Tamborileó dos veces el mensaje, luego volvió con Tino y se acostó a su lado, para controlarlo y esperar.
Ahora había tiempo para pensar acerca de lo que había ocurrido y de que había llegado demasiado tarde para poder impedir.
Akin había desaparecido…, ya llevaba bastante tiempo desaparecido. Sus secuestradores habían sido machos humanos…, resistentes. Habían huido a la carrera hacia el río. Sin duda se habrían dirigido, río arriba o río abajo, hacia su poblado…, o quizá hubiesen cruzado el río y viajasen por tierra. En cualquiera de los casos, probablemente la huella de su olor se desvanecería a lo largo del río. Había incluido en su mensaje instrucciones para que fuesen en su busca, pero no se hacía demasiadas esperanzas. Tendrían que ser registrados todos los pueblos resistentes, pero hallarían a Akin. En especial, tendrían que buscar en Fénix, pues aquél había sido el hogar de Tino. Pero, ¿tanto podían odiar a Tino las gentes de Fénix? No parecía ser el tipo de persona que la gente puede llegar a conocer y, aun así, odiar. La gente de su localidad, que lo habrían visto crecer como el único chico de la comunidad, deberían de haberse sentido como unos padres para él. Era más probable que, de ser ellos los merodeadores, lo hubiesen secuestrado junto con Akin.
Akin.
No le harían daño…, no intencionalmente. No al principio. Aún mamaba, pero lo hacía más por la reconfortante sensación que eso le proporcionaba que por necesidad nutritucional. Tenía la habilidad oankali de poder digerir cualquier alimento que se le diese, extrayéndole el máximo provecho. Si le daban de comer lo que ellos comían, sabría satisfacer sus necesidades corporales.
¿Sabían lo inteligente que era? ¿Sabían que podía hablar? Si no lo sabían, ¿cómo reaccionarían cuando lo averiguasen? Los humanos reaccionaban de mala manera ante las sorpresas. Naturalmente, él se mostraría cuidadoso, pero…, ¿qué sabía él de humanos irritados, asustados y frustrados? Nunca había estado cerca de una persona que pudiese odiarlo, que incluso pudiera hacerle daño, cosa posible cuando descubriesen que no era tan humano como parecía.
Río arriba.
Los humanos tenían una larga, estrecha y afilada canoa, ligera y fácil de mover a remo. Dos pares de hombres se turnaban a los remos, y el bote se deslizaba rápido por el agua. La corriente no era fuerte. Trabajando por turnos como lo hacían, no necesitaban detenerse nunca para descansar.
Akin había chillado tan fuerte como le había resultado posible, mientras había posibilidades de que le oyesen, pero nadie había acudido. Ahora permanecía en silencio, exhausto y misérrimo. El hombre que lo había atrapado aún lo llevaba en brazos y, en una ocasión, lo había agarrado por los pies y, colgado boca abajo, le había amenazado con hundirlo en el río si no se callaba. Sólo la intervención de los otros hombres había impedido que llevase a cabo lo que había amenazado hacer. Akin le tenía pánico. Honestamente, el hombre no parecía comprender el motivo por el que el asesinato y el secuestro tenían que alterar a Akin, o impedirle seguir órdenes.
Contempló la ancha y barbuda cara rojiza del hombre, inhaló su agrio aliento. Era un rostro amargado e irritado, el rostro de alguien que podía hacerle daño por actuar como un bebé, pero que por otra parte podía matarle por actuar como otra cosa. El hombre lo agarraba con tanta repugnancia como había visto hacerlo, en cierta ocasión, a otro hombre que había agarrado una serpiente. ¿Era para aquella gente tan diferente como pudiera serlo una serpiente?
El hombre amargado bajó la vista y descubrió a Akin mirándole.
—¿Qué cojones estás mirando? —le preguntó.
Akin dejó de mirar al hombre con sus ojos, pero no le perdió de vista con otras partes de su cuerpo sensibles a la luz. El hombre hedía a sudor, y a algo más. Algo funcionaba mal en su cuerpo…, tenía alguna enfermedad. Necesitaba a un ooloi…, y nunca se acercaría a uno.
El niño se quedó muy quieto entre sus brazos y, de alguna manera, al fin se quedó dormido.
Despertó para hallarse tendido entre dos pares de pies, sobre una tela empapada, en el fondo de la barca. Lo que le había despertado era el agua que chapoteaba contra el cuerpo.
Se sentó con cautela, sabiendo, ya antes de alzarse, que la corriente era aquí más fuerte y que estaba lloviendo. Lloviendo con intensidad. El hombre que le había tenido en brazos comenzó a achicar agua con una cantimplora grande. Seguro que, si la lluvia arreciaba, tendrían que parar.
Akin miró la tierra a su alrededor y vio que las orillas del río eran muy desniveladas y que estaban fuertemente erosionadas: colinas con la vegetación desparramándose por encima de sus bordes. Nunca había visto un paisaje así: estaba más lejos que nunca de casa, y aún en camino. ¿A dónde lo llevarían…, a las colinas? ¿O a las montañas?
Los hombres abandonaron el esfuerzo y remaron hacia la orilla. El agua era gris amarronada y estaba muy turbia, y la lluvia caía aún con más fuerza. La barca estuvo a punto de hundirse, justo antes de llegar a la orilla. Los hombres maldijeron y saltaron al agua, para empujar el bote hasta una ancha planicie de fango, mientras Akin se quedaba donde estaba, ya casi nadando. Inclinaron el bote, tirándolo a él y al agua por un costado, echándose a reír cuando resbaló por el barro.
Uno de ellos lo agarró por una pierna y trató de entregárselo al hombre que lo había capturado.
Su captor no quería hacerse cargo de él.
—Ahora haz tú de niñera por un rato —dijo—. Que te mee a ti.
Akin apenas si pudo contenerse para no hablar, presa de indignación. Hacía meses que no se orinaba encima de nadie…, no lo había hecho desde que su familia había sido capaz de hacerle comprender que eso era algo que no debía hacer, que tenía que advertirles cuando necesitaba orinar o hacer de vientre. No se hubiera meado encima ni siquiera de aquellos hombres.
—No, gracias —dijo el hombre que sostenía a Akin por el pie—. Yo he estado hasta ahora remando en ese jodido bote por quién sabe cuántos kilómetros, mientras tú estabas sentadito, contemplando el paisaje. Ahora puedes ocuparte del crío.
Dejó a Akin en la llanura de cieno y se volvió para ayudar a llevar el bote a un lugar desde el que pudieran ser capaces de abrirse otra vez camino hasta la orilla. La planicie de barro era exactamente una capa de suave, húmedo y desnudo cieno que había quedado depositado justo por encima del nivel del agua. Con aquel chubasco, no era un lugar ni cómodo ni seguro. Y se acercaba la noche. Era hora de hallar un lugar en el que acampar.
El niñero de Akin miró a éste con fría hostilidad. Se frotó el estómago y, por un momento, el dolor pareció reemplazar su habitual descontento. Quizá le doliese el estómago. ¡Qué estúpido era el estar enfermo, saber dónde le podían curar a uno, y preferir seguir sufriendo!
De repente, el hombre agarró a Akin, lo alzó por un brazo, se lo metió bajo uno de sus propios largos y gruesos brazos, y siguió a los otros por el inclinado y embarrado sendero.
Durante la subida, Akin cerró los ojos. El paso de su captor no era seguro: a cada poco se iba cayendo, pero, de algún modo, nunca lo hacía sobre Akin, ni lo soltaba. Sin embargo, sí lo aferraba con tal fuerza que el niño apenas si podía respirar por lo mucho que le apretaban los dedos del hombre. Gimoteó y a veces gritó, pero en general trató de permanecer en silencio. Temía a aquel hombre como nunca antes le había temido a nadie. Este hombre que había estado dispuesto a sumergirle en unas aguas que podrían haber contenido depredadores, que lo había agarrado, agitado y amenazado con darle un puñetazo porque estaba llorando. Este hombre que, aparentemente, estaba más dispuesto a sufrir dolor que a ir a ver a alguien que le hubiese curado sin pedirle nada a cambio…, este hombre que podía matarle antes de que nadie pudiese intervenir para impedírselo.
En la parte alta del farallón, el que llevaba a Akin lo tiró al suelo.
—Ya puedes caminar —murmuró.
Akin se quedó sentado, quieto, allá donde había caído, preguntándose si a los bebés humanos los habrían tratado tan mal… Si era así, ¿cómo lograban sobrevivir? Luego siguió a los hombres tan deprisa como le fue posible. Si fuera mayor, se escaparía. Volvería al río y dejaría que éste le llevase de vuelta a casa. Si fuera mayor, podría respirar bajo el agua y evitar a los depredadores con un simple repelente químico…, el equivalente de un mal olor.
Claro que, si fuera mayor, los resistentes no lo hubieran querido. Ellos buscaban un bebé inerme…, y casi lo habían logrado: él podía pensar, pero su cuerpo era tan pequeño y débil que no le permitía actuar. No se moriría de hambre en la selva, pero podía ser envenenado por algo que le mordiese o le picase inesperadamente. Y, cerca del río, podría comérselo una anaconda o un caimán.
Además, nunca había estado solo en la selva.
A medida que los hombres se alejaban de él, se fue asustando más y más. Se cayó varias veces, pero se negó a gritar de nuevo. Finalmente, exhausto, se detuvo. Si los hombres pensaban abandonarle, no se lo podía impedir. ¿Es que se dedicaban a llevar a los niños construidos a lo más profundo de la espesura para abandonarlos allí?
Orinó en el suelo, luego halló un matorral con hojas comestibles y nutritivas. Era demasiado pequeño para alcanzar las mejores fuentes de alimentos, fuentes a las que los hombres sí podían llegar, pero que probablemente no reconocían como tales. Tino había sabido muchas cosas, pero no demasiado acerca de las plantas de la selva. Sólo comía las cosas más obvias: plátanos, higos, nueces, los frutos de la palma…, las versiones silvestres de las cosas que la gente cultivaba en Fénix. Si algo no le parecía o no le sabía similar, no lo comía. Akin era capaz de comer cualquier cosa que no fuese a envenenarle, y esto serviría para mantenerle con vida. Estaba comiéndose un hongo gris, especialmente nutritivo, cuando escuchó a uno de los hombres que regresaba a por él.
Tragó con rapidez, se embarró deliberadamente una mano y se la pasó por la cara. Si simplemente estaba sucio, el hombre quizá no le prestase mayor atención; pero si sólo tenía la boca sucia, quizá decidiesen que había que hacerle vomitar lo que hubiera comido.
El hombre lo descubrió, lo maldijo, lo alzó de un tirón y lo llevó bajo un brazo hasta donde los otros estaban construyendo un refugio.
Habían hallado un lugar relativamente seco, bien protegido por la cúpula de la selva, y lo habían limpiado de hojarasca. Habían tendido una tela, impermeabilizada con goma, desde un par de arbolitos hasta el suelo. Aparentemente esta tela había estado en el bote, fuera de la vista de Akin. Ahora estaban cortando pequeñas ramas y arbolillos para hacer un suelo. Al menos, no pensaban dormir sobre el barro.
No encendieron un fuego. Comieron comida seca: nueces, semillas y frutos secos, todo mezclado, y bebieron algo que no era agua. Le dieron a Akin un poco del líquido y les divirtió ver que, una vez lo hubo probado, ya no quiso repetir.
—Sin embargo, no parece molestarle —dijo uno de ellos—. Y esta cosa es explosiva. Dadle un poco de comida, quizá pueda tomarla. Al fin y al cabo tiene dientes, ¿no?
—Aja.
Había nacido con dientes. Le dieron algo de la comida de ellos, y la fue tomando poco a poco, un pequeño fragmento tras otro.
—Así que el tipo ese de Fénix al que matamos mentía —dijo su captor—. Ya me pareció a mí…
—Me pregunto si realmente éste sería su hijo.
—Es probable. Se le parece.
—¡Dios! Me pregunto lo que tendría que hacer para tener un hijo. Quiero decir que no fue a base de follarse a una mujer.
—Ya sabes lo que hizo. Si no lo supieses, ya habrías muerto de vejez o enfermedades.
Silencio.
—Entonces, ¿qué creéis que podremos lograr a cambio del chico? —preguntó una nueva voz.
—Lo que queramos. ¿Por un chico casi perfecto? Todo lo que tengan. Es tan valioso que me pregunto si no deberíamos quedárnoslo para nosotros.
—Herramientas de metal, cristal, telas finas, una mujer o dos… Y eso que quizá este crío no sobreviva para crecer. O quizá sí que viva y crezca, y entonces le salgan tentáculos por todas partes. Porque, ¿qué importa que ahora tenga un aspecto normal…? Eso no significa nada.
—Y os diré algo más —intervino el que había capturado a Akin—. Nuestras posibilidades, las posibilidades de cualquiera de nosotros de ver crecer a ese chaval, son pura mierda de vaca. Los gusanos van a hallarlo, más pronto o más tarde, vivo o muerto. ¡Y que no le pase nada al poblado en que lo encuentren!
Alguien más estuvo de acuerdo:
—Lo único que podemos hacer es deshacernos de él, rápidamente, y largarnos de la zona. Que sea otro el que tenga que preocuparse de cómo retenerlo, y de cómo no acabar muerto o algo peor.
Akin salió del refugio, halló un lugar en el que hacer sus necesidades, y otro lugar, un claro en el que uno de los árboles más grandes había caído y permitía que la lluvia llegara hasta el suelo con bastante fuerza, donde poder lavarse y recoger el agua suficiente para calmar su sed.
Los hombres no trataron de detenerle, pero uno de ellos estuvo vigilándole. Cuando regresó al refugio, mojado y reluciente, llevando unas cuantas hojas de plátano silvestre anchas y planas sobre las que dormir, todos le miraron.
—Sea lo que sea —dijo uno de ellos—, no es tan humano como creíamos. ¿Y quién sabe lo que puede hacer? Me alegraré cuando nos deshagamos de él.
—Es justo lo que sabíamos que era —intervino el que había capturado a Tino—. Un niño bastardo. Apuesto a que puede hacer muchas más cosas de las que le hemos visto.
—Pues yo apuesto a que, si nos largamos y lo dejamos aquí, sobrevivirá y volverá a su casa.
Estalló una discusión al respecto, mientras se pasaban de mano en mano su bebida alcohólica y escuchaban la lluvia, que se había detenido, pero que luego empezó de nuevo.
Akin tenía cada vez más miedo de ellos, pero, al cabo de un tiempo, ni siquiera su miedo lo pudo mantener despierto. Le había tranquilizado un tanto el saber que lo iban a vender a otra gente, quizá a los pobladores de Fénix. Podría hallar a los padres de Tino. Quizá también ellos imaginasen que se parecía a Tino. Quizá le dejasen vivir con ellos. Deseaba estar entre gente que no le hiciese daño al agarrarlo por un brazo o una pierna y que no lo transportasen como si fuese tan insensible como un trozo de madera muerta. Ansiaba estar entre gente que le hablase y se preocupase de él, en lugar de estos bandidos que, o lo ignoraban, o se apartaban de él como si fuese un insecto venenoso, o se reían de él. Estos hombres no sólo le daban miedo, sino que también le hacían sentirse agónicamente solitario.