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Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

Ritos de Madurez (15 page)

BOOK: Ritos de Madurez
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El hombre se alzó y la estudió por un momento, luego agitó la cabeza.

—Espantosa. Y posiblemente venenosa. Las de los construidos acostumbran a serlo.

—Le vi morder a un agutí y matarlo —intervino Galt.

—Pero jamás ha hecho ningún intento de mordernos a nosotros —dijo con irritación Iriarte—. Siempre ha hecho lo que le hemos mandado. Se ha ocupado por sí mismo de sus necesidades corporales… Y sabe, mejor que nosotros, lo que es comestible y lo que no. No hay que preocuparse porque coja cosas y se las coma; lo ha estado haciendo desde que nos lo llevamos con nosotros: semillas, nueces, flores, hojas, hongos…, y nunca ha enfermado. Nunca ha comido carne o pescado y yo, si fuera ustedes, no lo forzaría a hacerlo. Los oankali tampoco comen eso. Tal vez lo enfermaría.

—Lo que yo quiero saber —interrumpió Rinaldi—, es lo humano que es…, mentalmente. Ven aquí, chaval.

Akin no deseaba ir. El mostrar la lengua era una cosa; el colocarse deliberadamente en unas manos que podían no ser amistosas era otra muy distinta. Alzó la vista hacia Iriarte, esperando que no lo dejase ir; pero, por el contrario, el bandolero lo puso en el suelo y le dio un empujoncito en dirección al de Fénix. De mala gana, se dirigió hacia éste.

Rinaldi se alzó, impaciente, y levantó a Akin en sus brazos. Luego se sentó, girando al niño en su regazo, mirándolo por todos lados y al fin colocándolo cara a él.

—De acuerdo, dicen que puedes hablar. Así que habla.

Akin se volvió de nuevo para mirar a Iriarte. No quería empezar a hablar en una habitación llena de hombres, cuando el hablar ya había hecho que uno de ellos le odiase.

Iriarte asintió con la cabeza.

—Habla niño. Obedécele.

—Dinos tu nombre —pidió Rinaldi.

Akin sonrió sin querer. Era ya la segunda vez que le preguntaban su nombre: a esa gente parecía importarle quién era, y no sólo lo que era.

—Akin —dijo en voz baja.

—¿Akin? —Rinaldi lo miró con el ceño fruncido—. ¿Es ése un nombre humano?

—Sí.

—¿En qué idioma?

—En yoruba.

—¿En yo…qué? ¿En qué país hablaban eso?

—En Nigeria.

—¿Y por qué tienes un nombre nigeriano? ¿Es nigeriano alguno de tus padres?

—Significa héroe. Y si se le añade una s, significa chico valiente. Yo soy el primer niño que nace de mujer humana desde la guerra.

—Eso es lo que dijeron los gusanos que te andaban buscando —aceptó Rinaldi. Volvió a fruncir el ceño—. ¿Sabes leer?

—Sí.

—¿Cómo puedes haber tenido ya tiempo de aprender a leer?

Akin dudó.

—No olvido las cosas —dijo al fin, con voz suave.

Los bandoleros parecieron sobresaltarse.

—¿Nunca? —le preguntó Damek—. ¿Nada?

Rinaldi se limitó a asentir con la cabeza.

—Así es como son los oankali —dijo—. Y, cuando lo desean, pueden hacer que esta habilidad se dé en un humano…, cuando ese humano acepta serles útil. Pensé que ése sería el secreto del niño.

Akin, que había considerado si mentir o no, se alegró de no haberlo hecho. Siempre encontraba fácil el decir la verdad y le costaba trabajo el obligarse a mentir. Y eso que podría haber mentido de un modo muy convincente, si el mentir le fuese a haber mantenido con vida y le hubiera evitado dolor a manos de aquellos hombres. No obstante, le resultaba más fácil el esquivar las preguntas… tal como lo había hecho con la referente a sus padres.

—¿Quieres quedarte aquí, Akin? —le preguntó Rinaldi.

—Si me compráis, me quedaré —contestó el niño.

—¿Deberíamos comprarte?

—Sí.

—¿Por qué?

Akin miró de reojo a Iriarte.

—Ellos quieren venderme. Si tengo que ser vendido, preferiría que fuese aquí.

—¿Por qué?

—Vosotros no me tenéis miedo ni me odiáis. Yo tampoco os odio.

Rinaldi se echó a reír. Eso complació a Akin; había confiado en hacer reír a aquel hombre, pues allá en Lo había aprendido que, si hacía reír a los humanos, éstos estaban más a gusto con él…, aunque, claro, en Lo jamás había estado a la merced de gente que quizá pudiese hacerle daño por el solo hecho de no ser humano.

Rinaldi le preguntó la edad y el número de idiomas humanos que hablaba, y la utilidad de su larga lengua gris. Akin sólo omitió información acerca de su lengua:

—Huelo y saboreo con ella —dijo—. También puedo oler con mi nariz, pero mi lengua me dice más cosas.

Todo ello era cierto, pero Akin había tomado la decisión de no decirle a nadie qué otras cosas podía hacer su lengua. La idea de que probase sus células, sus genes, podría alterarles demasiado.

Una mujer a la que llamaban doctora entró, tomó a Akin de manos de Rinaldi y comenzó a examinar, toquetear y escudriñar su cuerpo. No le habló, a pesar de que Rinaldi le había dicho que el niño podía hablar.

—Tiene algunos puntos con una textura rara en su espalda, brazos y abdomen —dijo al fin—. Supongo que es donde le crecerán tentáculos dentro de unos años.

—¿Es así? —le preguntó Rinaldi al niño.

—No lo sé —contestó Akin—. La gente nunca sabe cómo será después de la metamorfosis.

La doctora se apartó de él, tambaleándose, tras lanzar un sonido inarticulado.

—Ya te dije que podía hablar, Yori.

Ella agitó la cabeza.

—Pensé que querías decir que podía farfullar, como hacen los bebés.

—Quería decir que lo puede hacer tan bien como tú o yo. Hazle preguntas y él te contestará.

—¿Qué puedes decirme de esos puntos de tu piel? —le preguntó al fin.

—Son puntos sensoriales. Puedo ver y saborear con la mayoría de ellos. —Y podía efectuar conexiones sensoriales con cualquier otro que tuviese tentáculos o puntos sensoriales. Pero no iba a hablarles a los humanos de aquello.

—¿Te molesta cuando te los tocamos?

—Sí. Estoy acostumbrado a que lo hagan, pero sigue molestándome.

Dos mujeres entraron en la habitación, e hicieron salir a Rinaldi con ellas.

Un hombre y una mujer entraron y se pusieron a mirar a Akin…, simplemente se quedaron allí de pie, mirándole y escuchándole, mientras contestaba a la doctora. Supuso quiénes eran incluso antes de que finalmente hablasen con él.

—¿Realmente conociste a nuestro hijo? —le preguntó la mujer. Era diminuta. Todas las mujeres que había visto hasta el momento eran pequeñitas, tanto, que hubieran parecido niñas puestas al lado de su madre y sus hermanas. Sin embargo, eran suaves y sabían cómo alzarle en brazos sin hacerle daño. Y ni le tenían miedo ni asco.

—Su hijo… ¿era Tino? —le preguntó a la mujer.

Ella asintió con un gesto, manteniendo la boca muy apretada. Entre sus ojos se habían formado pequeñas arrugas.

—¿Es cierto? —le preguntó—. ¿Lo han matado?

Akin se mordió los labios, atrapado súbitamente por la emoción de la mujer.

—Creo que sí. Nada podría haberlo salvado, a menos que lo hubiese hallado rápidamente un oankali…, y ningún oankali me oyó cuando grité pidiendo auxilio.

El hombre se acercó mucho al niño, con una expresión en el rostro que Akin nunca antes había visto…, pero que entendía.

—¿Cuál de ellos lo mató? —exigió saber el padre. Su voz era tan baja que sólo la oyeron el niño y las dos mujeres. La doctora, que estaba algo por detrás del hombre, hizo un gesto negativo con la cabeza. Sus ojos eran parecidos a los que había tenido su padre humano, Joseph: más alargados que redondos. Akin había estado esperando la oportunidad para preguntarle si era china. Ahora, sin embargo, los ojos de la doctora estaban desorbitados por el miedo. Akin reconocía el miedo cuando lo veía.

—Fue uno que murió —mintió en voz queda Akin—. Se llamaba Tilden. Tenía una enfermedad que le hacía sangrar, y sufrir, y odiar a todo el mundo. Los otros hombres la llamaban úlcera. Un día echó demasiada sangre y se murió. Creo que los otros lo enterraron, pero uno de ellos me llevó a otra parte, para que no lo viese.

—¿Sabes realmente que está muerto? ¿Estás seguro?

—Sí. Después de su muerte, los otros estuvieron tristes, irritados y peligrosos por un tiempo. Tuve que andarme con pies de plomo.

El hombre se lo quedó mirando durante un largo rato, tratando de ver lo que cualquier oankali hubiera sabido con un simple contacto, y que, en cambio, aquel hombre nunca sabría. Aquel hombre había amado a Tino. ¿Cómo podría Akin, aunque no se lo hubiera advertido la doctora, haberlo mandado a enfrentarse, con las manos desnudas, a un hombre que llevaba un arma de fuego y que estaba respaldado por tres amigos con otras tantas armas de fuego?

El padre de Tino le dio la espalda a Akin y se fue al otro lado de la habitación, donde los dos Rinaldi, las dos mujeres que habían entrado y los cuatro bandoleros estaban hablando, gritando y gesticulando. Akin se dio cuenta de que habían empezado el regateo por él. El padre de Tino era más bajo que la mayoría de los hombres, pero, cuando se metió en medio de ellos, todos dejaron de hablar. Y quizá fuese la expresión del rostro del hombre lo que hizo que Iriarte acariciase el rifle que tenía junto a él.

—¿Alguno de ustedes se llama Tilden? —preguntó el padre de Tino. Su voz era tranquila y suave.

Los bandoleros estuvieron un momento sin contestar le. Luego, irónicamente, fue Damek quien le contestó:

—Murió, amigo. Su ulcera acabó con él.

—¿Lo conocía usted? —preguntó Iriarte.

—Me gustaría haberlo conocido —contestó el padre de Tino. Y salió de la casa. Tate Rinaldi miró hacia Akin, pero nadie más parecía prestarle atención. Pronto se olvidaron del padre de Tino, para seguir con su regateo. La madre de Tino alisó el cabello de Akin y le miró un momento a la cara.

—¿Qué era mi hijo para ti? —le preguntó.

—Tomó el lugar de mi difunto padre humano.

Ella cerró los ojos por un instante, y por su rostro corrieron lágrimas. Finalmente, le besó en la mejilla y se marchó.

—Akin —le preguntó la doctora en voz muy baja—, ¿les has dicho la verdad?

El niño la miró, y decidió no contestarle. Deseaba no haberle dicho a Tate Rinaldi la verdad. Ésta le había mandado a los padres de Tino…, hubiera sido mejor no verlos hasta que los bandoleros no se hubiesen marchado. Tenía que recordar, no podía dejar de recordar siempre, lo muy peligrosos que eran los seres humanos.

—No se la digas nunca —susurró Yori. Aparentemente, su silencio ya le había dicho lo bastante—. Ya ha habido bastantes muertes. Morimos y morimos, y no nace nadie.

Le puso las manos a ambos lados de la cara y le miró, con su expresión pasando del dolor al odio y luego a algo absolutamente irreconocible. De pronto le dio un fuerte abrazo, y él tuvo miedo de que lo aplastase, lo arañase, o lo tirase de un empujón, y, en cualquiera de los casos, le hiciera daño. ¡Había tanta emoción reprimida en ella, tanta tensión mortífera en su cuerpo…!

Lo dejó. Habló unos instantes con Rinaldi, y luego salió de la casa.

10

El regateo siguió hasta altas horas de la noche. La gente comió, bebió y contó historias, y trató de ser mejor negociante que la otra parte. Tate le dio a Akin lo que ella llamaba una comida vegetariana decente, y él no le dijo que no era ni mínimamente decente. No contenía, ni con mucho, las bastantes proteínas para satisfacerle. Se la comió, y luego escapó por una puerta que había en la parte de atrás de la casa para complementar lo comido con guisantes y semillas del huerto. Estaba haciendo esto cuando dentro empezó el tiroteo.

El primer disparo le asustó tanto que se cayó al suelo. Mientras volvía a ponerse en pie se escucharon más disparos. Dio varios pasos hacia la casa, luego se detuvo. Si entraba, alguien podía pegarle un tiro, o pisarle, o darle una patada. Ya entraría cuando acabase el tiroteo. O si le llamaban Iriarte o Tate.

Se oyó el estrépito de muebles rompiéndose…, pesados cuerpos que eran derribados, gente gritando, maldiciones. Era como si la gente de dentro desease destruir la casa y a ellos mismos con ella.

Otra gente corrió al interior del edificio, y los ruidos de lucha se incrementaron, luego murieron.

Tras varios momentos de silencio, Akin se decidió y subió los escalones que llevaban al interior, moviéndose lentamente pero no en silencio. Deliberadamente hacía pequeños ruidos, esperando ser oído, visto y tenido por no peligroso.

Primero vio platos rotos. La limpia y ordenada habitación en donde Tate le había dado piña y hablado con él estaba ahora llena de trozos de loza y muebles hechos astillas. Tuvo que moverse con mucho cuidado para evitar el cortarse los pies. Su cuerpo se curaba más rápidamente que los de los humanos, pero si se hería le resultaba tan doloroso como parecía serlo para ellos.

Sangre.

La podía oler tan fuerte como para que le asustase. Con tanta sangre derramada, alguien debía de haber muerto.

En la sala de estar había gente tirada por el suelo y otros atendiéndolos. En un rincón yacía Iriarte, sin que nadie se ocupase de él.

Akin corrió hacia el hombre. Alguien lo agarró antes de que pudiera llegar hasta el caído y lo alzó por el aire a pesar de sus esfuerzos y llantos.

Rinaldi.

Akin aulló, se contorsionó y le mordió un pulgar al hombre.

Rinaldi lo soltó, gritando que lo había envenenado…, cosa que no había hecho, y el niño corrió hacia Iriarte.

Pero Iriarte estaba muerto.

Alguien le había golpeado varias veces en el cuerpo, seguramente con un machete. Tenía horribles heridas abiertas, por alguna de las cuales salían entrañas que se desparramaban por el suelo.

Akin gimió, presa del sobresalto, la frustración y el dolor. Cuando empezaba a conocer a un hombre, éste moría. Su padre humano había muerto sin que Akin llegase nunca a conocerlo, excepto a través de Nikanj. Tino estaba muerto. Ahora Iriarte estaba muerto. Sus años habían sido cortados, sin acabar. Sus hijos humanos habían muerto en la guerra, y sus hijos construidos, fabricados con el material que los ooloi habían recogido hacía mucho, jamás lo conocerían, jamás lo probarían y no se hallarían en él.

¿Por qué?

Akin miró la habitación a su alrededor. Yori y algunos otros estaban haciendo lo que podían por los heridos, pero la mayor parte de la gente que estaba en la habitación se limitaba a mirar a Akin o a Gabriel Rinaldi.

—¡No está envenenado! —dijo con disgusto Akin—. ¡Sois vosotros los que matáis a la gente, no yo!

—¿Está bien? —le preguntó Tate. Estaba en pie junto a su marido, y parecía asustada.

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