Al fin cortó el árbol que había talado en trozos manejables, y luego buscó una liana con la que hacer un hato. Y entonces fue en busca de Akin. Al verlo se detuvo bruscamente y exclamó:
—¡Dios mío!
Akin estaba probando un gran ciempiés, al que le había dejado subirse a su brazo. De hecho, el animal era casi tan largo como el antebrazo del niño. Era de color rojo brillante y moteado por lo que parecían ser penachos de largos pelos, rígidos y negros. Akin sabía que esos penachos eran mortíferos: el animal no tenía que picar, sólo era preciso que algo tocase uno de esos penachos, y el veneno era lo bastante poderoso como para matar a un ser humano de buen tamaño. Aparentemente, Tino sabía esto. Su mano se movió hacia el ciempiés, pero se detuvo.
Akin dividió su atención, observando por una parte a Tino para asegurarse de que no hiciera más movimientos y probando el ciempiés con cuidado, delicadamente, tanto con su piel como con un ir y venir rapidísimo de su lengua a la pálida y apenas mostrada parte inferior del animal. Esa parte inferior no era peligrosa: no envenenaba a aquello por sobre lo que se desplazaba.
El ciempiés comía otros insectos. Incluso comía pequeñas ranas y sapos. Algún ooloi le había dado las características de otro ser parecido: el pequeño peripatus, parecido a un gusano, pero de múltiples patas. Ahora, tanto el peripatus como el ciempiés podían proyectar una especie de pegamento para atrapar a sus presas y mantenerlas así hasta que pudiesen ser consumidas.
El ciempiés en sí no era bueno para comer: era demasiado venenoso. El ooloi que lo había elaborado no lo había hecho para que fuese alimento de nada mientras estuviese vivo, aunque podía ser muerto por las hormigas o avispas si decidía cazar en uno de los árboles protegidos por ellas. No obstante, en el árbol que había elegido estaba a salvo. Y aquel animal le daría al árbol una mejor posibilidad de madurar y dar frutos alimenticios.
Akin llevó el brazo hasta el tronco del arbolillo y cuidadosamente manipuló al ciempiés para que volviese a caminar hacia él. En el mismo momento en que hubo abandonado su brazo, Tino lo alzó del suelo de un tirón y le gritó:
—¡Nunca vuelvas a hacer una locura así! ¡Ese bicho podría haberte matado! ¡Podría matarme a mí!
Alguien lo agarró por detrás.
Alguien más le arrancó a Akin de los brazos.
Ahora, demasiado tarde ya, Akin vio, oyó y olió a los intrusos: extraños. Machos humanos sin aroma de oankali en ellos. Resistentes. Merodeadores. Bandoleros. ¡Ladrones de niños!
Akin chilló y se debatió entre los brazos del que lo había capturado. Pero, físicamente, apenas si era más que un bebé. Había dejado que su atención quedase prendada por Tino y el ciempiés, y ahora lo habían atrapado. El hombre que lo aferraba era robusto y fuerte. Sostenía a Akin, sin parecer darse cuenta de sus esfuerzos por liberarse.
Mientras, cuatro hombres habían rodeado a Tino. Había sangre en el rostro de Tino allá donde alguien le había golpeado, cortándole. Uno de los cuatro hombres tenía un pedazo de brillante metal plateado alrededor de uno de sus dedos. Aquello debía ser lo que había cortado el rostro de Tino.
—¡Quietos! —dijo uno de los captores de Akin—. Este tipo vivía en Fénix.
Frunció el ceño, mirando a Tino.
—¿No eres tú el chico de los Leal?
—Soy Agustín Leal —afirmó Tino, manteniendo el cuerpo muy tenso—. Yo era de Fénix. Yo ya era de Fénix antes de que vosotros oyeseis hablar de esa ciudad!
Su voz no temblaba, pero Akin pudo ver que su cuerpo temblaba levemente. Miró hacia su hacha, que ahora yacía en el suelo, a varios pasos de él. La había dejado apoyada contra un árbol cuando había ido a buscar a Akin. Sin embargo, su machete había estado en su funda…, pero ahora había desaparecido. Akin no podía ver dónde había ido a parar.
Los bandoleros llevaban palos de metal y madera, que ahora apuntaron a Tino. El hombre que lo sujetaba tenía uno de esos palos, colgado a la espalda. Aquello eran armas, se dio cuenta Akin. ¿Porras, o quizás armas de fuego? Y aquellos hombres conocían a Tino, o al menos uno de ellos lo conocía. Y a Tino no le gustaba aquel hombre. Tenía miedo. Akin nunca le había visto con tanto miedo.
El hombre que sujetaba a Tino había puesto su cuello al alcance de la lengua de Akin. Éste hubiera podido aguijonearlo y matarlo. Pero, entonces, ¿qué pasaría? Había otros cuatro hombres.
Akin no hizo nada. Miró a Tino, esperando que el hombre supiese qué era mejor hacer.
—No había armas de fuego en Fénix cuando me marché —les estaba diciendo Tino. Así que los palos eran armas de fuego.
—No, y vosotros no queríais que las hubiese, ¿no? —le preguntó el mismo hombre. Hizo la fanfarronada de clavarle a Tino el cañón de su arma.
Tino comenzó a sentirse un poco menos temeroso y mucho más irritado.
—Si creéis que podéis usarlas para matar oankali, entonces es que sois tan estúpidos como imaginaba que seríais.
El hombre giró su arma, de modo que su extremo casi tocó la nariz de Tino.
—¿O es que lo que queréis es matar hombres? —le preguntó en voz muy queda Tino—. ¿Acaso quedan tantos humanos? ¿Tan rápidamente se incrementa nuestro número?
—¡Te has unido a los traidores! —exclamó el hombre.
—Para tener una familia —dijo suavemente Tino—. Para tener hijos.
Miró a Akin.
—Para que, al menos, una parte de mí continúe viva.
El hombre que sujetaba a Akin habló:
—Este crío es lo más humano que he visto desde la guerra. No puedo hallar nada malo en él.
—¿No tiene tentáculos? —preguntó uno de los cuatro.
—Ni uno.
—¿Y qué tiene entre las piernas?
—Lo mismo que tú tienes. Un poco más pequeño…, tal vez.
Hubo un momento de silencio, y Akin vio que tres de los hombres estaban divertidos, pero el cuarto no.
Akin tenía miedo de hablar, tenía miedo de enseñarles a los bandoleros sus características no humanas: su lengua, su habilidad para hablar, su inteligencia. Esas cosas, ¿harían que lo dejasen en paz, o les darían ganas de matarlo? A pesar de los meses pasados con Tino, no lo sabía. Guardó silencio e intentó oír u oler a cualquier poblador de Lo que estuviera pasando cerca de allí.
—Bueno, pues nos llevaremos al crío —dijo uno de los hombres—. Pero, ¿qué hacemos con éste? —Hizo un gesto seco en dirección a Tino.
Antes de que nadie pudiera responderle, Tino exclamó:
—¡No! ¡No podéis llevároslo! ¡Aún mama…, si os lo lleváis, morirá de hambre!
Los hombres se miraron unos a otros, inciertos. De repente, el que sujetaba a Akin lo volvió de cara a él y apretó sus carrillos con los dedos. Estaba tratando de abrir la boca del niño; ¿para qué?
No importaba el motivo. Le abriría la boca a Akin, y entonces se sobresaltaría. Él era humano, desconocido y peligroso. ¿Quién sabía qué reacción irracional podía tener? Había que darle algo familiar que acompañase a lo desacostumbrado. Akin comenzó a agitarse en los brazos del hombre y a gemir. Hasta el momento no había llorado, y aquello había sido un error. Los humanos se maravillaban de lo poco que lloraban los bebés construidos. Estaba claro que un bebé humano se habría quejado más.
Akin abrió la boca y berreó.
—¡Mierda! —murmuró el hombre que lo aferraba. Miró rápidamente a su alrededor, como temiendo que alguien pudiese ser atraído por el sonido. Akin, que no había pensado en aquello, berreó aún más fuerte. Los oankali tenían un oído mucho más fino de lo que se imaginaban la mayoría de los humanos.
—¡Cállate! —le gritó el hombre, sacudiéndolo—. ¡Buen Dios, tiene la lengua más jodidamente gris y fea que jamás hayáis podido ver! ¡Cállate ya, coño!
—Sólo es un bebé —dijo Tino—. No se consigue que un bebé se calle a base de asustarlo. Dámelo a mí.
Empezó a caminar hacia Akin, tendiendo los brazos para cogerlo.
Akin también tendió los suyos hacia él, pensando que era menos probable que los resistentes les hicieran daño a los dos juntos. Quizá podría escudar a Tino, hasta cierto punto. En brazos de Tino se mostraría silencioso y cooperador. Así verían que Tino les era útil.
Pero el hombre que había reconocido antes a Tino se puso ahora tras él y le dio un golpe en la nuca con la parte trasera de madera de su arma.
Tino cayó al suelo sin un solo gemido y su atacante le golpeó de nuevo, dando con la madera del arma en su cabeza como quien mata a una serpiente venenosa.
Akin chilló de terror y angustia. Conocía lo bastante bien la anatomía humana como para saber que, si no estaba ya muerto, Tino moriría pronto, a menos que le ayudase un oankali.
Y no había ningún oankali cerca.
Los resistentes dejaron a Tino donde había caído y se metieron caminando en la selva, llevando con ellos a Akin, que seguía chillando y debatiéndose.
Dichaan surgió de la parte más profunda del ancho lago, cambió de respirar en el agua a respirar en el aire, y comenzó a vadear hacia la orilla.
Los humanos lo llamaban un lago de meandro: uno que originalmente había formado parte del río, hasta que el curso de éste había sido alterado. Por el momento, Dichaan había impedido que el ser que era Lo lo engolfase en sí, porque de hacerlo habría empezado a matar la vida vegetal que había dentro del lago y, a la larga, también habría acabado con la vida animal. Incluso con ayuda, al ser Lo no se le podía enseñar a proveer lo que los animales necesitaban, de una forma que les resultase aceptable, antes de que éstos muriesen de hambre. La única cosa útil que Lo les podía haber suministrado de inmediato era oxígeno.
Pero ahora el ser Lo estaba cambiando, pasando a su siguiente estadio de crecimiento. Ahora podía aprender a incorporar vegetación terrestre, alimentarla y beneficiarse de ella. Dejado a sí mismo, aprendería lentamente, matando a buena parte de las plantas y diezmando toda esa vegetación nativa, porque sólo sobrevivirían las plantas capaces de adaptarse a los cambios que Lo ocasionaría.
Pero el ser, en relación simbiótica con sus habitantes oankali, podía cambiar con mayor rapidez, acondicionándose él mismo y aceptando la vida vegetal adaptada que Dichaan y otros habían preparado.
Dichaan llegó a la orilla a través de un pasillo natural que había por entre una gran profusión de largas y gruesas raíces de sustentación, que irían quedando sumergidas lentamente cuando empezase la estación de las lluvias y subiesen las aguas.
Había salido ya del agua, aunque su cuerpo aún seguía disfrutando del sabor del lago, rico en vida vegetal y animal, cuando oyó un grito.
Se quedó muy quieto, escuchando, con sus tentáculos corporales y craneales girando lentamente para enfocarse en la dirección del sonido. En seguida supo de dónde provenía y quién lo producía, y comenzó a correr. Había estado toda la mañana bajo el agua…, ¿qué había pasado entre tanto en el aire?
Saltando por encima de árboles caídos, fintando en torno a las colgantes lianas, el sotomonte y los árboles vivos, corrió. Dispersó sus tentáculos corporales pegándolos contra el cuerpo, pues así las partes sensibles de los tentáculos podían ser protegidas de las delgadas ramillas que lo azotaban mientras corría por entre ellas. No podía evitarlo todo y seguir moviéndose con rapidez.
Chapoteó a través de un estrecho torrente, y luego escaló a la carrera una empinada orilla.
Llegó hasta un pequeño hato de maderas y vio dónde había sido cortado un árbol. Allí estaba el aroma de Akin y de machos humanos extraños. También estaba allí el olor de Tino…, muy fuerte.
Y entonces Tino gimió débilmente, produciendo sólo una sombra del sonido que Dichaan había escuchado en el lago. Apenas si parecía un sonido humano; pero, para Dichaan, era inequívocamente Tino. Sus tentáculos craneales giraron, buscando al hombre, encontrándolo. Corrió hasta donde yacía, oculto por las grandes raíces de un árbol.
Su cabello estaba pegado en masas sólidas de sangre, polvo y hojas muertas. Su cuerpo se estremecía y emitía débiles sonidos.
Dichaan se desplomó al suelo, sondando primero las heridas de Tino con varios tentáculos craneales, luego tendiéndose a su lado para penetrar su cuerpo, en todas las partes posibles, con filamentos de sus tentáculos.
Aquel nombre estaba muriéndose…, moriría en un momento, a menos que Dichaan pudiera mantenerlo con vida. Había sido bueno volver a tener a un macho humano en la familia. Había representado un equilibrio, hallado tras dolorosos años de desequilibrio, y nadie había sufrido por aquel desequilibrio más que Dichaan. Había sido concebido para trabajar en paralelo con un macho humano…, para ayudar a criar hijos con la colaboración de una tal persona; y, sin embargo, había tenido que seguir adelante, cojeando sin la ayuda de esta contrapartida esencial. ¿Cómo iban a aprender los niños a comprender el lado masculino humano que había en ellos, un lado que todos tenían, sin importar cuál fuera su sexo?
Y ahora estaba Tino, sin descendencia y no acostumbrado a los niños, pero que pronto se había sentido a gusto entre ellos, y que pronto había sido aceptado por ellos.
Y ahora allí estaba Tino, casi muerto a manos de su propia gente.
Dichaan entró en conexión con el sistema nervioso del moribundo y mantuvo latiendo su corazón. El hombre era una hermosa y terrible contradicción física, como lo eran todos los humanos. Era una auténtica seducción viviente, y él jamás entendería el motivo. No podían perderlo; no podía producirse otro Joseph.
Había algún daño en el cerebro, Dichaan podía percibirlo, pero no podía curarlo, eso tendría que hacerlo Nikanj. Pero lo que sí podía hacer Dichaan era impedir que los daños se hiciesen peores. Detuvo la pérdida de sangre, que no había sido tan mala como parecía, y se aseguró de que las células vivas del cerebro tuviesen venas intactas que las nutriesen. Descubrió daños en el cráneo, y captó que el hueso dañado estaba ejerciendo una presión anormal sobre el cerebro. Esto ni lo tocó: Nikanj se podría ocupar de ello. Un ooloi podía hacerlo mucho más rápido y con mayor seguridad de lo que podían hacerlo un macho o una hembra.
Dichaan aguardó hasta que Tino estuvo tan estabilizado como le resultaba posible, luego lo dejó por un momento. Fue hasta el borde de Lo, a una de las raíces más grandes de un pseudoárbol, y lo golpeó varias veces en el código de presiones que habría usado para complementar un intercambio de impresiones sensoriales. Normalmente, esas presiones eran utilizadas muy rápida y silenciosamente sobre la piel del otro. Costaría un poco conseguir que aquello fuera interpretado por comunicación. Pero sabía que al fin le prestarían atención: aunque ningún oankali o construido lo escuchase, el ser que era Lo recogería el familiar grupo de vibraciones, alertando a la comunidad la siguiente vez que alguien abriese una pared o alzase una plataforma.