ante su aspecto no humano.
La mujer le miró, con los ojos momentáneamente muy abiertos. Luego le sonrió, con sólo el lado izquierdo de su boca.
—Así que a esto era a lo que se refería el bandolero cuando habló de ese lengua tuya. —Lo alzó y lo puso sobre un mostrador en el que podría hablarle sin tener que inclinar el cuerpo o la cabeza—. ¿Cómo te llamas?
—Akin —Nadie le había preguntado su nombre durante su cautividad. Ni siquiera Iriarte.
—Akin —repitió ella—. ¿Qué edad tienes?
—Diecisiete meses. —Pensó un instante—. No, dieciocho ya.
—Muy, muy inteligente —dijo Tate, repitiendo lo dicho por Iriarte—. ¿Debemos comprarte, Akin?
—Sí, pero…
—¿Pero?
—Quieren una mujer.
Tate se echó a reír.
—¡Naturalmente! E incluso puede que podamos hallarles alguna. Los hombres no son los únicos que sienten picores en los pies. Pero, ¡Cristo!, cuatro hombres… Será mejor que también sienta picores en uno o dos sitios más.
—¿Cómo?
—Es una broma, pequeñín. ¿Por qué quieres que te compremos?
Akin dudó, y finalmente dijo:
—Iriarte me quiere y también Kaliq, pero Galt me odia porque parezco más humano de lo que soy. Y Damek asesinó a Tino.
Miró al rubio cabello de ella, sabiendo que no era pariente de Tino. Pero quizá lo hubiera conocido, hubieran sido amigos. Porque era difícil haberlo conocido y que no le cayese bien a uno.
—Tino vivió aquí —siguió—. En realidad se llamaba Agustín Leal. ¿Lo conocías?
—Oh, sí. —Se había quedado muy quieta, y estaba absorta en Akin. Si hubiese sido oankali, todos sus tentáculos habrían estado alargados hacia él, en un cono viviente—. Sus padres aún viven aquí. Pero él…, no pudo ser tu padre. Y eso que te pareces a él.
—Mi padre humano está muerto, Tino tomó su lugar. Damek lo llamó traidor y lo mató.
Ella cerró los ojos y apartó la cara.
—¿Estás seguro de que Tino ha muerto?
—Estaba vivo cuando se me llevaron, pero le habían roto los huesos de la cabeza con la parte de madera de un arma de fuego. Y no había nadie cerca que le pudiera ayudar. Debe de haber muerto.
Ella alzó a Akin del mostrador y le dio un fuerte abrazo.
—¿Te gustaba, Akin?
—Sí.
—Aquí lo adorábamos. Era el hijo que la mayoría de nosotros jamás tuvimos. Sin embargo, todos sabíamos que se iría algún día…, ¿qué había para él en un lugar como éste? Le di un paquete de comida para el viaje y le señalé la ruta que, más o menos, llevaba hacia Lo. ¿Llegó allí?
—Sí.
De nuevo sonrió con sólo la mitad de la boca.
—Así que eres de Lo. ¿Quién es tu madre?
—Lilith lyapo. —A Akin no le pareció que a ella le fuese a gustar el que dijese el nombre de su madre en oankali.
—¡Hija de puta! —susurró Tate—. Escucha, Akin, no le digas a nadie más ese nombre. Quizá ya no importe, pero por si acaso no lo digas.
—¿Por qué?
—Porque aquí hay gente que odia a tu madre. Porque aquí hay gente que te haría daño a ti, al no poder hacérselo a ella. ¿Me comprendes?
Akin miró al rostro bronceado por el sol. Tenía unos ojos muy azules…, no como los pálidos ojos de Wray Ordway, sino de un color profundo e intenso.
—No lo entiendo —murmuró—. Pero te creo.
—Bien. Si haces eso, te compraremos. Yo me encargo de ello.
—En Siwatu, los bandoleros se me llevaron porque temían que la gente del poblado me fuese a robar.
—No te preocupes, una vez deje la bandeja y a ti en la sala de estar, me ocuparé de que no vayan a parte alguna hasta que hayamos acabado de hacer negocios con ellos.
Llevó la bandeja con las bebidas, y dejó que Akin la acompañase caminando hasta donde estaba su esposo con los bandoleros. Luego salió.
Akin se subió al regazo de Iriarte, sabiendo que iba a perderlo y lamentando ya su falta.
—Tendremos que hacer que nuestro doctor le eche una ojeada —estaba diciendo Gabriel Rinaldi. Hizo una pausa—: ¡Déjame que vea tu lengua, chico!
Obedientemente, Akin abrió la boca. No sacó la lengua en toda su extensión, pero tampoco hizo nada por ocultarla.